El curso político de Estados Unidos cambió el martes de la semana pasada. Ese día, en las elecciones legislativas, se produjeron dos fenómenos de manera simultánea. El Partido Demócrata, que le hace oposición al gobierno del presidente Donald Trump, recuperó las mayorías en la Cámara de Representantes que había perdido hace ocho años. Paralelamente, los republicanos conservaron su ventaja en el Senado, gracias a que vencieron a sus adversarios en estados claves. Ambos hechos explican por qué Ed Rogers, antiguo asesor de Ronald Reagan y George Bush papá, tituló su columna de The Washington Post de la siguiente manera: ‘Los demócratas ganaron la Cámara, pero Trump ganó las elecciones’. La jornada electoral restauró el sistema de contrapesos que controla el presidente. Las encuestas no fallaron. Habían anticipado que los demócratas iban a conseguir al menos los 23 escaños en la Cámara que les faltaban para recobrar una mayoría en apariencia inalcanzable. Acertaron. De un total de 435 curules, que se renuevan cada dos años, los demócratas se metieron al bolsillo más del 50 por ciento. En el Senado, entre tanto, las cosas quedaron casi como estaban. El Partido Republicano mantuvo 51 bancas de las 100 posibles, mientras que los demócratas se hicieron con 44. Dos de los escaños restantes terminaron en manos independientes. Puede leer: Trump y su bomba atómica política Trump se declaró complacido. “Fue fantástico”, dijo, sobre todo porque buena parte de los candidatos a los que había respaldado tuvieron éxito. Pero lo que más lo satisfizo fue el resultado de ciertas elecciones al Senado y unas cuantas gobernaciones. Entre las primeras se cuenta la del escaño por Texas que se disputaban Ted Cruz, un republicano radical en busca de la reelección, y el demócrata Beto O’Rourke, cuyo nombre suena cada vez con más fuerza para ser el candidato presidencial a las elecciones de 2020. Cruz venció por los pelos. Y en cuanto a las gobernaciones, Trump se dio por bien servido con la victoria en Florida de Ron DeSantis, dirigente muy trumpista, ante el demócrata Andrew Gillum.

El despido del ahora ex fiscal general, Jeff Sessions, (en la foto, saliendo de su oficina el mismo día) y el nombramiento de Matthew Whitaker, crítico de Mueller y la investigación rusa, parece allanar el camino para cerrarla, como desea Trump.  Es obvio que para la democracia estadounidense la jornada electoral valió la pena. No hay duda de que restauró el sistema de pesos y contrapesos (checks and balances) impulsado por padres fundadores como Thomas Jefferson y James Madison, que en el siglo XVIII le pusieron al Congreso por tarea controlar al presidente. Como editorializó The Washington Post, “los comicios de esta semana han sido una muestra de salud política y de control de los excesos retóricos y reales del presidente Donald Trump”. Pero ¿para Trump? ¿Qué viene para el presidente de ahora en adelante? “Dos cosas”, le dijo a SEMANA Dori Toribio, corresponsal de Mediaset en Washington. “Primero, momentos muy difíciles en la presidencia, bajo un nubarrón de investigaciones y de diversos escollos para su agenda legislativa, y, segundo, una campaña política continua en la que arreciarán los ataques del presidente contra sus enemigos, como lo son algunos medios de comunicación”. En efecto, la agenda de Trump va a sufrir un tropiezo importante. Con los demócratas al mando en la Cámara lo más probable es que deba despedirse de iniciativas como la construcción del muro en la frontera con México, que fue una de sus banderas de campaña. Pero lo grave no es eso. Lo grave es que la oposición puede no solo exigirle nuevamente a Trump que haga pública su declaración de renta, sino reabrir medio centenar de investigaciones entre las cuales se incluye la que pretende aclarar si Rusia perjudicó a Hillary Clinton en los comicios que perdió ante el hoy presidente. Y aún más grave que lo anterior sería que los demócratas pusieran en marcha desde la Cámara de Representantes un juicio político (impeachment en inglés) contra él. Sin embargo, para fortuna suya, la líder opositora Nancy Pelosi desechó de momento esa alternativa a menos que los republicanos la apoyen. Le sugerimos: Trump y el nuevo Congreso: los puntos espinosos Tal vez por eso el propio Trump forzó al día siguiente de las elecciones la renuncia del fiscal general, Jeff Sessions, a quien, después de haberlo nombrado en el cargo (en Estados Unidos el fiscal o procurador general es el mismo secretario de Justicia), venía criticando desde hace varios meses. El origen de la molestia presidencial se produjo a comienzos del año pasado cuando Sessions decidió declararse impedido para investigar la injerencia del Kremlin en las elecciones. Tomó esa determinación cuando se supo que, cuando Sessions era senador por Alabama, se había reunido en Washington con el embajador ruso Serguéi Kislyac. Sessions ha dejado ahora el caso a su número dos, Rod Rosenstein, quien nombró como fiscal especial al exdirector del FBI Robert Mueller. El lío es que el reemplazo provisional de Sessions es Matt Whithaker, un crítico feroz de la tarea de Mueller. No es descartable, pues, que Whithaker trate de archivar la investigación contra Trump. Paralelamente, Trump volvió a seducir a los suyos con el rifirrafe que mantuvo en la rueda de prensa del miércoles con el reportero de CNN Jim Acosta, al que en una multitudinaria rueda de prensa en la Casa Blanca llamó “persona ruda y terrible”, y a quien mandó retirarle su credencial de acceso a las instalaciones de residencia donde vive y trabaja el jefe del Estado. Para Trump, la mejor defensa es el ataque.

Las elecciones resultaron inclusivas. Jared Polis será el primer gobernador gay; Alexandria Ocasio-Cortez, con 29 años, es ahora la mujer más joven del congreso, y Ilhan Omar será la primera musulmana en la Cámara de Representantes. Pero más allá de cualquier otra consideración, y aun cuando los demócratas se han anotado un punto con su victoria en la Cámara de Representantes, perder las elecciones de mitad de mandato no es un hecho inusual para un presidente que cumple su primer periodo. En 1982 los republicanos de Ronald Reagan vieron cómo los demócratas los despojaban tranquilamente de 26 curules en la Cámara de Representantes. En 1994 los demócratas de Bill Clinton fueron testigos de cómo se quedaban sin 54 escaños en la misma cámara tras la oleada republicana comandada por Newt Gingrich y bautizada como “contrato por América”. Y en 2010 los también demócratas de Barack Obama sufrieron una auténtica debacle cuando los republicanos les arrebataron en un hecho sin precedentes 62 curules en la misma corporación. Lo curioso es que tanto Reagan como Clinton y como Obama fueron reelegidos dos años más tarde. En síntesis, lo que le ha pasado a Trump es incómodo para él, pero no letal. Sin el temor inminente de un impeachment, con el desempleo en menos del 4 por ciento y con el precio de las acciones disparado en las bolsas, el presidente tiene un margen de maniobra que le permite gobernar mediante órdenes ejecutivas, es decir, a golpe de decreto. Otra cosa que le favorece es que a estas alturas los demócratas no tienen un líder visible ni un candidato en ciernes. A lo largo de la campaña tuvieron que desempolvar a Obama para que tomara la batuta y entusiasmara a los votantes. Y si eso no cambia en los próximos meses, el mundo deberá empezar a contemplar la posibilidad de que Trump, con sus excesos y radicalismos, con sus insultos y sus escándalos, puede lanzarse a la reelección en 2020 a la presidencia de Estados Unidos, y ganar.