Álvaro, el catrinero
Si alguien quiere conversar con Álvaro de la Cruz tiene que aprender a respetar sus silencios. Álvaro habla mientras esculpe, sin apartar la mirada de la catrina que está en la mesa, y no deja que nada le distraiga del difícil trabajo que tiene ante sí. Por eso no se preocupa de si la silla en la que se sienta está a punto de quebrarse o de si la luz es suficiente. Nada a la entrada de su casa ni de su taller indica que Álvaro fue uno de los primeros en hacer catrinas. Ni siquiera tiene figuras expuestas en el exterior como otras casas: vende todo lo que hace.
De repente, de espaldas al horno, y mientras se siente observado, le viene un recuerdo a la mente y, por primera vez en mucho rato, ríe: “Nos llamaban muerteros”, dice. Cuando Álvaro empezó a diseñar catrinas, el pueblo de Capula ya era famoso por su alfarería, y los otros artesanos los miraban por encima del hombro, como si lo suyo fuera un pasatiempo mal hecho. De los 10 alumnos que habían aprendido con el maestro Juan Torres “nadie quiso seguir; solo yo”, cuenta. De eso han pasado 36 años y a Álvaro le da risa porque hoy Capula es la capital de las catrinas.
Los esqueletos de mujeres decorados con pinturas, trajes de fiesta y sombreros se popularizaron hasta convertirse en un ícono de la manera en que los mexicanos conciben el Día de Muertos: como una fiesta. José Guadalupe Posada las había creado antes de que el pintor Diego Rivera las hiciera famosas; Álvaro tenía un calendario en el que aparecían los grabados y comenzó a copiarlos. Cuando a nadie le gustaban las catrinas, vendió dos a un estadounidense en el mercado de Pátzcuaro.
El comprador lo invitó al Museo de Arte Mexicano en Chicago; Álvaro se llevó barro y las hizo allí mismo. A su regreso todo fue distinto. Pero él sigue viéndose como un obrero.“Ahora los dedos; es lo más difícil —dice, mientras avanza en la catrina, a la que en este tiempo ya le ha diseñado el vestido—. Las catrinas significan la forma de vivir. Es mi oficio, lo que sé hacer… También es un homenaje a nuestros antepasados”.
Federico, Jordán y Taudino, “la orquesta“
Adiós California, Un puño de tierra o Cruz de madera, esas son las que más piden en el panteón”, dice Federico Ceras y, mientras habla, le van saliendo unas notas de la vihuela que tiene en las manos.
“Cuando hay un difunto —dice Jordán Pérez, en el saxofón— el primer año después de que lo sepultan, el Día de Muertos vamos a tocar un rato a su casa y luego acompañamos a la familia hasta el panteón. De ahí, cuando ya vamos saliendo, nos hablan de otras tumbas para que vayamos a tocar unas pirekuas (canciones)”. Y dice “de otras tumbas” como si fueran los propios muertos los que pidieran la serenata.El último en hablar es Taudino Pérez, en el tololoche, y antes de hacerlo mira el atardecer sobre el lago que bordea la carretera por la que van caminando: “Este año el maestro compuso una canción para su esposa, que falleció”, explica.
Los tres forman parte de la orquesta Tzipekua, una banda que lleva música a los muertos. Aunque aún falta para la celebración, comienzan a prepararse desde temprano. La música es tan importante que el ayuntamiento creó un concurso de canciones. Cada año componen, puede ser para una muchacha o “para un cariño”, como dice Federico. “Y también para los difuntos”, añade. Ahí, frente a la vía llena de curvas, los tres músicos se muestran como son: una banda itinerante. Para ensayar, caminan casi cinco kilómetros desde sus casas, en las comunidades purépechas de Tarerio e Ichupio, de Tzintzuntzan, uno de los lugares más emblemáticos para celebrar el Día de Muertos.
Ese día se visten con traje regional: pantalón de manta, camisa bordada, calzón blanco, faja roja, huaraches, sombrero y un gabán, y caminan con sus instrumentos por la carretera, como hoy. Si están pensando que son canciones tristes, se equivocan. “Las celebraciones son alegres; hasta los familiares bailan un poquito”, cuentan. Incluso Tzipekua, el nombre del grupo, significa alegría.—¿Qué se siente tocar para los muertos?—Está difícil de explicar —responde Jordán—. Es como agasajarlos. Se dice que su espíritu viene y están ahí un rato; por eso no quieren esperarlos con tristeza, sino con música y con alegría. Uno está contento ahí, transmitiéndoles todo el sentimiento mientras los acompaña.
Santiago, el panteonero
—Santiago, ¿y tienes miedo de la muerte?—Como dice la canción: “No tengo miedo de la muerte, pero…” —y deja la frase inconclusa, tal vez por respeto a las decenas de muertos que le rodean mientras habla en el centro del cementerio de Janitzio, pisando la tumba de José Everardo Robledo de la Cruz, nacido el 10 de abril de 1950 y fallecido el 5 de julio de 2017. Antes de ser el primer custodio de las almas de la isla, Santiago Reyes era pescador. Hace cuatro años la comunidad decidió que alguien tenía que cuidar el cementerio. Había que sacar los restos de flores y velas que se acumulaban para poder atender a los cientos de turistas que llegan a observar cómo viven el Día de Muertos.
A Santiago le cuesta hablar. Su día a día es entre los muertos, y ellos no le dan mucha conversación, cuenta entre risas. Pero no fue fácil sacarle esta reacción.La casa del panteonero de Janitzio tiene dos pisos. Estamos en el primero, preguntando por él. Él se asoma por las escaleras, nos ve y se regresa. “No tengo nada que decirles”, le dice en purépecha a su hijo.
Después de un rato, Santiago baja y nos dice que en los últimos años ha visto hasta ocho mil personas en el cementerio el Día de Muertos. A las familias no les molesta que haya turistas, cuenta; al contrario, se alegran de que tanta gente se una a la fiesta para visitar a sus muertos. Pero el resto del año no va casi nadie.En el cementerio, excavado en la piedra en la mitad de la isla, han nacido algunos cempasúchil salvajes que borran las fronteras entre una tumba y otra. En un momento, Santiago se detiene y dice: “Ahí está mi papá y ese es mi tío y su primo”. Los suyos están en un rincón del panteón, con vistas privilegiadas al lago de Pátzcuaro. Para llegar a ellos, camina entre las cruces, pisando a otros. “No pasa nada”, dice.
Debajo de nuestros pies hay dos metros y medio de ataúdes, y los nombres de quienes quedaron más abajo se han borrado de las lápidas escritas a mano. Apenas hay espacio para caminar.“Durante el año, preparo el cementerio para que esté limpio. Las personas vienen y ponen cempasúchil para guiar el camino a los muertos. Traen charolas de fruta, comida, pan de muerto. Uno siente que están ahí. Ese día vivo con ellos; es lo que más me gusta”.
Israel, el panadero
Por un momento, a Israel Gaona se le ahogan las palabras. Tiene dos kilos de masa entre manos y está explicando cómo prepara el pan de muertos en Rivepan, una de las panaderías más tradicionales del centro de Pátzcuaro. No parece alguien a quien se le atraganten los sentimientos: lleva pañuelo en la cabeza, tres anillos y un arete en la oreja izquierda. Pero ahora, al contar cómo prepara un pan especial para llevar a la tumba de su mamá, no puede seguir hablando.Un segundo de silencio es una eternidad en una panadería en la que nadie para. Una luz fluorescente recorre la sala que está repleta de harina y hace ruidos por todas partes. Entretanto, una máquina amasa la mezcla de levadura y el calor del horno se confunde con el de los diez hombres que dan forma a los panes, los untan de mantequilla o los rocían con chocolate al ritmo de la música norteña que sale de un pequeño reproductor. Todos corren.
Al tiempo que uno prepara una dona, el otro corta una docena de bisquets recién horneados. Y mientras tanto, Israel retoma el aliento y sigue: “El Día de Muertos se llevan los panes a las tumbas y ahí se quedan hasta que pasa el último día. Además del pan, se les pone la comida preferida de los muertitos, lo que más les gustaba. En mi familia se pone un platillo que viene del rancho de mi mamá: pollo en puré. Se cocina primero el pollo, se le echa salsa de tomate y se añade chipotle molido”. Todo lo cuenta así, en forma de receta.
Ese día, cuando el pueblo entero está en el panteón celebrando, Israel trabaja 16 horas seguidas para preparar mil panes: uno por minuto. Así ha sido durante 20 años; él es el encargado de hacer el pan de muerto y cuando designa a alguien más, los clientes se quejan. Con solo una vez que estire la masa, ya sabe si la mantequilla que compró esta vez el dueño es de buena calidad o no, y en función de eso trata de compensar con los otros ingredientes: unos gramos más de nuez, un poquito más de naranja, menos levadura... El pan de muertos es el preferido de muchos mexicanos, y el panadero se lo toma en serio.
Mientras coloca las tiras en forma de hueso sobre el pan le llegan recuerdos de los familiares que han partido. “Y a veces uno, no queriendo, se pone triste. Por eso, a veces queremos que llegue el día y, a veces no, porque son recuerdos bonitos y tristes”. Después de retirar las ofrendas, las familias se comen el pan, pero Israel dice que ya no tiene sabor porque, en verdad, se lo comieron los muertos.
Martín, el floricultor
Apenas hay unas pocas plantas brotadas de flor cuando las muestra, y el campo todavía es verde. Tanto, que se hace difícil imaginar que en poco tiempo será naranja. El terreno está inundado y es complicado pasar, pero Martín Telésforo se siente orgulloso de él. “Sí, señorita, definitivamente sí: el cempasúchil es una planta muy bonita. Además, vivimos en una zona de tradición donde la gente procura llevar esa flor a sus panteones, con sus seres queridos que ya son difuntos”, dice.
Para que el cempasúchil esté listo para las ofrendas del Día de Muertos, Martín pasa cuatro meses cultivándolo en el ejido de San Gregorio, en Xochimilco, una zona llena de canales al sur de la Ciudad de México. Este año se adelantaron un mes en la cosecha y la planta está “más bonita que nunca”, dice Martín, después de una jornada de 13 horas cuidando sus 100 mil cempasúchiles. Le pregunto si le gusta su oficio, a lo que repite: “Sí, señorita”. A la vez recuerda a su padre, quien murió en el último año. Por eso, esta cosecha será especial, “vamos a llenar su tumba con flores de cempasúchil”.El 10 de octubre, cuando comience la venta, Martín pedirá para que las plantas se acaben antes del primero de noviembre, como ha sucedido cada año durante los últimos 25.
Toda la familia participa en el cultivo, el más especial del año. Martín dice que esparcir los pétalos en el suelo y en las mesas es una forma de ayudar a que los difuntos encuentren el camino y lleguen a visitarlos. Aunque tiene un poco más de 60 años, se acuerda de lo que sus abuelos le decían cuando era niño: “Los muertitos llegan a las 12 de la noche y se van a las 12 del día, y tenemos que celebrarlos con las cosas que a ellos les gustaba tener cuando vivían: mole, pan, pulque, cigarros, tequila o mezcal, y se prepara todo un altar para recibirlos con la música que a ellos les gustaba”.
Artículo originalmente publicado en la edición 65 de la revista Avianca