El 26 de febrero apareció el primer caso de covid-19 en Latinoamérica: un hombre de 61 años en São Paulo, Brasil. A partir de ese momento todos los países, incluso aquellos sin contagiados, se prepararon para la inminente llegada del virus. Excepto Nicaragua, en donde Daniel Ortega se ha hecho el de la vista gorda.
Ante la emergencia, la mayoría de gobiernos tomaron medidas para contener el virus, como el aislamiento social por medio de toque de queda o cuarentena. Bloquearon fronteras, prohibieron encuentros masivos y cerraron todos los establecimientos no esenciales, siguiendo las recomendaciones de la OMS. Pero el Gobierno nicaragüense parece vivir en otro mundo. No ha cerrado fronteras y tampoco ha restringido el ingreso de extranjeros. No ha cancelado clases y ni siquiera prohibió las aglomeraciones. Es más, Ortega las promueve. Su Gobierno ha invitado a la ciudadanía a participar en eventos masivos, como ‘El amor en los tiempos del covid’, una multitudinaria marcha en contra de los consejos de la OMS. El 19 de marzo, cuatro días después de la movilización, Nicaragua reportó su primer contagiado.
Al cierre de esta edición, Nicaragua tenía cuatro casos activos y un fallecido, cifra que despierta muchas sospechas. Un observatorio ciudadano afirmó que existen 63 personas que presentaron síntomas asociados con la enfermedad. Sin embargo, es imposible comprobar los datos reales.
El Gobierno nicaragüense no es transparente con la información, no se conoce su capacidad hospitalaria, ni cuántas pruebas existen o se han hecho. Tampoco cuántos de los contagiados están en aislamiento, ni mucho menos el número de ventiladores, camas de hospitalización o Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) disponibles. Además, las predicciones del Ministerio de Salud están muy por debajo de las estimaciones que han hecho institutos internacionales y epidemiólogos. Uno de ellos es Carlos Hernández, médico especialista en salud pública del Comité Científico Multidisciplinario de Nicaragua, quien le dijo a SEMANA que “La mayoría de organizaciones calculamos que 600.000 personas podrían contraer la enfermedad. Pero el Ministerio ha dicho que solo lo harán 32.000. Se necesitarán alrededor de 1.500 y 1.900 camas, sin embargo dicen que van a disponer de 470 para la pandemia”.
El comité del que hace parte Hernández emergió con el propósito de orientar a la población ante la invisibilidad del Gobierno frente a la crisis sanitaria. De hecho, el propio Ortega apareció por última vez en público el 12 de marzo y desde entonces no se sabe nada de él. Dicen que está enfermo o en cuarentena. Su llamativa ausencia hace creer a algunos que murió. Su esposa y vicepresidenta del país, Rosario Murillo, se ha encargado de comparecer ante los medios. “En su alocución diaria anima a las familias a hacer visita y a disfrutar de los eventos. Vende la idea de que estamos en manos de Dios en lugar de prevenir. Es una respuesta que raya en la negligencia criminal”, le contó a SEMANA un representante del Movimiento Nacional Auto-Convocado, una organización de activismo digital nicaragüense.
Ante las indignantes medidas de Ortega y su esposa, la ciudadanía ha tomado cartas en el asunto. “La mayoría de los padres de familia no mandan a sus hijos a clase, hay muestras de solidaridad en mercados y sitios públicos, en donde la misma población incentiva a tomar medidas”, dijo Héctor Mairena, abogado y periodista nicaragüense. La situación es crítica. El Gobierno no quiere escuchar a los científicos, pero tampoco es transparente. No hay información sobre la capacidad del sistema sanitario, ni de las pruebas realizadas. Si la curva de contagios asciende podría ser demasiado tarde para contener el contagio en un país con un sistema de salud debilitado y con un presidente ausente.