Analizar dictaduras desde la visión de la propaganda con fines de agitación inmediata impide entender procesos como el vivido por Chile entre 1973 y 1990. Mediante la persuasión de largo plazo, la dictadura consolidó un sistema económico y social difícilmente reversible, más allá de cambios circunstanciales como los que se produjeron tras la crisis de octubre de 2019. De lo contrario, habría sido una revolución y no un estallido.
Sin esos efectos profundos, quizás tampoco el proyecto de nueva constitución defendido por el presidente Boric habría sido rechazado por una mayoría similar a la que aprobó en 1980 la varias veces reformada, y todavía vigente, Constitución de Pinochet.
Modernidad y autoritarismo
Los dictadores que se confunden con el régimen que encarnan suelen tener mala fama. Lee Ken Yew, de Singapur, y el general surcoreano Park Chung Hee fueron excepciones relativas.
Ambos crearon, según algunos a semejanza del general Augusto Pinochet, regímenes autoritarios pero con intenciones modernizadoras. Pinochet cayó tras su derrota electoral de 1988, su arresto en Londres en 1998 y los numerosos juicios por violaciones de derechos humanos y corrupción.
Propaganda y contrapropaganda
El régimen de facto cometió, además, un enorme error propagandístico inicial. Durante el asalto al Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973, los golpistas ignoraron las ideas de “la aldea global” y “el medio es el mensaje” de McLuhan. La imagen del ataque con cohetes incendiarios sobre el Palacio de La Moneda simbolizará siempre la destrucción de la democracia.
La contrapropaganda militar también fracasó ante el mayor éxito de los partidarios de Allende: convencer al mundo de que el presidente murió combatiendo en La Moneda. Durante años, nadie creyó la versión del suicidio, pese a haber sido confirmada entonces por el médico Patricio Guijón y ratificada luego por el doctor Óscar Soto, que también estuvo en la sede del Gobierno el 11 de septiembre y años después participó en las pericias forenses hechas a petición de la familia del presidente Allende. “Misión cumplida. Moneda tomada, presidente muerto” decía el mensaje encriptado con el que la cúpula de la rebelión obtuvo confirmación interna del éxito de la asonada.
Públicamente, la Junta sí informó del suicidio del Presidente, aunque con una mala puesta en escena: algo tan importante como el mensaje mismo. Sobre todo cuando el suicidio es algo tan controvertido, percibido en ciertos casos como un acto de cobardía o de coraje.
Lo recuerda la reciente y polémica intervención del presidente Boric a raíz del suicidio, a los 86 años, de uno de los condenados por el asesinato del cantautor Víctor Jara. Mientras que en sus intervenciones radiofónicas desde el Palacio de la Moneda el presidente Allende demostró una absoluta consciencia de la trascendencia del momento, los golpistas actuaron torpemente (la autopsia fue hecha por un médico militar y la viuda recibió el cuerpo de Allende en un féretro sellado), alimentando así la versión de una muerte en combate defendiendo La Moneda o de un asesinato que se habría querido ocultar.
Imagen y narrativa
Imposible, entonces, contrarrestar la fuerza de las imágenes del Palacio de La Moneda en llamas, y sus recreaciones posteriores. A las crónicas del 11 de septiembre siguió La verdadera muerte de un presidente, un relato novelado de Gabriel García Márquez. En La Habana y ante la viuda y la hija de Allende, Fidel Castro también recreó en un discurso la epopeya de La Moneda.
Después vino La Batalla de Chile, una trilogía del chileno Patricio Guzmán. El montaje multiplica el sobrevuelo de los aviones de los sublevados sobre Palacio. Una voz en off refuerza el efecto persuasivo: “El presidente Allende muere en La Moneda”. Cualquier espectador deduce que murió en el ataque. Desfiguración, desinformación y propaganda semántica para potenciar aquello de “una imagen vale más que mil palabras”.
Esos planos los reprodujeron televisiones de todo el mundo cada vez que Chile fue noticia. De ahí el éxito de un filme colonizador del discurso informativo-periodístico. Otra película, Llueve sobre Santiago (1975), de Helvio Soto, se alinea con los relatos de García Márquez y Castro al incluir una escena de Allende tiroteado en las escalinatas de La Moneda.
Días después del golpe apareció otra imagen demoledora: la de Pinochet con gafas oscuras, mentón prominente y brazos cruzados durante una ceremonia religiosa. En 2020, su autor, el fotógrafo holandés Chas Gerretsen, revisitó el episodio.
Un país imaginado
Las derrotas propagandísticas de la dictadura, y la propia de Pinochet en el plebiscito de 1988, no impidieron el éxito de la propaganda de integración sobre un modelo vinculado al hombre nuevo neoliberal, alumbrado por una dictadura decidida a devolver a Chile a sus orígenes. De ahí la asociación de 1973 con 1810, año de inicio del proceso de independencia.
El régimen instauró en el país la idea de que, pese a sus abusos y atropellos, estaba modernizando Chile. Algo insospechado fuera, donde nunca se entendió que su proyecto estratégico poco tenía que ver con los fascismos europeos y sí con lo de Singapur y Corea del Sur, además de con expectativas históricamente inoculadas a muchos chilenos por su peculiar clase dirigente, militares incluidos.
Se partía de la idea equívoca de un Chile homogéneo y de matriz europea (alemana, suiza, francesa, británica…), listo para experimentos propios de sociedades racial, cultural y económicamente integradas. El régimen buscó sustituir al supuesto sujeto político colectivo chileno por consumidores y emprendedores sin pasado.
También la izquierda de esa misma élite ha proyectado un imaginario país de colonos al hablar de pueblos originarios, negando así a la abrumadora mayoría mestiza chilena.
Una modernidad contradictoria
Con discursos, entretenimiento televisivo, publicidad ubicua y leyes que favorecían el neoliberalismo y el individualismo, la dictadura chilena terminó en 1990 sin haber logrado borrar la imagen de La Moneda en llamas. Sí consiguió que una mayoría interiorizase el neoliberalismo apolítico, como pone de manifiesto la crónica baja participación electoral de los chilenos.
Chile es, además, un país extremadamente desigual, así se refleja en los índices Gini y Palma, y eso fue clave en el reventón de octubre de 2019. Muchos hablaron entonces de “crisis de modernidad”, obviando el desajuste entre el Chile racial y culturalmente mestizo, ignorado, sin discurso y representantes propios, y una élite que, a derecha e izquierda, ha gobernado según sus ensoñaciones culturales. Reforzaban así las similitudes entre el surcoreano Park y Pinochet, impulsores de esa modernidad neoliberal.
Despotismo ilustrado
Tras el retorno a la democracia, las alabanzas externas al milagro chileno validaron aún más un sistema coherente con el que, desde la Independencia, impusieron una minoría de blancos occidentalizados, y biográficamente entusiastas del progreso material y del despotismo ilustrado.
El golpe de Estado, entonces, no habría sido un paréntesis sino la vuelta al proyecto alumbrado por el político conservador Diego Portales, figura fundamental en la consolidación del Estado chileno, que propugnaba:
“(…) un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.
Un ideal sostenido por el maridaje entre una minúscula clase criolla y una inmigración selectiva –europea, no española–, y basado en un paternalismo ideológico disciplinante. Para validarse por transfusión propagandística, el proyecto del régimen se asoció a la figura de Portales. Mientras en Chile calaban las promesas pinochetistas de refrigerador, auto y televisor a color, en el exterior seguían con las imágenes en blanco y negro de La Moneda en llamas.
Tensiones no resueltas
Pinochet fue el pararrayos de un régimen cuyo legado perdura, incluso en el marco de una crisis social. Hoy, las encuestas encumbran a Pinochet y a políticos como José Antonio Kast y Evelyn Matthei, identificados con él. La explosión delictiva también explica estas preferencias.
En términos de imagen, ganó Allende y perdió Pinochet. El marco político, económico y social, sin embargo, es el asociado a Pinochet. Las contradicciones chilenas son crónicas. Manifestación, quizás, de una tensión étnica y racial no resuelta en un país en el que la élite blanca y culturalmente europea controla el poder, desde el político, económico y militar al simbólico, ese que se instala persuasivamente y cuyos efectos se proyectan en el tiempo.
Por: Pablo Sapag M.
Profesor Titular de Historia de la Propaganda, Universidad Complutense de Madrid
Artículo publicado originalmente en The Conversation