Después de la firma de la Carta de la OEA, en 1948, se consideró que el diálogo entre los países del continente se había consolidado y que todo era una panacea.
Las reuniones entre presidentes de América Latina no eran algo frecuente. Más tarde se cayó en cuenta que era conveniente que los jefes de Estado se conocieran. Nuestro país tomó la iniciativa de reunir a jefes de Estado de los países del llamado Grupo de Contadora, además de Colombia, Venezuela, México y Panamá, para mediar en el grave conflicto centroamericano.
Luego, cuando se unieron por su propia iniciativa, Perú, Brasil, Argentina y Uruguay, el grupo comenzó a llamarse ‘Grupo de los Ocho’ y más tarde ‘Grupo de Río’. Fue de gran influencia en el continente y en el mundo y dio origen a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
Algunas cumbres, sin embargo, se volvieron un show en el que se sacan fotografías y los mandatarios pronuncian discursos que solo merecen atención en sus propios Estados. Para no hablar de ciertos casos, como el de la Cumbre de Cartagena, que se recuerda por el bochornoso incidente de los miembros del Servicio Secreto de los Estados Unidos con unas prostitutas.
Ahora se celebró en Los Ángeles la XIX Cumbre, que en esta oportunidad estaba enmarcada por el interés marginal que la administración Biden ha mostrado hacia los demás países del continente. Su preocupación ha sido, después de la pandemia, la guerra en Ucrania y el pugilato con la China.
Como se había anunciado, el problema migratorio, especialmente el de las multitudes que quieren ingresar a los Estados Unidos, ha sido el tema central. La ayuda a ciertos países para paliar los efectos de la pandemia era algo accesorio.
La reunión estuvo enmarcada por el tire y afloje sobre el asunto de la no invitación a Cuba, Venezuela y Nicaragua, razón por la que otros mandatarios anunciaron que no estarían presentes. La decisión de no hacer la invitación estuvo rodeada de discusiones internas en el Gobierno norteamericano, ya que mientras algunos sostenían que la invitación debía hacerse, otros lo consideraban inaceptable.
La invitación hubiera sido, de una vez por todas, el cambio de la política norteamericana, especialmente frente a Cuba y a Venezuela. Con respecto a Cuba, echando por la borda todo lo realizado por su antecesor, para volver a los tiempos de su colega demócrata Barack Obama, lo que resultaba lógico. Pero el lío era que, si se invitaba a Cuba y no se hacía lo mismo con Venezuela y Nicaragua, sería el reconocimiento tácito de que Cuba era un país democrático. Lo que le hubiera sido cobrado por los republicanos.
Mucho más complejo era el caso de la no invitación a Venezuela, precisamente en el momento en que el Gobierno norteamericano había realizado una importante aproximación para asegurar el suministro de petróleo ante la crisis derivada del bloqueo a las exportaciones de hidrocarburos de origen ruso.
Pero, a la vez, se presentaba el problema de que, por las mismas razones, no podría invitar a Guaidó, que sigue siendo reconocido por los Estados Unidos y otros países como el mandatario venezolano. En una decisión “salomónica”, Biden resolvió no invitar a Guaidó y más bien optó por llamarlo por teléfono. Indicativo de una actitud.
El pintoresco presidente de México, aunque había anunciado que no viajaría por la no invitación de los tres presidentes, envió una nutrida delegación presidida por su canciller. Menos mal, porque, siendo bien conocido por su ignorancia y ramplonería, hubiera hecho el ridículo.
Otro tanto hicieron la presidenta de Honduras y otros jefes de Estado. Sin embargo, ninguno de ellos se atrevió a que su país no estuviera presente. Cumplida la engorrosa tarea de la Cumbre, Biden vuelve a sus verdaderos intereses.