Solo seis días antes de la trágica noticia, la prensa destacaba en primera plana cómo el rey Jorge VI despedía en persona a su hija, la princesa Isabel, heredera al trono, y su esposo Felipe, en su partida hacia una gira por Australia y Nueva Zelanda.

Antes, hicieron una escala en Kenia, donde se alojaron en Sagana Lodge, una residencia en las estribaciones del monte Kenia, que el país les había dado como regalo de bodas, en 1947. Allí permanecerían durante algunos días mientras se hacían arreglos para seguir rumbo a Mombasa, donde tomarían un barco para Australia.

Mientras tanto, Isabel y Felipe se dedicaron a descansar y disfrutar de los paisajes y bellos amaneceres, pero toda esa tranquilidad se interrumpió abruptamente con lo que comenzó como un runrún.

En la mañana del 6 de febrero llegó a Sagana Lodge la voz de que los periodistas que acompañaban a la pareja real habían oído en su hotel el rumor de que el rey Jorge había muerto.

El secretario privado de Isabel, Martin Charteris, primero no creyó. Discretamente, se encerró en un salón donde había un radio, buscó la emisora de la BBC de Londres y oyó las campanas del Big Ben tocando ha muerto.

De inmediato corrió a despertar a Felipe, quien al enterarse quedó estupefacto. No era para menos: tenía que darle a su esposa la noticia de la partida del padre que tanto adoraba. Pero, además, ella ahora era la reina.

Felipe la encontró en su habitación escribiendo cartas, posiblemente una para el rey, porque en las semanas de travesía por el mar quedarían incomunicados.

Como lo cuentan Deborah Hart y Gerald Strober en su biografía, Queen Elizabeth. The Oral History, cuando Felipe le expresó lo sucedido, ella se levantó, él la abrazó y la condujo al prado que había frente a la casa, donde caminaron de un lado para otro, por un buen rato, mientras que ella lloraba amargamente.

Pero tras un rato de lamentación, de repente, ella se puso en sus papeles, volvió al escritorio y empezó a mandar telegramas cancelando la gira, a los demás países de la Commonwealth y a Estados Unidos. “Me temo que deberemos volver a casa”, anotó.

La verdad es que en una monarquía que lo tiene todo fríamente calculado, esta no era la forma en que la nueva reina debía enterarse de la infausta noticia. El plan era usar, ya fuera por teléfono o por telegrama, el código ‘Hyde Park Corner’.

Pero, hasta hoy, es un misterio por qué ese telegrama nunca le llegó a Kenia. Para sir Edward Ford, quien fue secretario privado asistente de la reina entre 1952 y 1967, lo que pasó fue que el telegrafista no pensó que ‘Hyde Park Corner’ fuera el texto de cable, sino simplemente la dirección en Londres a donde iba dirigido.

Quizá, para que esa confusión no se vuelva a presentar, el código secreto para anunciar el fallecimiento de Isabel es más específico: ‘London Bridge is Down’ (el Puente de Londres se cayó).

Al drama de la mala noticia, se sumaba el aislamiento en que estaban Isabel, Felipe y su séquito, en una época en que las llamadas a larga distancia en África eran casi que inexistentes y los medios de transporte precarios.

“La nueva reina no tuvo oportunidad de hablar con su madre (Elizabeth) en ese duro momento. No teníamos esas comunicaciones”, recordó su secretario Michael Parker, al recordar lo que vivieron en la espesura del monte Kenia.

El avión para vuelos trasatlánticos que tenían a disposición, el Argonaut, estaba en la lejana Mombasa y a Parker se le ocurrió comunicarse con la tripulación para que lo llevaran a Entebbe, Uganda, la pista internacional que estaba más cerca de ellos y de la cual partirían a Inglaterra.

Lo que hoy se resolvería con una llamada por celular o un mensaje electrónico le tomó horas, pues no encontraba cómo comunicarse. Finalmente, se valió de una frecuencia de radio militar para dar aviso.

Ahora el lío estaba en cómo llevar a Isabel y Felipe desde la jungla a Entebbe. Para eso contactó a East African Airlines, para que le pusieran otro avión en la pista más cercana a Sagana Lodge, el aeropuerto de Nanyuki, hacia donde partieron a la cinco de la tarde, con la reina todavía vistiendo vaqueros.

Al contrario de lo que habría pasado hoy, los reporteros gráficos se abstuvieron de fotografiarla en respeto por su pena.

En Nanyuki se toparon con un problema: había mal tiempo en las montañas que rodeaban el lugar y si empeoraba no podrían viajar a Entebbe porque la cabina no era presurizada.

Parker siempre creyó que recibieron ayuda celestial, porque el banco de nubes, que tenía muy mala perspectiva, cedió y pudieron emprender vuelo a Entebbe.

En medio de todo, la reina se mantenía “valiente, magnífica”, según memorias de otros acompañantes, como su prima y dama de honor Lady Pamela Hicks.

Ya en Entebbe, tuvieron que esperar a que pasara una tormenta y fue algo incómodo, porque no había un área privada donde resguardar a Isabel de las miradas de los curiosos ya enterados de las noticias.

Cuando el cielo se despejó, emprendieron la travesía y llegaron a la capital británica a las cuatro de la tarde del día siguiente de la muerte del rey.

Poco antes del aterrizaje, la nueva monarca pudo ver la comitiva que la esperaba, con el primer ministro Winston Churchill a la cabeza. De pronto, dijo: “¡Oh, Dios, mandaron la carroza!”, refiriéndose a que palacio no había dispuesto su carro para recogerla, sino uno de sus enormes autos negros.

La joven de 25 años que había partido solo días atrás como princesa regresaba como reina de una potencia mundial. ¿De dónde había sacado en la selva el traje negro con que estuvo correcta para el momento?

Según infidencias del secretario Parker, a donde quiera que fueran, él siempre llevaba una caja muy bien camuflada con ropa, bandas, corbatas y otros accesorios negros.

En el instante en que bajó del avión, al ver a todos aquellos fotógrafos que la esperaban, seguro comprendió que su vida privada había terminado, pero posiblemente no imaginaba que se aprestaba a comenzar el reinado más largo en la historia de la monarquía británica.