Ninguna sorpresa. Nicaragua celebrará el domingo unas elecciones en las que el presidente Daniel Ortega, con sus rivales presos o exiliados, se apresta a confirmar su cuarto mandato consecutivo tras 14 años en el poder, bajo el riesgo de que parte de la comunidad internacional no lo reconozca.
Tres años y medio después de las protestas que exigían su renuncia y cuya represión dejó más de 300 muertos, Ortega, que cumple 76 años en una semana, tiene seguro otro gobierno de cinco años con su esposa Rosario Murillo (70), a quien llama “copresidenta”, a la cabeza del exguerrillero Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN, izquierda).
En las calles nadie lo duda. Ortega se enfrenta a cinco candidatos desconocidos y señalados de colaborar con el gobierno, tras el arresto de siete aspirantes presidenciales y la anulación de tres partidos opositores, en una ofensiva que desde junio encarceló a 39 políticos, empresarios, campesinos, estudiantes y periodistas.
El “pacto del diablo”
Ortega gobernó Nicaragua en los años 1980, en medio de una guerra civil con grupos insurgentes patrocinados por Estados Unidos, tras el triunfo de la revolución liderada por el izquierdista Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que derrocó al dictador Anastasio Somoza en 1979.
Derrotado en las urnas en 1990 por Violeta Barrios de Chamorro, Ortega condujo la transformación del FSLN por 17 años desde la oposición y negoció en 1999 un pacto con el expresidente liberal Arnoldo Alemán (1997-2002) para repartirse cuotas de poder en todas las instituciones del Estado. Un “pacto del diablo”, le ha llamado el célebre escritor nicaragüense Sergio Ramírez, en el exilio en Madrid.
El pacto propició la vuelta de Ortega al poder en 2007, cuando ganó las elecciones e impulsó una política de izquierda pragmática, negoció con organismos financieros y, contrario a los años 1980, tuvo una alianza con los grandes empresarios y relación comercial con Estados Unidos.
La “no competencia electoral”
El FSLN asumió gradualmente en solitario el control del Estado. Ortega fue reelecto en 2011 al amparo de un cuestionado fallo judicial de 2009 que declaró inaplicable solo para él la prohibición constitucional de la reelección sucesiva. En 2014, se aprobó otra polémica reforma constitucional que avaló la reelección presidencial indefinida.
Las reformas “incorporaron reglas que restringen la competencia electoral y el ejercicio de los derechos políticos” de los nicaragüenses, señaló un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ortega fue reelecto en 2016 en unas elecciones sin rivales de peso y marcadas por un alto abstencionismo.
En medio de una gradual pérdida del caudal electoral del FSLN, se aprobaron reformas que bajaron el tope exigido para ganar una elección y ahora gana el candidato con el “mayor número de votos válidos”.
La “copresidencia”
El control de Ortega sobre las instituciones del Estado ahora es total: Ejército, Policía, Congreso, Consejo Supremo Electoral, Poder Judicial y Fiscalía. “Todos los poderes están alineados con el Ejecutivo, por lo que no representan límites para el ejercicio del poder ni impiden las arbitrariedades”, según la CIDH. Al mismo tiempo, Ortega extendió la influencia de su familia. Los opositores lo acusan de nepotismo. Su esposa Rosario Murillo fue primero su portavoz oficial y desde 2017 su vicepresidenta.
“Aquí tenemos dos presidentes porque respetamos el principio de 50-50, o sea aquí tenemos una copresidencia con la compañera Rosario”, dijo Ortega recientemente en un acto público. Sus hijos son dueños o dirigen medios de comunicación oficialistas y algunos ocupan cargos públicos.
La “olla” que explotó
En medio de la caída de la ayuda de Venezuela, de unos 4.800 millones de dólares entre 2007 y 2016, y el descontento de parte de la población por actos de corrupción y abuso de poder, en abril de 2018 estalló una ola de protestas estudiantiles, cuyo detonante fue una reforma a la seguridad social.
“Explotó la olla que venía acumulando vapor incendiario fruto de un malestar que no encabezaban ni los políticos ni los partidos tradicionales. Abril de 2018 fue una chispa que prendió un combustible que se venía juntando por años”, afirmó el sociólogo Oscar René Vargas, exiliado en Costa Rica. El movimiento se extendió y exigió la renuncia de Ortega. Por unos cinco meses el país estuvo semiparalizado con bloqueos de carreteras. La represión, en la que participaron grupos paramilitares, dejó al menos 328 muertos, según la CIDH.
La protestas, que rompieron la alianza de Ortega con los empresarios y la Iglesia católica, fueron consideradas por el gobierno como un “intento de golpe de Estado”, apoyado por Washington.
La “inmovilización”
Fracasado un diálogo entre gobierno y oposición, y aplastadas las protestas, hubo capturas selectivas. A fines de 2020 el gobierno dictó leyes sobre “agentes extranjeros”, defensa de soberanía y “ciberdelitos”, que imponen duras penas de cárcel a acusados de “traición a la patria”, “lavado de activos”, a quienes promuevan sanciones contra el país o difundan “noticias falsas” según su criterio.
Bajo esas leyes, 39 personas fueron detenidas desde junio: siete aspirantes presidenciales, activistas políticos y sociales, empresarios y periodistas. Washington y la Unión Europea respondieron imponiendo sanciones contra familiares y allegados de Ortega. Más de 100.000 personas han salido al exilio desde 2018 y hay más de 150 detenidos.
“Con la fuerza bruta, logró inmovilizar a la población. No hay democracia. Estamos casi en un callejón sin salida”, afirmó en Managua a la AFP la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), Vilma Núñez.