Jill Biden cuenta que a su marido le gusta recordar que le pidió cinco veces matrimonio antes de que ella le dijera que sí. La verdad, confesó, es que lo amó desde aquella primera cita a ciegas que les organizó Frank Biden, hermano de Joe y quien la conoció en la universidad. Era mayo de 1975 y ambos llegaban con el corazón roto. A los 24 años, ella, nacida en Nueva Jersey y criada en Pensilvania, atravesaba por el amargo divorcio de Bill Stevenson. Jill pedía la mitad del Stone Balloon, célebre bar universitario del país fundado por él en Newark, Delaware, y la corte no le dio la razón.
Más graves eran las razones de la congoja de Biden, nueve años mayor que Jill, quien reconoció en él a un auténtico caballero por sus modales. En 1972, el político había experimentado lo generoso y cruel que puede ser a la vez el destino: en noviembre, sin fondos y con un staff conformado solo por parientes, ganaba su curul en el Senado por Delaware. Se convertía en uno de los cinco miembros más jóvenes en la historia de la Cámara Alta y si a alguien le debía el triunfo era a su esposa Neilia, cerebro de la campaña.
A las seis semanas, estaba en Washing-ton conformando su equipo cuando recibió la noticia de que, conduciendo a casa, luego de comprar un árbol de Navidad junto con sus niños (Beau, Hunter y Naomi), Neilia chocó con una tractomula. Incluso hoy, cada vez que ve unos bomberos, Biden los saluda, pues ellos los rescataron ese día. Sin embargo, su esposa y Naomi murieron en el hospital, en tanto que Beau y Hunter sufrieron heridas considerables. Biden quiso suicidarse, pero concluyó que eso acrecentaría la desgracia de Beau y Hunter. Renunciar al Senado tampoco era una opción, pues el mejor modo de honrar a Neilia era seguir adelante. Así, el 6 de enero de 1973, medios de todo el país registraban la posesión del congresista en la habitación de hospital en el que los niños se recuperaban.
La prensa, así mismo, hacía eco del viaje de ida y regreso que emprendía a diario entre su ciudad de residencia, Wilmington, Delaware, y Washington. Eran cuatro horas de recorrido en tren, pero valían la pena, pues así podía ver siempre a sus pequeños. Jill pronto se encariñó con Beau y Hunter. De hecho, fue de ellos la idea de que su padre le pidiera matrimonio, que tuvo lugar en Nueva York en 1977 y dio comienzo a unos años felices.
En 1981, la familia se completó con la llegada de Ashley, mientras que Jill, educadora como Neilia, obtuvo su máster en inglés, asignatura que no ha dejado de enseñar. “Ser maestra no es lo que hago, es lo que soy”, afirma, y por eso no se alejó de las aulas en sus dos periodos como segunda dama de Estados Unidos, algo nunca visto. Ahora tampoco piensa hacerlo y, si lo cumple, será la primera esposa de un presidente en tener un trabajo fuera de palacio.
La carrera de su marido seguía en ascenso. El antes niño tartamudo, hijo de un vendedor de autos usados, nada descollante en clase pero sí en los deportes, brillaba ahora como orador y era recordado por conquistar para los demócratas un viejo feudo republicano en 1969. A pesar de bemoles como oponerse al programa para la desegregación racial en los colegios, en 1987 consideró que tenía capital político suficiente para aspirar a la presidencia. Las perspectivas eran excelentes, pero todo se derrumbó a raíz de acusaciones de plagio.
Igualmente, quedó mal al sostener que se graduó con honores, lo cual no era cierto. Al año siguiente, Biden se salvaba de morir de dos aneurismas. Una muestra de la influencia de Jill sobre su esposo se dio en 2004, cuando se opuso a que se postulara a la presidencia. En una reunión sobre el tema, irrumpió vestida con un traje de baño estampado con la palabra no. Pero ese año George W. Bush fue reelegido y continuó con la guerra de Irak, contra la cual estaba Jill. Debido a ello, como le contó a la periodista Michele Norris, alentó a Joe a lanzarse en 2008: “Me vestí de negro una semana. No podía creer que Bush hubiera ganado, porque las cosas estaban muy mal”.
No obstante, Barack Obama le ganó la candidatura demócrata en las siguientes elecciones, pero escogió a Biden como su fórmula vicepresidencial. Resultó ser una alianza ganadora en dos elecciones y surgió una cálida amistad entre las familias. En la Convención Demócrata de 2008, un atractivo orador hizo llorar al recordar el siniestro que estremeció su infancia. Era Beau Biden, fiscal general de Delaware; aunque estaba de licencia porque también era militar y combatía en Irak, contra los deseos de su padre. En 2015, cuando se alistaba para competir por la gobernación del estado, un cáncer de cerebro lo mató. Joe Biden confiesa que la impronta de la desgracia, “no se va nunca”, lo dejó sin valor para volver a acariciar el sueño de la Casa Blanca. Su esposa admite que la pérdida le cambió la vida, pero aun así consideró una pena que Joe no diera la pelea por el cargo. Ahora sus deseos son más que una realidad.
De su primera familia, a Biden le queda Hunter, abogado, de quien publicaciones como The Hill aseguran que se ha aprovechado de su apellido para apuntalar su carrera y que está relacionado con personas de dudosa ortografía. De 2014 a 2019 perteneció a la junta directiva de Burisma, principal productora de gas de Ucrania, que terminó siendo sospechosa de corrupción. Como encargado de la política de Estados Unidos frente a ese país, Joe Biden solicitó que el fiscal que investigaba el caso fuera retirado si Ucrania quería asistencia al respecto. Durante la reciente campaña, Donald Trump lo acusó de usar su posición para evitar que se descubrieran supuestos manejos ilegales de Hunter en Burisma aún no demostrados. Tal fue el talón de Aquiles de Biden en la contienda. Hunter ha sido el niño problema de la familia por sus adicciones a las drogas y el alcohol. Los trumpistas se valieron de ello para enlodarlo, al punto de denunciarlo ante el FBI de almacenar pornografía infantil en un supuesto laptop de su propiedad obtenido en el taller donde lo reparaban. Se rumora que para evitar el alboroto, Joe y Jill bendijeron públicamente la relación amorosa entre Hunter y Hallie, la viuda de Beau, que duró hasta 2018, cuando tuvo un hijo con una stripper.
El año pasado, solo seis días después de conocerla, se casaba con Melissa Cohen, madre del bebé que causó sensación el día de la victoria. Tan discreta como Jill es su hija Ashley, aunque tampoco está exenta de escándalos. Enfocada hoy en el trabajo social, hace unos años el New York Post contó que era una party girl (jovencita rumbera) y reportó la existencia de un video en el que aparecía aspirando cocaína. Nat Berman, su compañero en Tulane University, asegura que una vez le pagó la fianza tras su arresto por posesión de marihuana. En fin, en todos los hogares siempre hay cosas que lamentar.
Lo cierto es que el arribo de los Biden marca el regreso a la Casa Blanca de una familia católica (lo que no pasaba desde la época de los Kennedy) y más apegada a los valores de la clase media, como la superación a pulso, tan costosa para los gringos y opuesta a los aires de grandeza, ostentación y violentas intrigas del clan Trump.