“No tenemos miedo. No nos importa morir. Pero esta vez no vamos a permitir que el diablo vuelva a salirse con la suya, estamos cansados de los rusos desde hace siglos”, exclama Olga, una mujer del común que ha visto a su hijo, que nunca había empuñado un arma, presentarse voluntario y unirse al Ejército. Del temor inicial a que le ocurriera algo malo, ha pasado a sacudirse la angustia y convencerse de que es el único camino para que Ucrania siga siendo una nación libre.
“Hoy llegaron a mi pueblo, desde Kiev, unas 30 personas. Abandonaron sus casas porque no querían morir bajo las bombas, pero siguen aquí, en el país, para luchar”, señala con orgullo. “Y muchos pensamos lo mismo: si los ucranianos no luchamos y morimos por Ucrania, ¿quién va a luchar y morir por nosotros?”.
Quizá ese espíritu combativo hace que el rosario de imágenes que corren por las redes sociales sobre la guerra en Mariúpol, la importante ciudad a orillas del mar de Azov, en donde las tropas de Putin someten a la población a un martirio cotidiano de bombas y disparos, en lugar de doblegarlos y hablar de negociar, les incitan a repeler el salvajismo ruso.
El que los cazabombarderos no respetaran siquiera un hospital maternoinfantil y las tropas atacaran a tiros a niños y a sus madres cuando intentaban escapar por los corredores humanitarios acordados por los cancilleres de ambos países, causan profunda indignación y esparcen un odio visceral hacia “los enemigos”, como muchos llaman ya a los rusos.
“Han levantado un nuevo telón de acero, ahora entre los dos países. No quisiera albergar odio, pero lo siento hacia los rusos. No sé cómo me comportaría si veo a alguno, y ese sentimiento es común en muchos ucranianos y no va a desaparecer en el futuro. Y creo que a partir de ahora tenemos que destruir el hábito de hablar ruso y las tradiciones rusas”, propone Serhii, un abogado que trabajaba en una firma internacional de abogados en Kiev, obligado a cerrar sus puertas por la guerra.
Esa profunda animadversión, una gangrena imparable, la alimentan los crudos testimonios de los desplazados, ilustrados por ellos mismos con videos caseros, sobre sus vidas en los helados refugios subterráneos de Mariúpol, el símbolo por excelencia en estos días de la barbarie de Putin. Cuentan que carecen de casi todo porque las ayudas llegan a cuentagotas, dado lo extremadamente peligroso que resulta llevarlas. El agua que toman es la nieve que derriten y, para alimentarse, deben rebuscar cualquier comida que haya quedado en las casas, así esté medio podrida.
Por eso, en todas las regiones del país son legión los civiles dispuestos a luchar y a resistir o, cuanto menos, a ayudar en cualquier tarea, desde preparar enlatados para los soldados hasta distribuir ayudas humanitarias o coser uniformes militares. “Yo haré lo que necesiten, incluso usar un arma y luchar, que era lo último que imaginé que haría en la vida”, me comenta el guitarrista de un grupo de jazz de Lviv, un joven de aspecto indefenso que no ha matado una mosca en su vida.
Antes de pisar por primera vez Ucrania, estaba convencida de que Vladímir Putin conseguiría doblegar a la nación en pocas semanas, dado su inmenso poderío bélico, incluido el nuclear, y que tanto el Gobierno como la población aceptarían una honrosa rendición. Y que Occidente impondría las habituales sanciones cosméticas con tal de evitar la desbocada furia del exagente soviético, empeñado en reconstruir con puño de hierro parte de la decrépita Unión Soviética.
Hasta que me subí a un tren en Przemysl, la última ciudad polaca antes de cruzar la frontera en dirección a Lviv, a menos de 100 kilómetros de distancia. En cuanto comencé a hablar con ucranianos y observar su comportamiento en situaciones incómodas, que en otros momentos darían lugar a discusiones y protestas, comprendí que nunca tuvimos en cuenta el factor humano. Y esa percepción no hizo sino crecer a medida que pasaban los días y entrevistaba a más personas en Lviv, Vinnytsia o Kiev, entre otras localidades.
Muro de valientes
Ni Putin ni el mundo occidental podía imaginar que uno de los ejércitos más potentes del planeta chocaría con un muro grueso e infranqueable: la valentía, determinación, espíritu de sacrificio y unidad de un pueblo que no está dispuesto a que lo esclavicen de nuevo.
“La actitud del presidente Zelenski fue determinante. Lo elegimos por una enorme mayoría porque estábamos hartos de los políticos corruptos que nunca se preocupan por el pueblo. Y cuando dijo que se quedaba con su familia en Kiev, que no aceptaba volar hacia un exilio dorado en otro país, nos dimos cuenta de que todos debíamos pelear”, me dice Ebren, un pequeño empresario de Kiev.
El ejemplo del actor de comedia devenido en mandatario, que agigantó su figura hasta convertirse en un estadista a quien sus compatriotas comparan con el Winston Churchill de la Segunda Guerra Mundial, actuó como un imán al que se fueron adhiriendo reconocidos artistas y deportistas locales. Y, después, casi todo su pueblo. “Mire a Andriy Khlyvnyuk, es el cantante de Boombox, que ahora es soldado”, dice un joven estudiante, que me escribe el nombre impronunciable de su ídolo, y me muestra orgulloso la foto. Lo mismo repite con otros famosos.
Es entonces cuando asalta la duda de si esa confianza contagiosa que emanan por todos los poros y que sentí en todos los lugares que recorrí, podrá resistir una guerra costosa y larga. Empezando por la falta de dinero tanto para sobrevivir en Ucrania como mandar a las mujeres y niños que partieron, dado que la gran mayoría de empresas han cerrado sus puertas o trabajan gratis para colaborar en la guerra de defensa y resistencia contra los rusos.
Conocí directivos y profesionales de compañías de celulares, de concesionarios de carros, de empresas de construcción, de distribución, de tecnología, así como abogados, entre otros sectores, dedicados en exclusiva a actividades como distribuir las donaciones de todo tipo que llegan del exterior. Si preguntas, te dicen que viven de los ahorros, que no reciben nada por lo que hacen y que saldrán adelante de cualquier manera. Ahora su prioridad es la guerra.
Lo sorprendente es que no vi un solo mendigo, nadie extendiendo la mano para pedir nada, y con frecuencia no aceptaron que les retribuyese por algunas atenciones. Intenté dar dinero a un matrimonio de campesinos que nos dejaron dormir en su casa a dos ucranianos y a mí, en nuestro largo viaje de vuelta a Lviv desde Kiev.
“Un amigo de un amigo me dijo que nos podían acoger”, me explica Ebren, que hace las veces de conductor del vehículo en el que nos desplazamos. Antes era un empresario de la construcción. Los despertamos a las dos de la mañana porque tuvimos unas averías, tardaron horas en repararlas. Además de que íbamos por caminos secundarios, cubiertos de nieve y llenos de huecos. Así evitamos los ocasionales atascos de horas por la cantidad de carros que se dirigen a la frontera con Polonia.
No aceptaron nada a pesar de que nos dieron de comer a esas altas horas y, a la mañana siguiente, de desayunar. “En la guerra nos tenemos que ayudar entre todos”, fue su respuesta con una sonrisa.
“El Gobierno dijo que las ciudades que sufren bombardeos no deben pensar en pagar las facturas. La gente solo debe pensar en salvar vidas”, anota el joven abogado Serhii, que esperaba con una ilusión enorme acompañar a su esposa en el nacimiento de su primer hijo. Pero tuvo que conducirla hasta la frontera con Rumania, embarazada de ocho meses, junto a su hermana y su madre, para que dé a luz a su criatura, a salvo, en Alemania, donde les reciben unos amigos.
Él se quedó con su padre, jubilado de 67 años, que prefirió permanecer en su patria. “Estoy seguro de que el Gobierno, en esta situación, va a cubrir los gastos de luz, gas y calefacción. Yo no he pagado las facturas de febrero, no tengo cómo. Gasto el dinero que me queda en cosas más importantes para el Ejército. Y debo pensar que en cualquier momento su casa podrá ser destruida por los rusos, no tiene sentido pagar. Tal vez cuando la guerra termine, pagaré todos los atrasos”.
Pero algunos refugiados de las ciudades que padecen la estrategia de tierra arrasada de Putin no hablan con el mismo apasionamiento, aunque siguen firmes en su respaldo al presidente y dicen aceptar las decisiones que adopte.
Katia, su esposo Igor y su hija Nastya, de 13 años, llegaron este miércoles a Lviv desde la azotada Kharkiv, en el este. Entre todos sus atormentados recuerdos, no puede sacarse de la cabeza lo vivido el 1 de marzo. Lo recuerda como la peor pesadilla de todas. Regresaba con su esposo de comprar pan, leche y un par de cosas más, cuando escucharon los estruendos. Los rusos estaban bombardeando a solo metros de ellos el centro de su ciudad.
De inmediato pensó en su hija, que había quedado sola en la oficina donde se habían refugiado después de que la Fuerza Aérea rusa bombardeara el barrio donde residían. “Tenemos que sobrevivir, tenemos que sobrevivir”, repetía como un mantra mientras corrían. “Solo veía fuego y nubes de polvo que se me metían en la boca”, rememora mirándome a los ojos y sin derramar una lágrima. “No sabía si viviríamos nosotros para ver a nuestra hija y si la encontraríamos viva. Fueron unos minutos horribles”.
Encontraron a la niña temblando de miedo, aferrada al conejo blanco que tiene por mascota. Llevaban siete días durmiendo en el suelo, sin agua corriente ni calefacción, pese a las gélidas temperaturas. Pero soportaban las penurias creyendo que el centro de Kharkiv, con sus edificios monumentales, sería un lugar más seguro. Al día siguiente, 2 de marzo, dejaron su ciudad natal y emprendieron un tortuoso éxodo hasta Lviv, de 894 kilómetros, que duró varios días por las filas interminables para conseguir gasolina y los atascos por la cantidad de coches que escapaba del infierno.
Cuando ya se creían a salvo en Vinnytsia, a poco más de 200 kilómetros de Lviv, la aviación rusa arrasó por la noche el aeropuerto local. Sentían que la guerra les respiraba en la nuca, que nunca encontrarían paz. Hasta que llegaron a la bella ciudad que llaman “el París del Este” y les dio cobijo un íntimo amigo. “Anoche dormí de un tirón por primera vez”, me dice.
“Pero uno nunca sabe qué pasará. Un día estás a salvo y al día siguiente todo puede cambiar. La madre, la hermana y el tío de mi esposo se quedaron en Kharkiv porque él está muy enfermo de cáncer, no se puede mover, y mi suegra no le quiere dejar solo. Otros no pueden escapar por falta de gasolina y pasan los días en los refugios. ¡Por favor!, pidan que paren esta guerra. Solo queremos paz”.