El 11 de marzo de 1990, Chile cerró uno de los capítulos más oscuros de su historia, tras 17 años de dictadura militar de Augusto Pinochet. El general, que asumió la presidencia tras derrocar a sangre y fuego al Gobierno del comunista Salvador Allende en 1973, le cedió ese día el mando a Patricio Aylwin: el primer presidente elegido en casi 20 años luego del plebiscito que negó la continuidad al dictador.
Desde aquella fecha, la democracia de Chile se ganó la fama de ser la más estable de América Latina, en donde alternaban sin sobresaltos gobiernos de izquierda y derecha. Pero desde el 18 de octubre de 2019, cuando estallaron las calles de Santiago y las demás capitales del largo país, muchos descubrieron que la democracia chilena tenía pies de barro.
Un plebiscito nacional obligó al general Augusto Pinochet a dejar la presidencia de Chile y abrir las puertas al retorno de la democracia. Patricio Aylwin fue el primer mandatario elegido democráticamente en casi 20 años. Para conmemorar los 30 años de la transición, el presidente Sebastián Piñera citó en un evento público un fragmento del discurso de posesión de Aylwin: “Esta libertad que estamos reconquistando tenemos que cuidarla, y la vamos a cuidar en la medida en que sepamos respetarnos los unos a los otros, en que no volvamos jamás a convertirnos unos chilenos en enemigos de otros chilenos”.
Pero el país, a pesar de los deseos de Aylwin, sufre la peor crisis desde la dictadura. Muchos se preguntan qué hicieron mal en tres décadas de democracia para que Chile pasara de la estabilidad al borde del colapso. El culpable de la crisis en Chile Algunos culpan a la herencia de la dictadura. Pinochet impuso la Constitución actual, de 1980, que, para empezar, lo convertía a él mismo en senador vitalicio. Ciertamente, han reformado el texto varias veces. Como en 2005, cuando tuvo 54 modificaciones. Entre ellas, eliminaron los senadores designados, redujeron el mandato presidencial y limitaron la autonomía de las Fuerzas Armadas. Hicieron tantos cambios que ya no lleva la firma de Pinochet, sino la de Ricardo Lagos, presidente de la época. Pero las enmiendas a la ‘Constitución de Pinochet’ no convencen a los chilenos, que ven con muy malos ojos conservar parte de la doctrina impuesta durante la sangrienta dictadura militar.
Los intentos por cambiarla por completo fracasaron. Froilán Ramos, doctor en Historia de la Universidad de los Andes en Chile, le recordó a SEMANA que “el cambio de Constitución fue una prioridad en la agenda política de la segunda administración de Michelle Bachelet, entre 2014 y 2018, pero por falta de acuerdo no llegó a concretarse. En una parte del imaginario político y social se asocia la carta magna a un origen espurio por haberse producido durante el gobierno militar, aunque la misma fue sometida a plebiscito en 1980”. Tampoco suma que el documento no reconozca los derechos que reivindican los movimientos sociales chilenos que encabezan el estallido social actual, como los grupos estudiantiles, feministas y ecológicos, que han puesto contra las cuerdas a Piñera. Ante la presión, el mandatario convocó a un plebiscito el 26 de abril para que decidan si quieren una nueva carta magna. Sin embargo, esa no fue la única herencia de la dictadura. La democracia chilena pudo significar un cambio político, pero no económico. Como le dijo a SEMANA Diego Escobedo, historiador de la Universidad Católica de Chile, “desde 1939, en Chile imperó durante 40 años un modelo proteccionista y estatista. El sistema vivió su época de gloria en los años cuarenta, pero para los setenta, en la época de Allende, era fuente de inflación y estancamiento. Eso hizo posible que los Chicago Boys, al amparo de la dictadura, implementaran sus agresivas reformas neoliberales”. El “milagro chileno” sorprendió al continente. Desde la transición, la pobreza en Chile pasó del 40 por ciento a menos del 10, y un tercio del país ascendió a la clase media, según la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional.
Sebastián Piñera enfrenta el momento más crítico de la historia de Chile desde la transición a la democracia. Ya anunció un plebiscito para decidir si habrá una nueva carta magna. La clase baja tenía mayores posibilidades de mejorar sus condiciones. Pero la apuesta neoliberal, que privatizó varias instituciones, terminó por agrandar la brecha entre la clase media y la élite, que controla servicios antes públicos como la educación, la salud y el transporte. Como añade Ramos, “en el Chile posdictadura para alcanzar un mejor estándar de vida o cosas antes consideradas un derecho, como la salud y las pensiones, hay que recurrir a la banca, no al Estado”. La situación, acumulada durante años, generó un abismo social. Así se lo manifestó a este medio Julieta Suárez-Cao, doctora en Ciencia Política de la Universidad de Northwestern. Ella piensa que “las raíces del actual estallido están, en parte, en la peculiar transición chilena. En ella negociaron la democracia sin tocar las bases del modelo económico. Chile atraviesa una gran modernización económica que no coincide con una gran movilidad social. Así ha sido por décadas, configurando una sociedad estática”. Para la experta, la oposición que sucede a la era Pinochet “no desmonta por completo las columnas de la dictadura. Da continuidad a una sociedad más volcada a los mercados que al Estado, alimentando una imagen muy negativa de los servicios públicos. Tal vez por eso no sorprende la quema de las estaciones del metro”.
Los expertos coinciden en que la subida de precio del pasaje del metro fue solo la gota que derramó el vaso. En la última década, las protestas ante la falta de garantías del Estado en materia de salud, pensiones y educación se volvieron recurrentes. En 2011, las manifestaciones estudiantiles paralizaron al país, al exigir una reforma a la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, promulgada por Pinochet justo antes de dejar el poder, que le da un 75 por ciento de participación a los privados en el sistema de educación chileno. Además, el descontento con el sector dirigente se hizo evidente en las elecciones recientes. Desde que Piñera puso en marcha en 2009 el sistema de voto voluntario, los índices de abstención se dispararon. Como indica Escobedo, “en las dos últimas elecciones presidenciales votó menos de la mitad del electorado. En este sentido, tanto el gobierno centroizquierdista de Bachelet en 2013 como el centroderechista de Piñera en 2017 tuvieron un apoyo minoritario. La mitad de los chilenos no quieren saber nada de los políticos tradicionales”. El sistema chileno aboga por las soluciones democráticas (incluso durante la dictadura, cuando se celebraron cuatro plebiscitos). Pero la clase política, sobre todo durante el último mandato de Piñera, ha mostrado gran distancia ante las políticas sociales que demandan los chilenos en las calles. En 2018, cuando al ministro de Educación, Gerardo Varela, se le preguntó por la reparación de colegios en los territorios rurales, respondió: “Yo me pregunto, ¿y por qué no hacen un bingo? ¿Por qué desde Santiago tengo que ir a arreglar el techo de un gimnasio?”. O en octubre pasado, días antes del estallido social, el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, contestó, ante la subida de los pasajes en hora pico, que “alguien que salga más temprano y tome el metro a las siete de la mañana tendrá una tarifa más baja. Quien madrugue será ayudado”.
Todo ello confluyó para que los chilenos estallaran ante los 30 pesos del aumento del pasaje del metro. Pero la virulencia de las protestas en un país tan pacífico impresionaron a todo el continente. Como menciona la ONU en su reciente Informe sobre Desarrollo Humano, en esa violencia tuvo mucho que ver el factor ‘trato’: la costumbre de la élite, profundamente clasista, de tratar a los demás como si fueran sus sirvientes. Las declaraciones paternalistas de la primera dama ante las protestas parecieron demostrarlo. La región ha seguido con atención el devenir del estallido chileno. Que la democracia más sólida tambalee de la noche a la mañana preocupa, y hay quienes creen que puede servir de excusa para que sigan apareciendo movimientos populistas de distintos colores, como los de Jair Bolsonaro o Nicolás Maduro. El modelo chileno ahora pasa sus horas más difíciles, y requiere de una gran reforma social para salir ganador de la llamada “crisis de los 30 pesos”.