Todo parece empeorar para Joe Biden. Tras la decisión de retirar sus tropas, Afganistán se desplomó como un castillo de naipes al más mínimo soplido. Solo se necesitaron 11 días para el colapso total ante los talibanes. El mismo jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, el general Mark Milley, aseguró que nadie vio venir un desplome de 20 años de trabajo en tan pocos días.
Desde el domingo pasado, las imágenes han sido desgarradoras y se han convertido en un búmeran para Estados Unidos: los afganos corriendo e intentando montarse en los aviones para huir a toda costa, los talibanes felices exhibiendo que ahora tienen los Black Hawk y el armamento estadounidense que había sido dispuesto para derrotarlos, las calles sin mujeres y sin niñas en las escuelas. Y el terror acechando en cada esquina.
Ante este dolor en marcha, la respuesta de Biden fue soberbia. “No me arrepiento”, dijo el domingo, mientras el mundo se conmovía con los miles de afganos apeñuscados en las pistas de los aeropuertos esperando huir, aun a costa de arriesgar sus propias vidas. Biden, lejos de reconocer que su decisión desató esa crisis, apuntó con el dedo a ese pueblo martirizado. “Las tropas estadounidenses no pueden ni deben pelear y morir en una guerra que las fuerzas afganas no están dispuestas a luchar por sí mismas”, enfatizó.
El miércoles, el presidente lanzó una frase en una entrevista con ABC que muchos registraron como cínica: “La idea de que, de alguna manera, había una forma de haber salido sin que se produjera el caos, no sé cómo eso es posible”. Cuando el periodista George Stephanopoulos le preguntó si él sabía que este era el precio a pagar por esa decisión, el presidente apenas contestó “sí”.
En esas palabras de Biden había una contradicción y una enorme dosis de crueldad. En primer lugar, porque antes de la victoria de los talibanes, él mismo había prometido una reducción ordenada de una de las guerras más largas, costosas y crueles que habían luchado los Estados Unidos. Por otro lado, porque sin la presencia del gigante americano, pedir la resistencia ante los talibanes parecía toda una ironía.
En 1996, cuando los talibanes tomaron el poder, el baño de sangre había sido inconmensurable. Quienes conocen la historia de Afganistán, no veían una salida diferente para el Gobierno que esa huida pacífica. “Si me hubiera quedado allí, un presidente electo de Afganistán habría sido ahorcado de nuevo ante los ojos de los afganos”, dijo Ashraf Ghani, desde Abu Dabi, para recordar que, en esa oportunidad, el líder del país –Mohamed Najibulá– intentó hacerles frente a los talibanes y fue fusilado, ahorcado, atado a un jeep, arrastrado por las calles de Kabul y luego colgado en un poste por días como símbolo de lo que les sucedía a quienes querían oponerse.
El aclamado escritor afgano Khaled Hosseini, autor de los libros Cometas en el cielo y Mil soles espléndidos, quien vive desde hace años en California, aseguró que había votado por Biden, pero sus palabras le dolieron. “Puedo entender realmente a quienes dejaron caer sus armas y salieron corriendo”, dijo. Agregó que “el presidente Biden no respondió a la pregunta fundamental. ¿Qué hará Estados Unidos con respecto a la inminente crisis humanitaria de Afganistán? ¿Quién protegerá a los hombres, mujeres y niños que quedan atrás?”. Y reclamó que el país debe recibir, en corresponsabilidad, a la mayor cantidad de refugiados afganos que pueda.
Pero no es solo una cuestión de humanidad. Estados Unidos realmente perdió mucho con la victoria de los talibanes en Afganistán y puede seguir perdiendo aún más. Para comenzar, sus enemigos están felices. Sienten que le atinaron un golpe al corazón de la primera potencia del mundo sin mover una hoja. Los primeros que salieron a regodearse fueron los de Al Qaeda. “Esta victoria nos revela que la yihad y el combate representan la forma legal y realista, sobre la base de la sharia, de restablecer los derechos (y) de expulsar a los invasores y a los ocupantes”, declaró en un comunicado la rama yemení del grupo terrorista, considerada la más peligrosa por Estados Unidos.
Irán calificó la salida del Gobierno gringo como “humillante” y el punto de partida para que Estados Unidos se vaya de la región. “Pronto observaremos que las bases estadounidenses en la región sufrirán la misma suerte que sus bases en Afganistán”, dijo el subcomandante de coordinación de la Guardia Revolucionaria, Mohamad Reza Naqdi.
Por ahora, muchos comparan esta derrota con la pérdida de la guerra de Vietnam en 1975. Pero Tony Walker, experto australiano en Afganistán, asegura que es peor. “La situación afgana es más preocupante porque gran parte de Oriente Medio corre el riesgo de caer en el caos. En Oriente Medio, un Washington mermado –en el que la confianza en su capacidad para cumplir sus compromisos se ha destrozado– se encontrará con que su autoridad será muy cuestionada”, agregó.
El presidente ultrarradical de Irán, Ebrahim Raisi, añadió: “La derrota de Estados Unidos y su retirada pueden transformarse en una oportunidad para restaurar la seguridad y la paz en Afganistán”. En este frente de su peor adversario se da por descontado que el posible pacto nuclear que se cocinaba con Teherán ya no se dará.
Muchos hablan ya de que Biden perdió la hegemonía en Oriente Medio y que el papel de Estados Unidos como superpotencia está muy cuestionado. Al final, como recordó el columnista Thomas Friedman, lo que queda claro es que este país puede evitar que escenarios muy malos sucedan y derribar regímenes tan poderosos como el de Saddam Hussein en Irak. Pero lo que no puede hacer es mantener la democracia ni las libertades una vez triunfa.
El mensaje para sus aliados y sus protegidos también es aterrador. “Los aliados en Oriente Próximo van a tener ahora dificultades para confiar en las garantías de seguridad ofrecidas por Washington”, aseguró el exgeneral israelí Yossi Kuperwasser en una conferencia de prensa.
Menos de frente, Rusia y China también se regodean, pero toman precauciones por el temor a que el terrorismo también los afecte. El asunto en este frente para Estados Unidos no es menor. Con los talibanes en el poder, Al Qaeda y el Estado Islámico, dos de sus villanos más temibles, podrían ganar poder y tener refugio. Con un agravante y es que se quedaron con el armamento que Estados Unidos le había dado al Gobierno de Afganistán en los últimos 20 años.
Se calcula que el Pentágono les suministró más de 7.000 ametralladoras, 4.700 Humvees y 20.000 granadas en los últimos años, más aviones y helicópteros. “Ciertamente, una gran cantidad (de armamento) cayó en manos de los talibanes”, dijo un poco apesadumbrado el asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan.
Friedman escribió quizás el texto más favorable hacia el presidente hasta ahora. “Todavía es posible que Biden demuestre tener la razón sobre Afganistán”, dice. Para él, los talibanes que hoy se sienten triunfadores recibirán un país diferente al que gobernaron en los noventa, bajo el imperio de las redes sociales, con millones de mujeres ya educadas y un territorio absolutamente vulnerable al cambio climático. Biden, hoy aparentemente derrotado, decidió salirse de un Estado fallido y ajustar la estrategia de defensa de su país. Pero al final, solo lo que suceda en un tiempo dirá quién tenía razón.