Siete de cada diez peruanos no votaron ni por Pedro Castillo ni por Keiko Fujimori en la elección presidencial celebrada el 11 de abril de 2021. A esa primera vuelta concurrían muchos candidatos y al menos seis estaban en un “empate técnico”, de acuerdo a lo que contaban las encuestas pre-electorales. Tres semanas antes de la contienda una encuesta le otorgaba a Castillo apenas un 3 % de intención de voto.

No es la primera vez que en el Perú un total outsider irrumpe con fuerza en el sistema. Veintidós años atrás, el casi desconocido rector de una universidad agraria había intentado, sin éxito, ser concejal de Lima, y seis meses después sorprendía pasando a la segunda vuelta para competir contra Mario Vargas Llosa. Se convirtió en presidente un virtual desconocido, con apoyos concentrados en los barrios pobres limeños y las zonas rurales, apalancado sobre la iglesia evangélica y un mensaje que surfeaba la ola de la antipolítica y contra el statu quo. En ese sentido, el Castillo de hoy se parece mucho más al Alberto Fujimori de 1990 que la propia Keiko. Desde entonces, el Perú ha votado con gran volatilidad y siempre con cambios al último minuto.

Cuando Fujimori ganó su primera elección lo hizo con un partido ajeno al sistema: Cambio 90. Poco tiempo después, el presidente electo copó todas las instituciones del Estado y devino en dictador. El surgimiento de nuevos partidos en los años electorales se convirtió, a partir del nuevo siglo, en patrón de los años subsiguientes. En total unas, veinte nuevas plataformas político-electorales en las dos primeras décadas del siglo XXI, caracterizando así la enorme fragmentación e inestabilidad política del país andino. Inestabilidad que incluye la deposición de tres mandatarios por el parlamento nacional. El primero de ellos, en el año 2000, echó del poder a Fujimori y retornó a Perú al sendero de la democracia, pero los dos últimos exacerbaron la inestabilidad (Kuczynski en 2017 y Vizcarra en 2020).

Imagen de las protestas en Perú, el 5 de abril de 2022 - (Photo by ERNESTO BENAVIDES / AFP) | Foto: AFP or licensors

La fragmentación política del país llegó a su clímax en 2021 y dibujó el parlamento con que tendría que lidiar el presidente. Once facciones políticas integraron el nuevo Congreso: una exigua mayoría del partido de Castillo tendría apenas 28 de los 130 escaños, mientras que el partido de Keiko, Fuerza Popular, apenas 16 curules. El factor común del presidente que llegaba finalmente al poder sería carecer de un partido sólido que le diera soporte de gobierno y lidiar con un parlamento de gran fragmentación.

No más pobres en un país rico

En su campaña, Pedro Castillo logró asentar una idea poderosa: “No más pobres en un país rico”. En términos de producto per cápita, Perú posee apenas un tercio del de Panamá o una cuarta parte del de España y la consigna se asienta sobre una mentira. Sin embargo, la riqueza peruana es parte de un relato histórico muy potente que tiene, incluso, resabios coloniales que se evocan en expresiones como “¡Vale un Perú!”.

Castillo apela a esa extendida convicción sobre la riqueza del Perú y transmite la idea de la equidad redistributiva que forma parte del corazón de las propuestas tradicionales de la izquierda primitiva. “Si el Perú es un país rico y yo soy pobre es porque alguien se lo roba”, es la sencilla y potente ecuación del mensaje, que tan bien le funcionó a Hugo Chávez en Venezuela en 1998.

Rasgos xenófobos y odio de clase

Castillo también dejó en evidencia rasgos xenófobos y odio de clase, en una combinación muy peligrosa de populismo electoral, que fue visibilizado por Keiko Fujimori en una apelación al “mal menor”. En la corta campaña entre la primera y la segunda vuelta, Keiko superó los 20 puntos iniciales que la distanciaban de Castillo.

Aunque un 68 % de los electores peruanos rechazaron tanto a Keiko como a Castillo en la elección del 11 de abril, la árida contienda hacia la segunda vuelta llevó al país a una situación electoral de extrema polarización, con menos de medio punto porcentual de diferencia en la que el resultado final tardó semanas en dirimirse.

Manifestantes bloquean la carretera Panamericana durante un paro parcial de transportistas de carga y pasajeros, en Ica, en el sur de Perú, el 4 de abril de 2022. (Photo by Ernesto BENAVIDES / AFP) | Foto: AFP or licensors

No es infrecuente que un dilema electoral se resuelva escogiendo al “mal menor”. Como tantas veces ocurre en política, no escogemos lo mejor en términos absolutos, sino apenas lo mejor entre lo disponible, que con frecuencia termina siendo lo que creemos menos malo. Como en aquella célebre contienda norteamericana, de 1964, en que Lyndon Johnson competía por la presidencia contra el republicano Barry Goldwater y se forzó al elector a escoger entre “lesser of two evils” (el menos malo de dos diablos), el voto-contra fue mucho mayor activador que el voto-a-favor en Perú 2021.

Y así los dos ‘Perús’ se enfrentaron en sus odios ‘mellizales’ el domingo electoral: en el dilema comunismo contra libertad, en las consignas esgrimidas por Fujimori, o redistribución contra la corrupción, en las de Castillo. Pero también en los clivajes de unas heridas recientes: antifujimoristas contra antisenderistas. O en una brecha geográfica ya histórica: Lima a favor de Keiko, contra las regiones a favor de Castillo. Sin olvidar una nueva brecha electoral, la del género: hombres con Pedro, contra, mujeres con Fujimori.

Una polarización artificial

Sin embargo esta polarización es artificial. No es el Perú un país polarizado políticamente y los resultados de la primera vuelta son una evidencia. La polarización como distancia ideológica entre candidatos, partidos y votantes no existe como tal en el Perú. Ha sido polarizado a conveniencia de los actores políticos y ello entraña riesgos evidentes. El mundo es amplio y complejo, cuando se reduce la realidad a dos opciones (si o no, bien o mal, ellos o nosotros), se desarrolla un vínculo claro entre polarización, extremismo y populismo.

Si nos aproximamos a la medición de la polarización a través del autoposicionamiento ideológico de los electores, vemos que la curva peruana se comporta de forma muy parecida a la de otras sociedades latinoamericanas, con una gran mayoría de la población posicionada en el centro ideológico. Mientras más se acerque la media al número cinco, más centrada estará esa sociedad en la dimensión ideológica izquierda-derecha. Alternativamente, más cercano al 1 implicaría que el país, como un todo, está más orientado a la izquierda, y más cercano al 10 sugeriría una mayor proximidad ideológica, en promedio, hacia la derecha.

Un hombre camina entre dos casetas de peaje quemadas en la carretera Panamericana durante un paro parcial de transportistas de carga y pasajeros, en Ica, en el sur de Perú, el 4 de abril de 2022. - Un paro parcial de transportistas de carga y pasajeros provocó bloqueos y suspensión de caminos de clases en el Perú, en el primer paro contra el gobierno del presidente izquierdista Pedro Castillo. (Photo by Ernesto BENAVIDES / AFP) | Foto: AFP or licensors

La sociedad peruana debe hacer acopio de sus reservas morales y democráticas para salir de este trance complicado. Ya una vez lo hizo hace dos décadas cuando acabó con la dictadura de Fujimori. Una forma de hacerlo es tratando de evitar que lo ocurrido vuelva a repetirse. La vía posible sería cambiando el sistema electoral de votación, asumiendo el método de la “votación suplementaria”. Si ningún candidato obtiene más del 50 % de los votos de primera opción, todos excepto los 2 candidatos principales son eliminados. Y se les añaden los votos que hayan obtenido como segunda opción.

Es el método utilizado en las ciudades británicas. El sistema puede sonar un poco más complejo de entender, pero muy fácil de llevar a la práctica, teniendo métodos automatizados o semiautomatizados de conteo. Como gran ventaja se ahorra la elección de segunda vuelta y la polarización artificial de la sociedad. Sería una manera de evitar que el mal menor se haga mayor.

Por: Carmen Beatriz Fernández

Profesora de Comunicación Política en la UNAV e IESA (Venezuela y Panamá), Universidad de Navarra

Artículo publicado originalmente en The Conversation en 2021