El 22 de mayo de 1960 fue un día nefasto para Chile. El terremoto de mayor intensidad jamás registrado en el mundo azotó sin piedad la región de Valdivia (9,5 en la escala de Richter). Pero no ha sido el único pues Chile, situado en el 'Cinturón de Fuego del Pacífico' es el segundo país con el riesgo más grande en materia de desastres naturales de esta índole. El último episodio tuvo lugar durante la noche del miércoles y este jueves ha transcurrido entre un vaivén de réplicas y el triste conteo de quienes perdieron la vida a causa del terremoto. Por el momento han fallecido 10 personas. Semana.com habló con algunos testigos que estuvieron en Chile durante el desastre. Pablo: “Para emborracharse la gente pide ‘la réplica’” Pablo Lonza es chileno, vive en Iquique pero por casualidad está en Santiago desde hace unos días. Desde ahí habló por teléfono con Semana.com. “En este momento estoy en la calle en Santiago, a 200 km de donde ocurrió un sismo fuertísimo y la verdad es que todo está un poco más lento de lo normal, pero nada del otro mundo. Chile es un país con mucha cultura sísmica”, cuenta este periodista deportivo, el mediodía del jueves. “Lo único es que hoy empiezan las fiestas patrias”, precisa Pablo, y agrega que “los servicios públicos y las empresas grandes dejaron la tarde libre y el contexto no es totalmente normal, la gente está más exaltada que de costumbre”. El chileno cuenta que el terremoto de 1985 marcó un hito en la historia del país y fue el punto de quiebre en la cultura sísmica. Desde ahí se comenzó a reglamentar en materia de construcción y seguridad. Actualmente les enseñan todos los protocolos a seguir en caso de terremoto a los niños en el colegio. “Hay que estar preparados, si no estamos preparados nos morimos”, puntualiza Pablo, y añade que hay más de 2.000 kilómetros de costa en Chile y que todo es sujeto a tsunami, por eso el país se ha ido equipando para enfrentar estas amenazas naturales. Pablo recuerda el terremoto del 2010 y dice: “Ese año compré una tele de pantalla LSD, de esas que en esa época todavía eran carísimas y durante todo el temblor estaba preocupadísimo por la tele. Pero no le pasó nada, no se rompió ni un vaso… sólo se agrietó un poco el techo y la puerta se dañó. Entonces este año apenas se empezó a sacudir el cuarto trabé directamente la puerta para poder salir en caso de emergencia”. “Desde el terremoto del 2010 se han mejorado mucho las comunicaciones, estuve mirando el celular y hablando con mi familia por WhatsApp durante todo el episodio y funcionaba perfectamente. La luz también estaba intacta”, precisa Pablo. “Y el edificio, como muchos otros en Chile, es antisísmico; eso sí, se movía mucho, como una batidora. Estaba en el piso 18 y era como esos juegos en las ferias que te dan vueltas”. Pablo sigue caminando por las calles de Santiago, y antes de tomar el metro cuenta un detalle sobre las fiestas nacionales. “La gente está lista para celebrar y lo curioso es que nos tomamos todo esto con mucho humor. Hay una bebida típica que se llama ‘terremoto’, te emborracha rapidísimo y la cabeza te retumba. Es un vino muy dulce que se sirve con helado de piña y granadina en un jarro típico de Las Fondas, que son las fiestas nacionales. Cuando la gente se quiere emborrachar más pide ‘la réplica’, que se sirve en un vaso más pequeño”. La diferencia entre la reacción de los locales y de los extranjeros siempre llama la atención. "Entre los chilenos sorprende el nivel de calma, la gente está asustada, pero calmada. Los extranjeros, en cambio, tienen reacciones muy curiosas. Un señor asiático que vive en mi edificio estaba asustadísimo y no sabía qué hacer, tanto que pasó todo el terremoto en el ascensor”, dijo. Raphael: “la ola debería llegar dentro de poco” Raphael Baraniak es francés y lleva siete meses viviendo en Santiago de Chile. A las 8:00 p. m. del miércoles comienza el primer sacudón. El edificio se mueve tan fuerte que Raphael ni siquiera puede pararse y caminar por el apartamento -ni hablar de dirigirse hacia la puerta-. Entonces decide anclarse a la cama esperando que pase el temblor. Por la ventana ve cómo el agua de la piscina se sale a borbotones. Son las 9:00 p. m., ya amainó la primera oleada y Raphael puede por fin salir a la calle. Una vez afuera, observa con estupor cómo la gente está mucho más tranquila de lo esperado. Al parecer están relativamente acostumbrados y el mayor temor es por lo que pueda pasar en Viña del Mar. “En Viña del Mar están en alerta de tsunami. La ola debería llegar dentro de poco”, contó inquieto Raphael. Cuando el francés habló con Semana.com eran las 9:30 p. m., había réplicas cada 30 minutos y Chile entero estaba cubierto por un velo de incertidumbre. Santiago queda cerca de la ciudad costera y muchos de los habitantes de la capital tienen familia y amigos allá. El jueves es día de fiesta nacional. Raphael está en un asado de celebración. Los asistentes discuten entre risas y preocupación al vaivén de la música, de las chispas que salen del asador y de las réplicas del terremoto que siguen llegando intermitentes. Juan: “Acá es normal, pareciera” Juan Bochini, por su parte, es un ingeniero argentino que vive en Santiago desde hace unos meses. A las 8:00 p. m. estaba en su oficina en la región oriente de la ciudad. Juan vio cómo las lámparas se tambaleaban con fuerza y estaba dividido entre el miedo y la fascinación. El joven cuenta que algo parecido les pasó a los peruanos y a los colombianos que trabajan con él. En cuanto a los chilenos, algunos se escondieron bajo las mesas en un gesto experto mientras que otros salieron a tomar fotos de cómo se lo tomaban los extranjeros. “Es un tema recurrente en la oficina, las bromas a los extranjeros que no están acostumbrados a los temblores”, cuenta Juan. “Yo veía a mis compañeros chilenos campantes y les decía: ¡Cómo podés estar tan tranquilo, boludo, si se está moviendo la tierra debajo de ti!” “Pero lo más sorprendente”, añade, “es que evacuamos los edificios, nos fuimos a nuestras casas y a los 15 minutos ya estaba funcionando todo de vuelta”. “Si hasta pedí un domicilio y me trajeron comida a la casa”, señala asombrado, “en Buenos Aires si llegase a pasar algo así probablemente no habría servicio hasta dentro de 48 horas. Acá es normal, pareciera.”