Cada nueva matanza escolar en los EE. UU. ―y llevamos unas cuantas― nos confronta a la misma pregunta: ¿cómo alguien puede llegar a cometer un acto tan cruel? La extrañeza aumenta cuando sabemos que la mayoría de los tiradores son adolescentes o jóvenes adultos.
Seguramente hay varias razones. La primera es el contexto en el que viven: la sociedad norteamericana es una sociedad fuertemente armada, celosa de su autodefensa porque se sostiene en la tesis paranoica de que el otro es siempre un potencial enemigo. Es una tesis enraizada en su cultura, en la épica de la conquista del Oeste, donde cada uno debía defenderse sin que el Estado viniese en su auxilio.
La tenencia de armas y su inclusión en la Segunda Enmienda de la Constitución responde a este instinto de supervivencia. De ahí su apoyo por buena parte de la población, además, por supuesto, de los lobbies de la NRA (Asociación Nacional del Rifle) y del Partido Republicano. Los discursos que la extrema derecha promueve acerca de la violencia y el rechazo contra las minorías son elementos que legitiman muchas acciones posteriores, sin duda. Y el fácil acceso a la compra de armas, tal como hemos visto en el caso de Salvador Ramos, es otro estímulo fácil para cometer estos actos.
Las razones de cada caso
Pero, más allá de estas condiciones colectivas y objetivas, hay siempre razones particulares en cada caso. Algunas las conocemos pronto y para otras hay que esperar a saber más datos. Podemos señalar los rasgos más relevantes que se repiten en muchos de estos asesinatos. El primero es que todos estos adolescentes (varones en su inmensa mayoría) se sienten violentados internamente, tensionados por sus propios demonios y temores, asuntos que vienen de lejos.
A veces, evocan el acoso que ellos mismos han recibido por parte de sus iguales en la escuela. Salvador Ramos parece que fue acosado por su tartamudeo y su estética poco común. En otras ocasiones, ese acoso se redobla con un ambiente familiar violento donde se dan situaciones habituales de maltrato infantil o de violencia de género.
Las situaciones de exclusión social, por precariedad económica, discapacidad, enfermedad mental o inmigración son otro elemento siempre presente que condiciona la percepción que tienen estos jóvenes de sí mismos y del futuro que les espera. Para ellos, como para cualquier otro, obtener una inscripción social, un lugar en la comunidad, deviene psicológicamente necesario para no quedar en los márgenes.
Actos que dejan huella en redes sociales
Sabemos de su importancia porque es una reivindicación que acompaña a menudo a su acto violento, en forma de anuncio o declaraciones en las redes sociales. Quieren que el acto deje una huella de sí mismos que trascienda y les dé una existencia posterior ya que el desenlace final no puede ser otro que su propia muerte, sea por suicidio tras la matanza o por abatimiento de las fuerzas de seguridad.
Esa violencia interna que les perturba e inquieta, que los aleja del grupo –la mayoría son solitarios que la gente apenas percibe a su alrededor– les empuja a buscar maneras de calmar y apaciguar la tensión experimentada. La primera fórmula –lo hemos visto también en el caso de Texas– es la autolesión, los cortes o golpes que ellos mismos se producen como un intento de acabar con esa angustia que los desborda en el cuerpo. La autolesión hiere su piel y trata de neutralizar los pensamientos que no los deja de atormentar.
Ramos jugaba con los cuchillos a cortarse la cara, en un intento desesperado de poner fin a una escalada emocional que lo violentaba. A veces, esos cortes pueden derivar en tentativas suicidas, muchas de las cuales pasan como inexplicables por no poder conectarlas a esos sentimientos ocultos.
Cuando esas fórmulas autolíticas no funcionan, la violencia se ‘realiza’ en el cuerpo del otro a través de la agresión, sean golpes o asesinato. Es solo por medio de ese pasaje al acto, que destruye al otro, cuando el sujeto se desembaraza de esa violencia de manera definitiva y eso incluye, como decíamos, su propia desaparición. Matan así su propia infancia y su familia en un dramático ajuste de cuentas.
La novedad más reciente de estas matanzas y de sus autores, como decíamos, es la huella que dejan en las redes sociales donde ellos viven su mundo, menos solitarios que en el presencial, y donde anuncian sus planes, crean algunos vínculos incluso, para recuperar algo del sentimiento precario de la vida que les embarga. Allí se muestran más habladores y atrevidos que en la vida real, enumeran sus preferencias y sus gustos, retan a los que perciben como acosadores y se ‘hacen’ su propio nombre, saliendo así del anonimato en que ellos mismos se han refugiado.
¿Es inevitable esta violencia? En su totalidad, seguro que sí, pero eso no nos debería hacer olvidar la necesidad de reflexionar sobre la responsabilidad colectiva en estos sucesos. La de los políticos que promueven el odio al otro y polarizan cada vez más la sociedad, la de los gobiernos que no invierten lo suficiente en políticas públicas de salud mental, la de algunas familias muy alejadas de las problemáticas reales de sus hijos y la de algunos profesionales, reacios a conversar y ajenos al sufrimiento de sus pacientes.
Por: José Ramón Ubieto Pardo
Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Artículo publicado originalmente en The Conversation