Casi toda América Latina recibió el año que termina con expectativas optimistas de que se mantendrían las buenas tendencias de épocas anteriores. Se daba por hecho que continuarían los tiempos de tranquilidad, transición y cambio, con un consenso fortalecido en torno a la democracia y la cooperación internacional. Hoy se habla de inestabilidad, cambios abruptos de gobierno, gigantescas marchas para protestar contra políticos de distintas tendencias. Y, sobre todo, por primera vez en mucho tiempo se reavivó el horror de la desigualdad. Así lo corroboró para SEMANA Luis Felipe López-Calva, director para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. “Hay una desconexión entre los ciudadanos y los organismos de representación política, por lo que surge una desigualdad para las personas que no se sienten representadas. Nadie está procesando las demandas y tensiones de los ciudadanos. Hay 88 millones de personas registradas para votar en Latinoamérica y el Caribe, que no votaron en los últimos cinco años”, insistió.
Con ese panorama de descontento, la región volvió a asociarse, como en el pasado, con inestabilidad política e inviabilidad económica. El consenso por la democracia duró menos de lo esperado, y las protestas callejeras reemplazaron el protagonismo político de los Congresos, los partidos y los instrumentos tradicionales de participación. Según las últimas encuestas, 72 por ciento de los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial creían que la democracia era esencial para vivir. Pero, con la llegada de los millennials, es decir, de los que vinieron al mundo desde 1980, las cosas cambiaron significativamente. Solo 30 por ciento de ellos creen en la democracia. Sin duda, la región tendrá que empezar a tener más en cuenta a los jóvenes.
Alberto Fernández, Argentina; Jeanine Áñez, Bolivia; Luis Alberto LaCalle, Uruguay. El balance, sin embargo, no es igual para todos. Hay enfermedades que se propagan por casi toda América Latina como una epidemia. Pero a la hora de hacer reflexiones, salen a flote enormes diferencias de un país a otro. Bajo un cielo nublado que golpeó a casi todos –crecimiento bajo, alto desempleo, falta de iniciativas gubernamentales– convivieron realidades muy distintas.
Por ejemplo, los extremos políticos en Brasil estuvieron en el centro del problema. El ultraderechista Jair Bolsonaro obtuvo adeptos en las Iglesias evangélicas, en los conservadores, en las familias tradicionales y en los empresarios. Y los votantes de la izquierda marcharon contra políticas que tacharon de “racistas, misóginas, xenófobas y violentas”. Algo muy diferente sucedió en Chile, que bajo la excusa del aumento del pasaje del metro reabrió las heridas que dejó la dictadura de Augusto Pinochet y los dolores irresueltos, en un país que le echó arena al pasado. Hoy, pareciera que los chilenos no quieren parar de demostrar esa inconformidad reprimida. Y así, sucesivamente, se podrían enlistar las diferencias en cada país, como en Bolivia, que se cansó de los conejos de Evo a la democracia, pero también de la extrema derecha que quiso capitalizar ese vacío. En cualquier caso, este, además, fue un año de posesiones presidenciales. Posesiones paradójicas, como el regreso del kirchnerismo en Argentina o el triunfo de la izquierda y el movimiento sindical en México.
Bolivia fue una de las grandes sorpresas de 2019. El emblemático Evo Morales tuvo que renunciar por la presión social. Pero la gente tampoco quedó satisfecha con su reemplazo.
A pesar de las diferencias, los analistas sí encontraron ciertos patrones colectivos. El principal tiene que ver con el hecho de que las personas ya no creen en la representación política tradicional, y prefieren demostrar su rabia en las calles o en las redes sociales. Por supuesto, ese escenario pone en aprietos a los políticos, que han demostrado una y otra vez que no saben cómo responder.
Laurentino Cortizo, Panamá; Andrés Manuel López, México; Jair Bolsonario; Brasil, Miguel Díaz Canel, Cuba. La crisis política y las protestas se hicieron sentir en Colombia, Ecuador, Chile, Haití, Nicaragua y Bolivia. En otros, sobre todo en Centroamérica –Guatemala, Nicaragua y Honduras–, volvió a surgir el fantasma de la inestabilidad. La gran paradoja es que, al comenzar el año, la mayoría de los analistas centraban sus miradas en la crisis venezolana y la alta posibilidad de que cayera Nicolás Maduro. Lo cual no solo no ocurrió, sino que dio lugar a complejas teorías para explicar la sobrevivencia del régimen. En especial, en comparación con otros Gobiernos de similar o diferente ideología.
Maduro y sus colaboradores pudieron apreciar el desgaste –y hasta el colapso– de otras naciones que habían gozado de miradas más optimistas y que seguían orientaciones ideológicas diferentes al chavismo. La gran pregunta es si el régimen logrará prolongar esa situación en el nuevo año. Si, en otras palabras, el costo del malestar social y de la falta de libertades y garantías políticas es compatible con la estabilidad social o política.
¿Llegará en 2020 el cambio que no trajo el anterior? La pregunta sobre la estabilidad de la revolución vuelve a ser relevante al iniciarse el año. El análisis de América Latina en el cambio de década y, por consiguiente, la definición de escenarios probables hacia el futuro no conduce a conclusiones alentadoras. Hasta ahora, los analistas no están de acuerdo sobre qué viene y parecen, más bien, confundidos.
El cartel de Sinaloa puso en jaque a Amlo. El desastre de la operación para capturar al hijo del Chapo resultó en la peor crisis en su gobierno. La presencia en Washington de un mandatario impredecible como Donald Trump, acorralado en la política interna y a punto de enfrentar un juicio político, confunde el panorama de las relaciones hemisféricas.
La conclusión más segura es la de que el ambiente de crisis golpea a todos. Y con un agravante: se percibe una falta de liderazgo como no sucedía hace mucho tiempo. Washington está lejano y no parece querer ni siquiera entender lo que pasa en el sur. Los organismos multilaterales han perdido peso. Luis Almagro, el secretario de la OEA, se la jugó en el caso de Venezuela y perdió. La organización pasa por un mal momento.
Por eso, es difícil imaginar un escenario positivo para el próximo año en el continente. Lo que han dicho las voces de la calle aún no ha sido analizado ni, posiblemente, entendido. Es un hecho que la inesperada ola de protestas apenas ha puesto sobre la mesa sus preocupaciones iniciales, pero no ha dicho la última palabra. Esta vendrá en 2020, y, si no hay una respuesta contundente, se prolongarán la incertidumbre y el miedo que ya asomaron sus garras en 2019.