En un futuro no muy lejano, los ciudadanos usarán mascarillas que monitorean la respiración, lentes de contacto que miden la presión ocular, anillos que evalúan la tensión arterial o ropa que calcula la temperatura del cuerpo y analiza la transpiración. El examen de los datos extraídos por esos aparatos permitirá a las autoridades de salud identificar una enfermedad, quizás contagiosa, y aislar al individuo.
Ese es el sueño orwelliano de las empresas que intentan comercializar tecnología biométrica para controlar la pandemia y prevenir epidemias futuras. Las innovaciones incluyen cámaras de reconocimiento facial con inteligencia artificial y también los llamados tecnoaccesorios (wearables, en inglés), prendas o instalaciones en el cuerpo que permiten monitorear la actividad de este en tiempo real.
Una parte de esa tecnología ya existe y se implementa en varios países para luchar contra la covid-19. En Rusia se ha utilizado el reconocimiento facial para controlar la cuarentena, mientras que en China se usa para identificar a quienes no utilizan la mascarilla. Para monitorear a los nacionales que regresan del extranjero, el Parlamento israelí acaba de aprobar el porte de brazaletes electrónicos. Y en Estados Unidos, estudiantes del equipo de fútbol americano de la Universidad de Tennessee utilizan detectores de proximidad física en sus hombreras para que los médicos identifiquen situaciones de riesgo sanitario.
La lucha contra la pandemia aceleró la aparición de esas invenciones controversiales. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, las grandes potencias empezaron a invertir en el desarrollo de todo tipo de tecnologías para identificar riesgos contra la seguridad. Por ejemplo, durante los seis años (2014-2020) del programa científico europeo Horizon 2020, alrededor de 2.000 millones de euros fueron destinados, entre otros, a la inteligencia artificial, drones a distancia, realidad aumentada, reconocimiento facial, de voces, iris o venas.
Aunque no se puede negar el éxito de las tecnologías para controlar la crisis sanitaria, los defensores de los derechos fundamentales señalan los riesgos para la vida privada. “La vigilancia tiene el potencial para mitigar la pandemia, pero también para producir prácticas y estructuras antidemocráticas y discriminatorias a una escala global. Las tecnologías y datos se pueden utilizar con objetivos diferentes a los iniciales”, alertó Veena Dubal, profesora de Derecho en la Universidad de California Hastings, en una columna del diario británico The Guardian publicada en abril de 2020, cuando varios países empezaron a utilizar la biometría en nombre de la lucha contra la covid.
Los regímenes autoritarios ya han comenzado a instaurar esa tecnología para otros propósitos, como en China, donde la biometría es utilizada para vigilar a la etnia musulmana uigur. Pero en los sistemas democráticos la situación también conlleva riesgos. Por ejemplo, la Unión Europea ha financiado el proyecto iBorderCtrl, un detector de mentiras basado en la lectura de microgestos faciales que podría ser utilizado en el control de fronteras. Los activistas temen que se estigmaticen individuos identificados como no blancos por el dispositivo.
Además, esas innovaciones se están lanzando sin un marco legal que indique el uso de la información recolectada. ¿Quién puede exactamente acceder a los datos? ¿Las empresas privadas o la policía pueden tener acceso a ellos? ¿Podrán ser vendidos para objetivos publicitarios? ¿Durante cuánto tiempo pueden ser conservados? Por ahora, esas preguntas son ignoradas.
Aunque el planeta entero desea dejar atrás lo más rápido posible la crisis sanitaria, olvidar que el derecho a la vida privada es un fundamento de las democracias podría hacer que el mundo salga de la pesadilla de la covid-19 para entrar a la pesadilla de un sistema de vigilancia en el que hasta el corazón de las personas es controlado en cada latido.