Llevo apenas unos meses viviendo en El Salvador, un país que hasta hace un tiempo era poco atractivo para visitar, para venir de turismo o para vivir (como lo estoy haciendo yo) porque lo asociábamos a la guerra de pandillas y a ser considerado uno de los más violentos del mundo.Yo estoy más que enamorado de este país.
Un país hermoso, con playas espectaculares, donde conocí las “pupusas”, una comida típica, fantástica, llena de sabor; un país en donde en menos de una hora puedes ir de la cima de un volcán a Surf City; un país que me ha enamorado por su gente, ver cada día el orgullo de ser salvadoreño en los ojos de cada persona, la paz y seguridad que se respira en el ambiente. En El Salvador todo es hermoso y muy cercano, pero, desgraciadamente, no siempre fue así.
Hace poco más de un año, vivir bajo el miedo y un régimen de terror era algo normal: asesinatos selectivos, robos, violaciones, extorsiones, torturas físicas y psicológicas. El tema llegó al extremo de prohibiciones irracionales como cantar la canción El peluquero salvatrucha, del colombiano Aniceto Molina acá, o Que vayas con Dios, de Big Boy. Las mujeres debían evitar pintarse el cabello de rojo, pues ese color se usaba en los barrios de la 18, los tenis blancos marca Nike solían asociarse a las letras (maras salvatruchas) y los Adidas, a los números (la 18), por lo que usarlos en el lugar equivocado era una provocación o un llamado a la muerte.
No es la primera vez que vengo a El Salvador. Pero debo confesar que en mis primeras visitas a este hermoso país, jamás lo conocí. La rutina era salir de un hotel a un auditorio, dar una conferencia y luego al aeropuerto para regresar. Era lo normal. Recuerdo que alguna vez se me ocurrió pedir que me llevarán al mercado para aprender a hacer las deliciosas pupusas, allí conocí a Claudia, la dueña de un puesto de comida, quien me invitó a moler el maíz y el arroz, para entender que no es una arepa, que la textura de la masa es diferente. Entre los fuegos me contó, que ella todos los días a las 5 de la tarde debía pagar al pandillero 10 dólares de renta para poder trabajar, “viene una niña de 8 o 9 años estos días por el dinero”. ¿Y qué pasa si se niega a pagar?”, le pregunté. Si no pagaba la mataban, me contó también sollozando con su voz entrecortada, que a su hija no la veía desde hacía 4 años… “Sandrita tenía 14 cuando un pandillero se enamoró de ella y la robo, Señor, no le puedo decir más”…
Hoy comprendo que en las zonas controladas por las pandillas imperaba una ley no escrita, conocida como “ver, oír y callar”, a la que todos se acostumbraron. Algunos intentaron rebelarse, como Laura, una joven valiente que vivía en una comunidad controlada por una pandilla. Un día, se negó al acoso de un pandillero, defendiéndose con puños, logrando escapar. Pero la libertad le duró poco, pues a los pocos días se vio rodeada amenazadoramente por varios miembros de la pandilla. La secuestraron y la violaron sin piedad, uno tras otro, en un acto de salvajismo y deshumanización. Mientras Laura lloraba desgarrada, con gritos ahogados por el dolor, ellos disfrutaban, se avivaban y reían, dejando finalmente a su víctima tirada en un callejón, con heridas físicas y emocionales que difícilmente sanarán; nadie vio nada, ni siquiera los enfermeros que la auxiliaron ante los desgarros que sufrió, pues denunciar o si quiera hablar de ellos les significaría la muerte.
Historias como la de Laura se repitieron en todo el país, todos los días, dejando cicatrices profundas en la sociedad salvadoreña. Hay millones de ejemplos desgarradores de la realidad que enfrentamos: cada salvadoreño tiene un familiar muerto o exiliado, un amigo que pagaba extorsiones o una familiar que fue violada, herida, atacada, obligada o acosada, entre otros miles de adjetivos que podría utilizar, todos en medio de actos bárbaros y propios de vivir en “The Purge” (noche de expiación), la saga de televisión donde matar se permite por una noche, con la diferencia de que aquí la purga duró más de 30 años. Estas historias son un llamado de atención urgente, un llamado a la solidaridad global.
La violencia y la extrema crueldad de las pandillas era cotidiana y no hay familia salvadoreña que hubiera podido escapar a este imperio del terror. Casi el 80 por ciento de las órdenes de ejecución (homicidios, ajustes de cuentas, extorsiones) provenían de las cárceles. Estos centros de detención se convirtieron en centros de logística y reorganización de las pandillas. Allí, los criminales tenían todo: drogas, prostitutas, mujeres que iban obligadas por los que estaban afuera a dar servicios sexuales dentro de las cárceles, incluso, mujeres obligadas a tener y cuidar sus hijos.
Dicen que cuando se pone más oscuro es cuando al fin va a amanecer. En medio de esta oscuridad, ha surgido un líder audaz y comprometido: el presidente Nayib Bukele. Desde el inicio de su mandato, el presidente Bukele ha puesto la seguridad y el bienestar de su pueblo en el centro de su agenda. Su discurso inaugural de los Juegos Centroamericanos fue un grito de esperanza y un llamado a la acción. En sus propias palabras, invitó a los medios internacionales a salir a las calles de El Salvador y preguntar a la gente común sobre la realidad que viven, en lugar de confiar en las opiniones sesgadas de aquellos que hablan desde lejos sin conocer la situación en profundidad.
Las palabras del presidente Bukele resonaron en todo el mundo, despertando una chispa de esperanza y el orgullo que hoy sienten los salvadoreños de su patria. Su enfoque en la seguridad pública y el combate a las pandillas se tradujo en acciones concretas, como la implementación del Plan Control Territorial. Este plan integral ha buscado recuperar los territorios dominados por las maras y abordar las fuentes de financiamiento de las pandillas, así como la reconstrucción del tejido social y comunitario. Pero eso no es todo. El presidente entendió que no se puede erradicar el problema sin atacar sus causas fundamentales. Sin embargo, este proceso de transformación no ha estado exento de desafíos y críticas, como si hacer un cambio de 180 grados fuera muy fácil.
La lucha contra las pandillas ha requerido medidas enérgicas y acciones contundentes, algunas de las cuales han sido objeto de preocupación por parte de defensores de los derechos humanos y organizaciones internacionales.
Para mí, que lo he visto de cerca, es importante destacar que el Gobierno salvadoreño reconoce la importancia de garantizar el respeto de los derechos fundamentales en todo momento.
El enfoque integral ha logrado avances significativos en la lucha contra la violencia en El Salvador. Los índices de homicidios han disminuido drásticamente y la percepción de seguridad en la población se ha fortalecido. Los salvadoreños ahora pueden volver a salir a las calles sin miedo.
El presidente invitó a los colombianos de bien a venir, conocer, invertir, palpar por sí mismos esta realidad. Colombia y El Salvador son pueblos hermanos; muestra de ello es la inversión en la banca, los seguros, laboratorios farmacéuticos, turismo, aerolíneas, importaciones de alimentos y ropa, entre otros sectores productivos.
Pero eso sí, y que quede claro de una vez por todas, de esta invitación están excluidos los grupos delincuenciales que han pretendido aparecer como “financieras”, utilizando un sistema de préstamos gota a gota. Al respecto, informó el fiscal general que serán juzgados como organizaciones de crimen organizado, pues ya hay más de 3.000 denuncias por extorsión que explican que los llamados “préstamos” son orquestados por un grupo perfectamente organizado, en el que se cobra una “renta” disfrazada de intereses hasta del 20 por ciento mensual, con los mismos móviles y métodos utilizados por las pandillas de los que algunos colombianos forman parte, según las autoridades.
La estrategia del presidente Bukele no se ha limitado solo a la seguridad pública, sino que también ha abarcado la reconstrucción del tejido social y comunitario. Se han implementado programas de desarrollo social para brindar oportunidades y esperanza a los más vulnerables. El enfoque integral reconoce que la violencia no puede ser erradicada solo con medidas punitivas, sino que también se necesita abordar las causas estructurales que generan desigualdad y exclusión.
A pesar de los avances logrados, es fundamental reconocer que aún queda mucho por hacer. El camino hacia la paz duradera y la plena garantía de los derechos humanos es largo y requiere el compromiso de toda la sociedad. Es necesario fortalecer las instituciones, promover la educación y la cultura de paz, así como fomentar la participación ciudadana activa. El Salvador necesita el apoyo y la solidaridad de la comunidad internacional para consolidar estos avances y garantizar un futuro de esperanza y oportunidades para todos los salvadoreños. Quizá un futuro de esperanza para muchos más países que hoy sufren de organizaciones que violan de una y mil formas sus derechos humanos, mientras los Gobiernos parecen permanecer ciegos o con miedo a actuar.
Es importante recordar que los conflictos en la historia de la humanidad siempre se han medido con sangre: la guerra de Corea (2,9 millones de muertos), el genocidio de Camboya (2 millones), la guerra civil de Nigeria (2 millones), la guerra de Vietnam (2 millones), la guerra civil del sur de Sudán (2 millones), la invasión india a Bangladesh (1,5 millones), la guerra civil de Rusia (1,3 millones), la guerra civil española (1,2 millones), el genocidio armenio (1 millón), las luchas entre musulmanes e hindúes en la India (800.000), el genocidio de Ruanda (600.000), la guerra entre Etiopía y Eritrea (545.000) y la guerra Irán-Iraq (400.000), sin contar las dos guerras mundiales. En El Salvador llevamos más de 400 días sin homicidios.
Así me resulta llamativo el hecho de que la CIDH y muchas ONG no centren su trabajo en ayudar a construir confianza social e integrar mesas de trabajo permanentes de ayuda a las víctimas de las pandillas: mujeres, niños y familias enteras que aún tienen miedo. La ayuda psicológica después de un trauma de tal magnitud es vital; el trabajo en recuperar la confianza debe ser la prioridad frente a aquellos despojados, amedrentados y aún muy asustados ciudadanos. Necesitamos que los organismos de derechos humanos internacionales construyan y apoyen a los Estados, para eso fueron creados, no para recriminar basados en publicaciones en redes sociales.
El Salvador ha emprendido un camino valiente hacia la transformación y la superación de la violencia que ha azotado a su pueblo durante décadas. Bajo el liderazgo del presidente Nayib Bukele, se ha puesto en marcha una estrategia integral que aborda tanto las consecuencias inmediatas como las causas subyacentes de la violencia.
Los avances alcanzados hasta ahora son evidentes, pero la lucha aún continúa. Ahora más que nunca, El Salvador necesita el apoyo de toda la sociedad, los empresarios, las Iglesias, toda la población está llamada a apoyar y la solidaridad de la comunidad internacional para construir un futuro seguro y próspero para todos los salvadoreños. La hora de actuar es ahora. Para terminar, los invito a poner dentro de sus sitios turísticos por conocer a El Salvador, van a quedar gratamente sorprendidos y me van a dar las gracias por darles esta recomendación. Los esperamos.