Siempre rondará por el palacio de Windsor el fantasma de Diana, la mujer amada por todos, menos por su esposo. La fallecida le arrebató el cariño del pueblo cuando reveló que el entonces príncipe la engañaba con Camilla.
Ahora el multimillonario Carlos III, un arrogante sibarita que lidera causas nobles, no solo tendrá que reconquistar el aprecio de los británicos, también estará obligado a cambiar viejas costumbres para consolidar la corona.
Su vida palaciega, sus desplazamientos en yates lujosos, su numeroso séquito y algunos de sus gestos, como pedir ayudas para familias desprotegidas en una gala benéfica, encaramado en lo alto de un trono dorado, proporcionan argumentos a quienes le cuestionan.
Aunque Gran Bretaña se enorgullezca de vivir apegada a sus tradiciones y las encuestas arrojen que alrededor del 70 por ciento aprueba la monarquía, para el nuevo soberano no será fácil sustituir a una reina que logró la proeza de ser respetada y admirada por sus súbditos durante siete décadas. Pero son otros los tiempos. Le tocará lidiar con redes sociales que todo lo escrutan, instituciones que parecían intocables y hoy están desacreditadas, y no podrá desdeñar el clamor social que exige transparencia.
Precisamente la fortuna real, la mayor entre las monarquías europeas, calculada en unos 27.000 millones de dólares, es uno de los secretos que aún se resisten a revelar por completo. Solo el nuevo rey acumula en sus cuentas unos 1.000 millones de dólares, según medios ingleses.
Cabría abonarle a Carlos III que no todo ha sido heredado. Mientras su mamá siempre delegó la gestión de sus bienes, él prefirió tomar las riendas de sus finanzas en cuanto asumió el título de príncipe de Gales. Formó un potente equipo de más de un centenar de profesionales y logró doblar su portafolio. Posee y arrienda cientos de apartamentos en Londres y otras localidades, así como unas 50.000 hectáreas de tierras. También es dueño de acciones en distintas compañías.
Pero en su contra figura engordar sus fondos cuando los gobiernos ingleses apretaban el cinturón a la ciudadanía en la crisis económica de 2008, y mantener algunas de sus inversiones en paraísos fiscales caribeños.
El pago a la Hacienda pública es otro de los puntos negros. Mientras sus súbditos deben cancelar el 40 por ciento de impuestos de sucesión, su herencia no tiene la obligación de pagar un penique. Si lo hace, será de manera voluntaria, como cuando en 1992, siendo príncipe de Gales, decidió, junto a la reina, cotizar a Hacienda, pero la cifra es un misterio. El cambio de actitud lo impulsó el incendio accidental del castillo de Windsor, residencia oficial de la soberana.
Por una lámpara que quemó una cortina, ardieron numerosas dependencias y al conocerse que las reparaciones requerirían unas cifras astronómicas, que debería asumir el Estado, la opinión pública se enfureció por el nulo aporte de la Casa real al erario. Ni siquiera costeaban sus gastos. En ese momento anunciaron que pagarían impuestos.
Al margen de sus negocios, Carlos III también ingresa jugosas cifras por el Crown Estate (subvención soberana), un conglomerado de propiedades inmobiliarias y fincas que han pertenecido a la corona y arrojan cuantiosos beneficios. El 25 por ciento de las ganancias totales son para la familia real, en distintas proporciones, según el rango de cada uno, y los destinan a cubrir los gastos de viajes, residencias y personal. Según Forbes, en 2020 la cantidad ascendió a 101 millones de dólares. De ellos, Carlos recibió 28 millones, mientras que a su hijo Guillermo le correspondieron 4.
Hombre de contrastes, promueve reciclar la ropa para no generar desechos que la naturaleza no absorbe y él mismo da ejemplo, pero puede cambiarse cinco veces de pinta al día y despilfarra en gustos exquisitos. Alquiló el yate Leander de superlujo, con 24 tripulantes, para una gira oficial, con Camilla, por países caribeños miembros de la Commonwealth.
En otra ocasión voló a Nueva York, con un séquito de 20 personas, en un Airbus fletado, con habitación y baño con ducha a bordo, solo para recoger un premio. A partir del martes, cuando concluyan las solemnes despedidas a su madre, comenzará una era diferente para la corona británica. Carlos III tendrá el reto de garantizar su permanencia.