Tras dar unas palmaditas afectuosas en la cara de un niño musulmán que lo miraba expectante, afirmó: “No os preocupéis, no va a pasar nada. Vamos a organizar la evacuación para que todos vosotros volváis a territorio bosnio”.
Se estima que unas 8.000 personas fueron ejecutadas en los días posteriores, en lo que el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia calificó como acto de genocidio. La presencia en esta ciudad de cascos azules holandeses y su declaración por Naciones Unidas como zona segura la convirtió en el cebo perfecto. Nada pudieron hacer las fuerzas de Unprofor, más que lo que hicieron: rendirse, entregar la ciudad y confiar. No contaban con medios ni tropas suficientes. Abandonaron a quienes estaban llamados a proteger y, en cierta medida, facilitaron la concentración de las víctimas de esta limpieza étnica.
El pasado 15 de agosto, tras el inicio de la retirada de las tropas estadounidenses, Suhail Shaheen, portavoz talibán, afirmó en una entrevista televisiva a la BBC que quieren una “transferencia pacífica del poder” en Afganistán en los próximos días y que no buscarán venganza.
Una vez más, se abandona a su suerte a la población civil, también a quienes durante los últimos años han colaborado con las fuerzas internacionales desplegadas y han asumido el compromiso de luchar por el respeto de los derechos humanos, sintiéndose respaldados por una comunidad internacional que ahora cierra los ojos y confía, o aparenta hacerlo.
La situación actual y futura en Afganistán nos devuelve a un dilema tan antiguo como el propio Derecho Internacional, construido sobre una máxima: igualdad soberana de los Estados y, como consecuencia, principio de no intervención entre ellos.
Pero, ¿qué sucede si otro Estado, en ejercicio de su soberanía, está llevando a cabo graves violaciones de derechos contra su propio pueblo, aquel que está llamado a proteger?
Cómo puede actuar la comunidad internacional
La sociedad internacional presencia el sufrimiento y se pregunta cómo actuar: si mirar hacia otro lado o involucrarse para aliviar el sufrimiento de otras personas con las que nos une el vínculo de la más elemental humanidad.
Durante siglos, se propuso un concepto como respuesta: la intervención humanitaria, acción específicamente militar de uno o varios Estados dentro de otro para frenar las violaciones graves y masivas de derechos humanos.
Ahora bien, su regulación por el Derecho Internacional público quedó a expensas de sus propias miserias. Un derecho que se asienta sobre principios eventualmente en tensión, se enfrenta a esta cuestión afrontando la difícil relación entre tres de sus principios estructurales: soberanía, uso de la fuerza y protección de derechos humanos.
Somalia, Ruanda y Srebrenica evidenciaron el fracaso del concepto de intervención humanitaria y condujeron a un punto muerto, a la concienciación de la necesidad de cambio. Sucede en ocasiones puntuales que la comunidad internacional se avergüenza de su debilidad y aboga entonces por centrar sus esfuerzos en intentar evitar que se repitan situaciones en las que la violencia, el sufrimiento y el abuso del fuerte contra el débil han alcanzado cotas insoportables.
La responsabilidad de proteger
La formulación de un nuevo principio, el de la responsabilidad de proteger, fue la consecuencia de esta necesidad de actuación. Se sostiene sobre tres premisas: no ataca al principio de soberanía, pues parte de que esta comprende la responsabilidad de cada Estado de proteger a su propia población de los crímenes más graves; afirma el compromiso de la comunidad internacional de ayudar a los Estados a cumplir dicha responsabilidad y corresponde a esta la responsabilidad de proteger cuando es evidente que los Estados no están protegiendo a su población.
La realidad es aciaga y la explicación es lógica: al hacer descansar la aplicación de este principio, en caso de que los Estados fallen, sobre el Consejo de Seguridad, se impregna de sus carencias: el doble rasero, la acción en unos casos y el silencio en otros, la anteposición de criterios geoestratégicos y políticos al fin loable del principio han diezmado el concepto aún antes casi de su nacimiento.
De nada servirán los esfuerzos centrados en la aplicabilidad de este principio si no se lleva a cabo de una vez la necesaria reforma del Sistema de Naciones Unidas por la que se aboga desde hace tanto tiempo.
No se trata de culpar al Derecho Internacional de su ineficacia, pues no hay que olvidar que es el resultado de la acción de los Estados y está por tanto atenazado por sus intereses y contradicciones.
Sin un compromiso verdadero por parte de estos por un mejor funcionamiento del sistema aun a costa de sus propios intereses en pro de la protección de los derechos humanos, cualquier formulación, por muy brillante que sea, está abocada al fracaso.
El papel de Rusia, China y EE. UU.
No hay mejor ni más triste exponente del mismo que Afganistán, donde la comunidad internacional ni siquiera parece conmoverse por el sufrimiento presente y el que está por venir. Rusia y China se muestran cómodas ante esta situación y el presidente de Estados Unidos enfría las críticas con un baño de realidad: “Nuestro único interés vital en Afganistán sigue siendo hoy el mismo de siempre: prevenir un ataque terrorista en suelo estadounidense”.
Quien creyó lo contrario, quien pensó que la misión internacional de verdad pretendía permitir al Gobierno afgano proporcionar una seguridad efectiva en todo el país y desarrollar unas fuerzas de seguridad propias para garantizar una vida mejor a su población, y en especial, a mujeres y niñas, quien se comprometió y luchó está en estos momentos en los coches de Kabul o en su aeropuerto a merced del opresor, con pocas esperanzas de salvar su vida y la de sus seres queridos y con un profundo sentimiento de traición. Una vez más.
Carmen Rocío García Ruiz
Profesora contratada, doctora. Derecho Internacional Público. Vicedecana de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. Universidad Loyola Andalucía. Universidad Loyola Andalucía
Publicado originalmente en The Conversation