“Terminamos el año sin ninguna denuncia de corrupción, el mundo volvió a confiar en Brasil y el sesgo ideológico dejó de existir en nuestras relaciones comerciales internacionales”. Con esta frase Jair Bolsonaro despidió 2019 y calificó su primer año de mandato como “victorioso”. El presidente brasileño no escatimó en autoreconocimientos: “los números positivos de la economía, el crecimiento de turistas, el éxito del sector agropecuario y la libertad económica demuestran que todo marcha bien”, insistió. Pero las cifras dicen lo contrario. 

La última encuesta de la empresa Datafolha no deja bien parado al mandatario. El boom de la ultraderecha en Brasil se desinfló tan rápido como creció. Bolsonaro arrancó en enero del año pasado con una popularidad del 49 por ciento. Hoy solo 29 por ciento de los brasileños apoya su gestión, mientras 36 por ciento considera que las cosas van por mal camino. Sus más fieles votantes desconocen estas y otras encuestas, bajo el argumento de que las financian la oposición y grupos guerrilleros del exterior. Bolsonaro llegó al poder en uno de los momentos más convulsionados de la política brasileña. El Congreso acababa de destituir a Dilma Rousseff, la sucesora de Luiz Inácio Lula da Silva, y la operación “Lava Jato” destapaba las manzanas podridas de la corrupción del gobierno anterior. Muchos del Partido de los Trabajadores, incluido Lula, cayeron en ese escándalo. El juez Sergio Moro y a su lado Bolsonaro y su grupo aparecían como los abanderados de la pulcritud y las buenas prácticas. 

Hace menos de tres meses, los seguidores de Lula celebraban que un juez determinó su inocencia en el caso Lava Jato. Sin embargo, un tribunal apeló la sentencia que podría devolverlo por 17 años a la cárcel. Bolsonaro recogió a los desencantados. Prometía orden, perseguir con mano dura al hampa y a los corruptos, permitir a la gente portar armas para defenderse y darle un viro económico total a un país aquejado por la crisis de 2014. Era una carta polémica pero esperanzadora para quienes ya no creían en el movimiento sindical y, como las iglesias evangélicas, consideraban que el PT y los partidos marxistas rompían los valores familiares y las buenas costumbres. 

Por eso, el primer año de Bolsonaro en el poder supuso una ruptura drástica en la política de Brasil. Pero, como le dijo  Oliver Stuenkel, profesor de Relaciones internacionales de la Fundación Getúlio Vargas, a France 2, “ahora hay dos cuestiones importantes: si tiene base suficiente para gobernar y si representa una amenaza para la democracia”.  Reforma pensional en Brasil Por el lado económico, muchos analistas califican la reforma pensional como su más grande logro del año. Tanto las bolsas como los empresarios internacionales recuperaron su confianza en el gigante sudamericano y, con ella, sus deseos de invertir. A la reforma, aunque impopular, la aplaudieron muchos sectores y analistas que ven en ella una forma de sanear las aporreadas finanzas del Estado brasileño. 

Tres millones de personas protestaron contra la reforma pensional. Sin embargo, el Congreso la aprobó con algunos cambios. Los ciudadanos de los barrios más pobres de Brasil han difundido videos por redes sociales en los que se ven grupos de encapuchados, que se autodenominan los abanderados de la ley y el orden. Estos personajes de gatillo fácil amedrentan a la población. La gente dice que el Gobierno los respalda. El nuevo modelo unificó la edad mínima de jubilación en 65 años para los hombres y 62 para las mujeres, más un tiempo mínimo de contribución de 20 y 15 años, respectivamente. Antes de eso, Brasil era uno de los pocos países en el mundo en donde mediante múltiples regímenes las personas podían jubilarse antes de los 50 años y hasta recibían pensiones honorarias. El gobierno de Bolsonaro prometió que esta reforma le ahorraría al Estado 300.000 millones de dólares en diez años.  Una economía privatizada Por otro lado el ministro de economía Paulo Guedes,  un típico exponente de la escuela de Chicago, adelanta el mayor paquete de privatizaciones en la historia de Brasil. Los empresarios no quieren quedarse por fuera. Para muchos, Guedes es el poder a la sombra de un presidente que ha reconocido su ignorancia en esos temas.  

Sin embargo, la economía no se ha recuperado tanto no como la dupla Bolsonaro-Guedes afirma ni como la gente esperaba. A principios del año pasado, los analistas creían que Brasil iba a crecer al 2,5 por ciento. Sin embargo, cerró el año al 1 por ciento, mientras los desempleados aumentaron de 7,6 millones en 2012 a 13,4 millones este año. Por si fuera poco, el Financial Times cuestionó a comienzos de diciembre la veracidad de los datos macroeconómicos expuestos por el ejecutivo, al que señaló de maquillar las cifras.

Para muchos, el ministro de Economía, Paulo Guedes, mueve los hilos de la política brasileña. Se considera a sí mismo un neoliberal acérrimo. Sus otras propuestas están embolatadas en el tire y afloje con el Poder Legislativo y la fuerza ciudadana. Por ahora la oposición ha logrado frenar el debatido proyecto de ley que permitiría acceder a las armas a todos los brasileños mayores de edad, sin mayores requisitos. También la “licencia para matar” ladrones, los “campos de concentración” para refugiados venezolanos, y la iniciativa de tipificar como terrorismo la invasión de la propiedad privada de los terratenientes y reducir los resguardos indígenas. Todas perdieron su pulso.

Sin embargo, ciertas medidas superaron el rechazo y se impusieron en detrimento de los grupos minoritarios del país. Es el caso, por ejemplo, de la comunidad LGBTI que ha tenido que soportar el abrumador aumento de ataques de odio de algunos de sus seguidores. Activistas de la comunidad criticaron la reforma en el currículo estudiantil que busca, según el Ministerio de Educación, “combatir el adoctrinamiento homosexual y la sexualización precoz en los niños.” Bolsonaro asegura que gracias a ese discurso, de “orden y progreso”, (el lema del escudo nacional) y a las políticas de seguridad que el Congreso le ha aprobado logró reducir los homicidios en un 22 por ciento. Pero, de nuevo, los expertos en seguridad piensan otra cosa. Muchos de ellos señalan que la menor violencia tiene que ver más con el aumento de milicias y grupos paramilitares en las favelas de las grandes ciudades, que con un programa del Gobierno. El crimen organizado, representado por grupos neofascistas y de ultraderecha, ha creado una atmósfera de tensa calma en los barrios. Pero en realidad cunde el pánico.  El Consejo Nacional de Derechos Humanos denunció hace poco que Bolsonaro y su gabinete violaron más de 36 veces el programa de derechos, instituido por ley en 2009. Y Humans Rights Watch aseguró a finales de la semana pasada que Brasil es uno de los países en mayor riesgo de perder su democracia. Las amenazas de Bolsonaro a la prensa, al Tribunal Supremo, a la Orden de Abogados de Brasil, a los opositores y la militarización de las ciudades así lo demuestran. 

Política medioambiental También su política medioambiental y su muy criticada gestión durante los incendios en la Amazonía dejan mucho que desear. El mandatario no solo se demoró semanas en informar a la comunidad internacional sobre lo que estaba sucediendo en las selvas amazónicas, sino que subestimó el impacto. De hecho, bromeó sobre el asunto y dijo que por fin podría construir resorts y explotar turísticamente las “riquezas naturales de Brasil”.  Por todo eso, el profesor Ruy Gomes Braga, uno de los más reconocidos sociólogos de Brasil,  le dijo a SEMANA que Bolsonaro es la peor amenaza para el sistema democrático desde que terminó la dictadura militar de finales de siglo XX. 

Bolsonaro no cree en la crisis climática y estigmatiza frecuentemente a los activistas. En 2019 hubo 40.000 incendios más en la Amazonia que en el año anterior. “Bolsonaro es un político históricamente vinculado a las milicias cariocas. Toda su familia está compuesta por políticos de la ‘milicia’. El principal asesor de la familia Bolsonaro, el secretario Queiroz, es el jefe de la poderosa milicia das Pedras de Río. Ronie Lessa, confesa asesina de la diputada Marielle Franco, es vecina de Bolsonaro. Es natural que la llegada de este grupo de milicianos a la presidencia fortalezca a los paramilitares y socave el Estado de derecho”, concluye su desalentador balance. Hace seis meses, cuando SEMANA le pregunto a varios analistas sobre el futuro de Brasil, las respuestas era mayoritariamente apocalípticas. Hoy las cosas no han cambiado un ápice.