Texto Stefan Peters*Fotos: Guillermo Torres de SEMANA y AP. El mundo se encuentra bajo el signo del coronavirus. La vida pública se ha paralizado y en un número cada vez mayor de países hay toques de queda. Estas medidas son correctas y esenciales para contener el coronavirus y proteger vidas. Sin embargo, estas acciones tienen un vacío: se abstraen de las condiciones de vida de la mayoría de la población mundial. Es más, en los países del Sur global, la mayoría de las víctimas no serán directamente por causa del coronavirus, sino indirectamente, debido a las consecuencias económicas y sociales. Pero esto no es inevitable. Para amortiguar los impactos sociales se requieren acciones políticas a nivel nacional e internacional dirigidas a la protección de la población vulnerable. En la actualidad esto es tan improbable como vital.
(Casi) Todas las ruedas se detienen... La economía global está entumecida por el ‘corona-shock‘. La producción está por el piso. Las razones se pueden encontrar, por un lado, en las medidas para contener el virus. Por otro lado, la interrupción de las cadenas de suministro está bloqueando los engranajes de la economía mundial. Es decir, el coronavirus prácticamente se parece a una huelga general sin una mesa de negociación. Además, en muchas áreas, la demanda colapsando. La gente se queda en casa y consume menos. Muchas empresas y negocios particulares temen por su existencia. Esto, a su vez, lleva a una reticencia a invertir. En resumen: una espiral económica descendente está en marcha. Lo que está ocurriendo tiene un nombre: "Decrecimiento por desastre" (“Degrowth by Desaster“, Peter Victor). Los estados europeos e incluso la administración de Trump están haciendo frente a la crisis con préstamos, subsidios y otras medidas generosas. ‘Corona‘ mató las reglas intocables de la austeridad y hasta las voces del neoliberalismo más intransigente apelan al Estado, antes tan fuertemente criticado. No cabe duda de que estas medidas son importantes y pueden contrarrestar a corto plazo los cierres de plantas de producción y la pérdida de empleos. Sin embargo, no permiten más que un respiro y apenas pueden contribuir a resolver el problema central de la actual crisis económica: el colapso de la demanda causado por la epidemia del coronavirus está llevando el sistema económico capitalista a sus límites.
El mundo está cayendo en una fuerte recesión. Y seamos sinceros: probablemente enfrentaremos caídas de dos dígitos en el PIB mundial. Ya es previsible que los efectos de la crisis reproduzcan o incluso aumenten las asimetrías entre el Norte y el Sur global. Mientras para los países ricos el coronavirus producirá una fuerte gripe, la principal carga de la recesión económica recaerá sobre los países del Sur global. El desplome de los precios de los recursos naturales, la caída del turismo y la reducción de las remesas disminuyen drásticamente los ingresos en divisas y abren huecos profundos en las finanzas públicas, que de por sí ya están sometidas a una gran presión. Además, en el curso de la apertura del mercado mundial de los últimos decenios muchos países han perdido buena parte de su capacidad de producción de alimentos y de bienes de consumo, dependiendo así de las importaciones de Asia, América del Norte o Europa. Esto crea más problemas: el comercio mundial está afectado por el virus y la mayoría de las monedas de los países del Sur global se han devaluado fuertemente frente al euro y el dólar. Como consecuencia, puede presentarse escasez de productos mientras los déficits fiscales y/o las deudas comerciales crecen. Pero, sobre todo, los precios de los bienes de consumo y de los alimentos se están disparando, lo que está causando que la crisis social se agrave aún más.
El virus no tiene impacto social neutral El núcleo de los debates sobre el coronavirus se centra —por obvias razones— en sus consecuencias para la salud. Al respecto, se olvida a menudo un aspecto elemental: la salud, al igual que la contaminación urbana o el cambio climático, no tiene un impacto social neutral. Esto se vuelve particularmente severo en los países latinoamericanos que están marcados por extremas desigualdades sociales y sistemas de salud segregados. Dichas desigualdades se reflejan en el estado de salud y el padecimiento de enfermedades crónicas, y, por lo tanto, las personas están expuestas a un mayor riesgo ante la actual crisis del coronavirus. Teniendo en cuenta, además, que estos grupos sociales tienen un acceso muy limitado al sistema de salud, la emergencia que genera el coronavirus va a empeorar aún más la situación. La pandemia plantea, entonces, enormes desafíos para los sistemas de salud tambaleantes y precarios de América Latina.
Cabe señalar que, contrario a los frecuentes prejuicios, la atención de la salud en muchos países de la región no es mala en sí misma. Más bien se trata de sistemas de salud clasistas. Las clínicas privadas bien equipadas en los distritos prósperos de las metrópolis contrastan con las condiciones precarias de muchos hospitales públicos y con una flagrante falta de atención en salud adecuada en las zonas rurales y barrios marginales. Por lo tanto, en caso de una infección grave, no es la edad o las enfermedades previas lo que decide la vida y la muerte, sino la cuenta bancaria y el lugar de residencia.
Más aún, las medidas de prevención exigidas en todas las partes, para muchas personas, están alejadas de la realidad y tienen un claro sesgo de clase media, lo que apenas se ha abordado. Según Naciones Unidas, alrededor de una cuarta parte de la población mundial tiene un acceso limitado al agua potable y más de la mitad de los seres humanos no tienen asegurado el acceso a instalaciones sanitarias. Es decir, las condiciones de vida impiden el cumplimiento de las normas de higiene. Asimismo, el inconveniente del toque de queda es probablemente más soportable en los apartamentos espaciosos con terrazas que en los pequeños y a menudo precarios alojamientos de las zonas urbanas marginales; ni hablar de la situación en las cárceles abarrotadas, donde la norma es el hacinamiento. Sobre todo, nunca se debe olvidar que casi el 50 % de los trabajadores de América Latina están empleados en el sector informal y muchos otros lo están de manera formal, pero precaria. Se trata de personas que suelen trabajar en la economía de la supervivencia y no tienen ahorros significativos ni seguridad social digna. Estas personas difícilmente pueden permitirse lujos como no usar el transporte público, hacer teletrabajo o aislarse en su casa. Viven del día a día y tienen que salir a trabajar para pagar comida, medicina y arriendo. Sin embargo, los gobiernos latinoamericanos apenas dan apoyos concretos más allá de las palabras cálidas. Hay una constante que no es sacudida ni siquiera por el coronavirus. La política en América Latina defiende los privilegios de las clases medias y altas.
Las desigualdades sociales son más mortíferas que el coronavirus
En las próximas semanas (y meses), el coronavirus seguirá dominando la vida cotidiana y la política. Y la pandemia cobrará muchas vidas. No obstante, enfocarse exclusivamente en el virus no deja ser problemático. Las consecuencias directas del virus pueden contenerse con medidas de gran alcance (toque de queda, shutdown económico y distanciamiento social). En el caso de no actuar ya, las consecuencias indirectas de la pandemia, como las económicas y sociales, probablemente cobrarán muchas más vidas en los próximos meses y años.
En América Latina el estancamiento económico provocado por la crisis del coronavirus, que aquí apenas comienza, ya está socavando los medios de vida de un gran número de personas. Se ven privados de su medio de supervivencia por la crisis económica, el cambio al teletrabajo de la clase media y los toques de queda. Las oficinas y los negocios cerrados les quitan la posibilidad de vender a sus clientes café, jugo de naranja, empanadas, lustrar zapatos o a brindar servicio de taxi. Además, las nuevas decisiones políticas para contener el virus también tienen otros efectos secundarios negativos: por ejemplo, al cerrar las escuelas en muchos casos no hay comidas escolares gratuitas para los niños, lo que suele ser una contribución fundamental para garantizar la alimentación mínima en edades tempranas. El aumento de los precios de los alimentos como resultado de la caída de las monedas nacionales y las compras masivas hacen temer nuevos recortes. A pesar de todo, los mecanismos de amortiguación social no parecen ser una prioridad política hasta el momento.
Por consiguiente, como resultado de la crisis del coronavirus se dispararán la pobreza y la extrema pobreza. Incluso antes de la crisis actual la cuestión social ha dado lugar a protestas sociales masivas en muchos países de América Latina. Estas protestas han sido reprimidas por los gobiernos con mayor o menor intensidad. En los próximos meses, no solo habrá una crisis social, sino también se acentuarán las tensiones sociales. Si no hay medidas sociales para atender las necesidades de la población, se puede prever saqueos, inestabilidad política y más señales de crisis. El coronavirus se convertirá en un problema de orden público y puede sembrar el caos. Es de temer que los gobiernos busquen una respuesta no afrontando la crisis socialmente, sino recurriendo a la represión. Esto va de la mano con otra preocupación: el peligro, que, en el importante afán de luchar contra el coronavirus, se sacrifiquen las normas del estado de derecho especialmente para los grupos más vulnerables. ¿Qué hacer?
La crisis del coronavirus pone a los políticos ante una tarea titánica. La buena noticia primero: hay opciones políticas. Pero para combatir las consecuencias sociales del coronavirus se necesitan soluciones rápidas y valientes, así como un cambio de dirección a nivel nacional e internacional con el fin de combatir la crisis sanitaria y social.
La primera y más importante respuesta a la pandemia del coronavirus consiste en garantizar inmediatamente la seguridad social básica para toda la población. La lógica detrás de esto es tan simple como correcta: solo con la seguridad social pueden las personas infectadas permanecer en casa y así contener la propagación del virus. Esto hace que un fuerte estado de bienestar sea, hoy en día, más actual que nunca. No obstante, en América Latina el acceso a las prestaciones sociales sigue siendo un privilegio. No existe un estado de bienestar universal. Incluso antes del coronavirus esto significaba un problema central, pero hoy en día es una cuestión de supervivencia. Se trata de un cambio de rumbo que seguramente no se hace de la noche a la mañana. Por lo tanto, en la situación de emergencia actual se requiere urgentemente ayudas sociales directas y focalizadas para los millones de casos de penuria. Pero esto solo puede ser el primer paso. A mediano plazo es indispensable repensar las políticas económicas y socio-laborales que siguen siendo máquinas de reproducción de las desigualdades. Hay que promover el trabajo decente, el cumplimento universal de los derechos sociales y la reorientación de los modelos de desarrollo.
Por supuesto, esto no se consigue de manera gratuita. A primera vista, los países latinoamericanos carecen de los medios para ello. Y, aun así, existe espacio para maniobrar. En primer lugar, hay posibilidades para la reasignación presupuestal. Según el último informe del Instituto de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (Sipri), en el pasado reciente el gasto en armas en la región aumentó considerablemente. Sin embargo, el coronavirus no será derrotado por submarinos, ejércitos, helicópteros de ataque o ametralladoras. Hay que frenar la compra de armas en seguida y usar dichos recursos para financiar los sistemas de salud y sociales.
En segundo lugar, los países de América Latina siempre se han permitido el lujo de renunciar a la tributación efectiva de los ricos. En la crisis del coronavirus, las élites latinoamericanas, así sea solo por interés propio, deben cumplir con sus obligaciones sociales. De hecho, el coronavirus puede afectarnos a todos. El aislamiento efectivo, no es posible ni a través del poder ni a través del dinero. Esto cuestiona algunas certezas de las élites latinoamericanas. Gracias a las escuelas privadas exclusivas, a las clínicas privadas y a los servicios de seguridad privada, se han creído inmunes a los problemas sociales del "tercer mundo". Al mismo tiempo, sus vidas cotidianas están estrechamente vinculadas a los barrios marginales de la ciudad por medio de niñeras, empleadas domésticas, vigilantes, conductores etc. Los límites de clase son omnipresentes en las relaciones sociales, pero el coronavirus simplemente los ignora. La superación de la pandemia no puede hacerse en el área exclusiva del club, sino que requiere soluciones para la sociedad en su conjunto y medidas de gran calibre para contener la crisis y prevenir un desastre tanto sanitario como social. La solución es fácil: hay que empezar a gravar impuestos sobre los ingresos altos, y, en el corto plazo, se requiere un gravamen extraordinario a las grandes fortunas y capitales.
Pero no será posible hacer frente a las consecuencias sociales de la pandemia solo con una perspectiva nacional. Así como el virus cruza fácilmente las fronteras nacionales, las contramedidas también requieren una coordinación internacional. Si queremos evitar un desastre económico y social y una inestabilidad política, ahora más que nunca debemos —en tercer lugar— apostarle a la cooperación internacional y a una política global de carácter social. Lamentablemente, los jefes de Estado todavía no lo han comprendido. El panorama de la política internacional está dominado por búsquedas de soluciones nacionales a una crisis global y dejará un balance de fracaso diplomático. Esta torpeza corre el riesgo de convertirse en una oportunidad perdida. Hoy, más que nunca, se necesita de la cooperación y la solidaridad internacional para salvar vidas humanas y brindar apoyos generosos a los Estados en crisis. Desde este punto de vista, por ejemplo, la negativa del FMI a proporcionar ayuda financiera a Venezuela o la negativa por parte de la comunidad internacional de levantarle las sanciones equivale a un verdadero escándalo. Estas omisiones de ayudar en una situación de crisis desenmascaran la acusación —con toda la razón— de violaciones de los derechos humanos en el país, como lágrimas de cocodrilo. El objetivo en este caso sigue siendo el cambio de régimen, aunque con ello se sacrifiquen frívolamente vidas humanas.
Sin embargo, es precisamente la comunidad internacional la que podría, con decisiones rápidas —no burocráticas— y de gran alcance, proporcionar los medios necesarios para amortiguar las consecuencias sociales, pero también económicas y políticas de la pandemia del coronavirus. Un fondo de emergencia internacional en el que participen el FMI, el Banco Mundial y los países ricos podría ser un canal para la remodelación de la política internacional en la actual crisis mundial del coronavirus. Si la comunidad internacional se toma en serio sus interminables compromisos con los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas (Sustainable Development Goals), es hora de tomar decisiones valientes y poner a disposición el financiamiento necesario para un cambio de rumbo hacia una política social global. De lo contrario, los objetivos para 2030 ya serán obsoletos a finales de 2020. Hablamos de vidas humanas, no se trata de estadísticas. Es por eso que se debe actuar rápidamente y con decisión. Postergar las medidas necesarias conduce a un empeoramiento de la situación económica y social, incluida la salud, que de por sí, y gracias al coronavirus, vienen en detrimento, lo que pronto podría llegar a ser incontrolable. Traducción. Marta Kovacsics M. / Paula Ortega [1] Profesor de investigación para la paz en la Universidad Justus-Liebig de Gießen y director del Instituto Colombo-Alemán para la Paz (Capaz) en Bogotá.