La elocuencia de Günter Schabowski lleva un buen tiempo causando escozor en la sagrada cima del gobierno de la Alemania socialista. Ya en una oportunidad, el ex director del diario oficialista Neues Deutschland y miembro del politburó del comité central del partido único, el SED, le ha pedido a un grupo de periodistas extranjeros que lo consideren como “el más occidental” de todos los peces gordos de la dirigencia de la RDA. No sin razón, le tienen desconfianza. Y como si la historia quisiera darles razón a los radicales del gobierno, el conspicuo Günter Schabowski —que por esos días ha sido nombrado Ministro de Propaganda— será el hombre que se encargue de dar al traste con el sistema. Bastará un solo error. A bordo de su muy preciado Volvo, Günter Schabowski cruza Berlín Oriental tras un largo día de trabajo. Su casa está a las afueras de la ciudad, en un exclusivo conjunto residencial en el que vive la dirigencia del régimen socialista. Es el 9 de noviembre de 1989. Para todos los políticos, que ya duermen, es una noche como cualquier otra. Pero para Schabowski, que está encendido como un bombillo, esta será la velada más larga de su vida. Acaba de decirle a un grupo de periodistas extranjeros que la RDA abrirá de inmediato las fronteras. Una equivocación, piensa él. Nadie se lo perdonará. Sin embargo, en el apacible asentamiento donde vive con su familia el ambiente nocturno aún no da una sola pista de que en algunas horas caerá el muro de Berlín. “Las ventanas de casi todas las casas de mi conjunto residencial en Wandlitz estaban oscurecidas”, recodará Schabowski años después en sus memorias. El detalle es importante, pues los nervios se lo están carcomiendo. ¿En qué momento se enterará el jefe de estado Egon Krenz y me llamará para mandarme al diablo? Pero todo se imagina el funcionario, menos que mientras se alejaba de Berlín hace unos minutos hacia la paz de un bosque, ya un incontable número de ciudadanos se dirigía, dominado por la euforia, decidido a darlo todo y a gran velocidad, al puesto fronterizo de la calle Bornholmer Straße. Los cables de las agencias ya han difundido su error. Y en este momento, le están dando la vuelta al mundo. “Señor Schabowski, ¿a partir de cuándo?” El corresponsal italiano Riccardo Ehrmann tiene que repetir dos veces su pregunta. Son las 7 de la noche del 9 de noviembre. El mismo Schabowksi ha organizado esta rueda de prensa, una rueda de prensa más de las miles que se han celebrado en 40 años de socialismo. El Ministro de Propaganda quiere referirse hoy a una serie de medidas que podrían permitirle la salida del país a los habitantes de la RDA. “¿Pero a partir de cuándo?”, grita por tercera vez el reportero. Schabowski baja la mirada, se gradúa sobre la nariz sus anteojos y lee una hoja escrita a mano. Luego dice: “Hasta dónde estoy informado, a partir de este momento.” Pocos minutos después la noticia errada de que la RDA abrirá esa noche sus pasos limítrofes ya está en la televisión. Los habitantes de Berlín Oriental, cédula en mano, salen de inmediato de sus casas, caminando o a bordo de sus Trabants. Y se dirigen al muro, a la frontera más cercana con Berlín Occidental y con la libertad. La primera en llenarse es la Bornholmer Straße. Varios kilómetros de largo tiene la fila de carros que allí comienza, y con gran rapidez las masas se acumulan ante la pequeña puerta de hierro que no aún quiere darles paso hacia Occidente. Pero nadie dejará pasar esta oportunidad. El pueblo se moviliza, la policía tendrá que subir las barandas a como dé lugar. Meses atrás, los guardias han asesinado al último alemán que intentó escapar saltando el muro. Pero ante la presencia de miles de personas, hoy las autoridades serán impotentes. Dos teléfonos suenan esa noche, en dos lugares distintos de Europa. Y quienes los contestan, sienten por un momento que la voz al otro lado de la línea pertenece a un mundo irreal. El primero ha sido Helmut Kohl, el canciller de Alemania, que ese 9 de noviembre se encuentra en Varsovia, Polonia, negociando acercamientos con el este. Entre las 8 y las 9 de la noche, antes de salir para un banquete estatal, Kohl recibe una llamada desde Bonn. Levanta el auricular, saluda y pregunta: “¿Qué hay de nuevo?” Pocas horas después, tomará un charter rumbo a Alemania. El segundo teléfono en timbrar ha sido el del mismo Schabowski. Esperaba el rugido de un superior y una citación la mañana siguiente a primera hora. Pero lo que oye lo deja pasmado: “Lo llamo desde el paso fronterizo en la Bornholmer Straße, cientos de personas han llegado, pero los colegas no están dejando pasar a nadie.” Es la voz de un empleado de la dirección distrital, un don nadie, esperando órdenes superiores para actuar ante la sorpresiva conglomeración. “Vuélvame a llamar más tarde”, le dice Schabowski. Y más tarde el teléfono vuelve a sonar. Esta vez, la voz del guardia le dice que ya son miles las personas estacionadas en la Bornholmer Straße. Schabowski decide regresar en su Volvo. Quiere llevarse una impresión de las dimensiones de su error, de lo que está sucediendo en Berlín. Y a toda costa, tiene que evitar que se desencadene un baño de sangre. A través de los cristales de su coche, Schabowski empieza a ver las calles atiborradas de Trabants y de gente. La avenida Schönhauser Allee está totalmente bloqueada. Y sin embargo, Schabowski se acerca a la cadena de carros, le pide a la gente que le abra paso, y ésta, sorprendida de ver de repente a su febril Ministro en medio del caos, le da campo sin problema. Pero la benevolencia de sus paisanos no basta, Schabowski no logra llegar al puesto de la Bornholmer Straße. Y debe dirigirse a otro. Ha llegado a un puesto de control en la Heinrich-Heine-Straße. Allí un agente de la Stasi se le acerca, y le dice una de las palabras más célebres que se pronunciaron esa noche: “Compañero Schabowski, los estamos dejando pasar. No hay nada qué reportar.” El Ministro ve a la gente feliz, la ve pasar a Berlín Occidental. Hay gritos, pero son de júbilo. Los carros pitan, las masas se agolpan y pasan, pasan y pasan. “Sentí un alivio inmenso. No estalló la violencia. No hubo disparos. No hubo heridos”, escribirá en sus memorias. Y mientras tanto, en la Puerta de Brandeburgo los habitantes del otro lado de Berlín, los occidentales, también se han estacionado frente al muro. Muchos han empezado gritar, algunos se han atrevido incluso a treparse sobre la pared blanca, y miran desde allí a las masas de orientales que se han reunido a la espera de que caiga el muro. Por la Bornholmer Straße, por la Heinrich Heine Straße, por el Check Point Charlie y por el Potsdamer Platz ya pasan cientos de personas hacia el oeste. ¿Por qué no pasamos nosotros hacia el este? Una docena de valientes occidentales decide hacerlo y se lanza sonriente hacia el antes muy temido oriente con botellas de vino en las manos. Es una noche de revolución. La gente ya canta: “¡Libertad, libertad, libertad!” Y aunque la confusión domina a la policía, ésta hace un último intento por detener la ola de la historia. Desde un vehículo militar un altavoz ordena a los berlineses occidentales regresar al otro lado del muro. Y estos no se dejan provocar. Ya saben que el error de Schabowski es irremediable, que las fronteras están abiertas, que del otro lado de la ciudad hay una fiesta inmensa, y que a partir de la mañana siguiente todo será diferente. Los intrusos regresan pacíficamente. Pero mientras tanto una joven occidental ha tenido tiempo de escribir un primer grafito sobre la superficie blanca del muro: “Ha caído el muro de Berlín.”