Pocas veces unas elecciones norteamericanas habían despertado semejante expectativa no solo en el ámbito nacional sino mundial. No podía ser de otra manera. Cuando en 2016 Donald Trump sorprendió al mundo al ganar la presidencia, muchos temían los estragos que el magnate podía cometer durante su mandato. Pero las previsiones más delirantes se quedaron cortas.

Durante cuatro años Trump llevó a la deriva a la democracia más importante del planeta, con salidas en falso todas las semanas, arrebatos contra los aliados norteamericanos y atribuciones propias de un dictador. El temor era grande: si Trump lograba permanecer por otro periodo en la Casa Blanca, el daño sería irreparable. Por ello, el mundo estuvo durante días en vilo a la espera de los resultados. Al final, el triunfo de Joe Biden sucedió, y millones de estadounidenses celebraron que haya terminado, por fin, la pesadilla de Trump. Pero la calma está lejos de llegar: la amenaza del magnate de aferrarse al poder ante un supuesto fraude tiene en suspenso el futuro del país, y miles de seguidores suyos, armados y envalentonados por sus anuncios de fraude, podrían salirse de control.

Los comicios fueron los más extraños de la historia reciente. Con la pandemia aún haciendo estragos (esta semana se registró la cifra récord de 121.000 casos en Estados Unidos en un día), el voto por correo y el voto anticipado sirvieron para evitar aglomeraciones el 3 de noviembre. Por ello, muchos de los sufragios viajaron a su propio ritmo y, al contrario de las oportunidades anteriores, el suspenso permaneció durante toda la semana.

La espera le dio pie a Trump para jugar sucio por última vez. Acusó a los demócratas de cometer fraude con el voto por correo, con señalamientos infundados debidos, más bien, a que los votantes afines a Biden usaron este sistema mayoritariamente. Y desde que comenzó el conteo de votos desplegó un arsenal de abogados para ‘supervisar’ los resultados en los estados y asegurarse de tener alguna posibilidad de ganar.

En la noche del martes las tendencias favorecían al magnate. Trump lideraba la mayoría de los estados claves, y algunos medios conservadores asumían un tono triunfalista. A sabiendas de que faltaba la inmensa mayoría de los votos por contar, Trump decidió en la madrugada declararse vencedor en un acto sin precedentes. Pero el miércoles el panorama cambió, y Estados Unidos se levantó con un resultado más afín a lo que señalaban las encuestas. Biden había remontado en Míchigan y Wisconsin, dos estados del Rust Belt (el cinturón de óxido), la zona industrial del noreste en donde Trump ganó el pulso a Hillary Clinton en 2016. Esta vez, al presidente no le alcanzó el repunte económico y el descenso del desempleo de sus primeros tres años de mandato, y al igual que en el Rust Belt (en donde al cierre de esta edición también perdía la decisiva Pensilvania), otros bastiones de su campaña le dieron la espalda.

En una intervención escandalosa, Trump obligó a los canales de noticias a interrumpir en varias ocasiones la transmisión para aclarar que lo que decía el magnate era mentira, como cuando aseguró: “Si solo cuentan los votos legales, gano con holgura”.

Los demócratas y el propio Biden plantearon las elecciones como un referendo sobre Trump. Biden, sobrio, moderado y algo aburrido, no logró proyectarse como el gran personaje que podía movilizar a la nación. “Biden nunca fue un candidato ideal para los demócratas, sobre todo por su edad y falta de carisma”, le dijo a SEMANA Eric Smith, profesor de ciencia política de la Universidad de California (Santa Bárbara). “Sin embargo, siempre ha estado alineado con el centro de su partido, lo cual le ayudó a enfocar su campaña en los defectos de Trump”, añadió. Se dedicó a insistir en que el magnate representaba una amenaza existencial para la esencia de la nación norteamericana, y le funcionó. Biden consiguió el respaldo de buena parte de los afroamericanos, desencantados con Trump tras su largo historial de episodios racistas y sus ataques a las manifestaciones sociales contra la violencia policial, así como a casi la totalidad de las mujeres y a los sectores más progresistas de su partido. También impulsó a su campaña la nominación de Kamala Harris como su fórmula vicepresidencial, quien aglutinó a los demócratas más radicales detrás de Biden.

La estrategia demócrata funcionó, pero no sin esfuerzo. A pesar de su evidente falta de competencias para presidir la democracia más importante del mundo, Trump logró consolidar, con el aval de su partido, una base electoral fanática convencida de sus acusaciones. Entre los cubanos y venezolanos caló que señalara a Biden de ser un “aliado del comunismo”, lo cual quedó en evidencia cuando ganó Florida con relativa comodidad. Su discurso aislacionista y patriótico también le valió para mantener los bastiones republicanos en el interior del país. A la larga los estados pendulares le dieron a Biden una victoria por puntos, porque nocaut no hubo.

Al cierre de esta edición, todo señalaba a Joe Biden como el presidente número 46 de Estados Unidos. No obstante, nadie sabe qué pasará en las próximas semanas, ya que Trump seguía empecinado en denunciar un fraude, al tiempo que su equipo de abogados presentaba recursos desestimados a lo largo del país por falta de pruebas. Trump demostraba no tener límites en sus arrebatos, sobre todo porque su partido ha callado mayoritariamente ante sus manejos irresponsables y le ha permitido socavar la confianza de los ciudadanos norteamericanos en sus instituciones.

El jueves en la mañana, Trump lanzó una afrenta directa al sistema electoral. Hizo una intervención tan escandalosa que los canales de noticias tuvieron que interrumpir en varias ocasiones la transmisión para aclarar que lo que decía el magnate no tenía sustento alguno. “Si solo cuentan los votos legales, gano con holgura”, aseguró mientras sugería invalidar todos los tarjetones contados después del 3 de noviembre. La lamentable intervención quedará para la posteridad como el último intento del peor presidente de la historia de Estados Unidos para destruir la democracia de su propio país.

Ante las amenazas de Trump de aferrarse al poder, algunos republicanos, que ven que el presidente podría lastrar la imagen de su partido para siempre, hacían el viernes lo posible por neutralizar sus intenciones. El representante Adam Kinzinger le pidió “mostrar evidencia” del supuesto fraude, y le imploraba dejar “de difundir información falsa, es demente”. Paul Mitchell, representante republicano por Míchigan, también denunció a Trump al decir que “cada voto debe ser contado, como siempre ha sucedido. Si alguien tiene pruebas de fraude, que las muestre para resolverlas. Cualquier otra actitud daña la integridad de nuestras elecciones y es peligrosa para la democracia”. Y el senador Mitt Romney, el crítico más duro de Trump en su partido, dijo después del bochornoso discurso del magnate que “contar cada voto está en el corazón de nuestra democracia”.

Las esperanzas de Trump se agotaban, y sus declaraciones parecían el berrinche de un niño que no quiere soltar un juguete. Como escribieron Jack Detsch, Robbie Gramer y Colum Lynch en Foreign Politics, “la ira de Trump parece selectiva. Condena los tarjetones que llegan tarde en Pensilvania que le quitaron la delantera allí, a pesar de que no hay duda sobre su validez. Al mismo tiempo, agradece los votos que llegaron tarde a Arizona y Nevada y que redujeron la ventaja de Biden en esos dos estados del oeste”.

Y las autoridades federales no hacían más que cerrarles las puertas a las denuncias de Trump. En Pensilvania, el estado que le garantizaba la victoria a Biden a pesar de los votos restantes, el gobernador John Fetterman dijo que su estado “ha tenido las elecciones más grandes de la historia… Usamos masivamente el voto por correo por primera vez, y la única irregularidad que tuvimos fue que la campaña del presidente Trump apareció en el centro de Filadelfia para hacer una conferencia improvisada y decir ridiculeces y mentiras”.

A muchos les preocupa que el clima tenso ante la reticencia de Trump para aceptar los resultados termine en revueltas. La amenaza de los grupos supremacistas sigue latente, y las protestas ante la espera de los resultados no se han hecho esperar. Algunos colectivos de fanáticos de Trump llamaron a la acción e incluso insinuaron una guerra civil.

Pero por más absurdas que parezcan, hay quienes prefieren tomarse las amenazas de Trump en serio. Nancy Pelosi, líder demócrata en la Cámara de Representantes, aseguró el viernes a falta de resultados oficiales que “el equipo Biden-Harris va a ganar la Casa Blanca”, y que “el presidente electo Biden tiene un fuerte mandato que liderar”. Y Andrew Bates, portavoz de Biden, aseguró que “los estadounidenses decidirán el resultado de esta elección” y amenazó a Trump al decir que “las autoridades estadounidenses son perfectamente capaces de expulsar a los intrusos de la Casa Blanca”.

Las denuncias de Trump desde el plano legal seguramente quedarán en la nada. A muchos les preocupa que el clima tenso ante la reticencia de Trump para aceptar los resultados termine en revueltas. La amenaza de los grupos supremacistas sigue latente, y las protestas ante la espera de los resultados no se hicieron esperar. Algunos colectivos de fanáticos de Trump llamaron a la acción e incluso insinuaron una guerra civil, lo cual, avalado por un presidente que seguirá en activo hasta el 20 de enero, podría ser suficiente para generar caos en el país.

Que unas elecciones puedan dar pie a una revuelta civil pone de manifiesto el estado de decadencia en el que Trump dejó a la democracia estadounidense. Tras cuatro años delirantes, es comprensible la euforia de quienes celebran el retorno de la normalidad a Washington. Joe Biden no será el candidato que despierte mayor optimismo, y tampoco tendrá una tarea fácil para restaurar la confianza de los norteamericanos en su gobierno. En tiempos de Trump, el clamor popular pedía como mínimo el regreso a la normalidad. Sin embargo, algunos señalan que la pesadilla no terminará mientras un Trump derrotado y humillado ronde Washington para hacerle la vida imposible al nuevo presidente.

Y lo que es peor, la nación ha quedado profundamente dividida y polarizada, por lo que, con Joe Biden a la cabeza, debe asumir desde ya la tarea de superar las graves brechas económicas y culturales que afectan a su sociedad. Quienes así lo señalan advierten que si no lo logra, podría regresar la larga noche del populismo, aunque Trump ya se haya perdido en la niebla de la historia.