Marie Chickel ha pasado la noche con miedo. Echada en el suelo sobre cartones mientras vigilaba el sueño de sus gemelos de 10 años, esta migrante haitiana no pudo dormir, temerosa de que una redada ponga fin a su viaje y la separe de sus hijos.

“Estuve escuchando que la migración va a llegar aquí y por eso no pude dormir. Si la inmigración me encontrase aquí no sé adónde puedo ir”, dice consternada esta mujer de 45 años.

El rumor se esparció rápidamente durante la madrugada del miércoles dentro del parque Braulio Fernández de Ciudad Acuña, el vasto terreno que unos cientos de haitianos como Chickel han convertido en un improvisado refugio, separado de territorio estadounidense solamente por el cauce del río Bravo.

La mayoría de los refugiados abandonaron la idea de permanecer bajo el puente internacional que une a Acuña con la estadounidense Del Rio, agotados y temerosos de que la patrulla fronteriza los detenga y los deporte inmediatamente a Haití.

Foto del domingo 19 de septiembre en que migrantes procedentes de Haití esperan en el río Bravo para cruzar rumbo a Estados Unidos, en Ciudad Acuña, estado de Coahuila (México). EFE/Miguel Sierra Foto: EFE | Foto: AFP

Chickel y cientos de refugiados como ella evitan en lo posible salir del parque. Policías y agentes migratorios mexicanos patrullan las calles y están prestos a detenerlos en intervenciones directas o en redadas a hoteles, una de las cuales fue presenciada por la AFP la noche del martes.

Miembros de lo que parecía ser una familia, incluidos dos niños pequeños, fueron detenidos en un hotel del centro de la ciudad, de donde salieron escoltados por agentes de la Guardia Nacional que los subieron en camionetas del Instituto Nacional de Migración.

“Mi corazón me duele mucho”

Para llegar hasta aquí, Chickel y sus niños partieron desde Chile y cruzaron casi toda Sudamérica y América Central hasta arribar el 11 de julio pasado a la ciudad mexicana de Tapachula, en la frontera con Guatemala.

“Mi corazón me duele mucho”, confiesa. Los niños “no pueden dormir bien, no pueden comer bien, no pueden ir a la escuela, es muy difícil”. Con voz trémula, dice que su mayor temor es que la separen de ellos y ver truncado su anhelo de encontrarse con su hermana, que reside en Boston.

Pero Chickel, una mujer graduada como laboratorista médica, electricista y con estudios de enfermería, está dispuesta a tomar oportunidades allí donde se las brinden. “Si no puedo cruzar y si puedo encontrar papeles aquí para trabajar, para enviar a mis hijos a la escuela yo puedo decir gracias al señor”, dice ahogando un sollozo.

En medio de la tristeza y la incertidumbre, este nuevo éxodo de haitianos encuentra alivio en la espontánea generosidad de vecinos de Ciudad Acuña que se han organizado para traerles alimento, bebida, ropa e implementos de limpieza.

Los migrantes que buscan asilo en los EE. UU. Llevan alimentos y suministros mientras esperan ser procesados, en Ciudad Acuña, México. Foto REUTERS / Go Nakamura | Foto: Reuters

“Hermanos haitianos”

“Los mexicanos están pasando comida, ropa y ahora nosotros tenemos un lugar para dormir” pero “tenemos miedo a la (autoridad de) migración porque nosotros acá estamos sin documentación”, dice Kabelo Joseph, de 29 años, quien también llegó desde Chile con dos hijos de 7 y 9 años y su esposa embarazada de seis meses. Piensa quedarse en Ciudad Acuña “dos o tres meses si no nos molesta migración”.

Haydée Briceño, una vendedora ambulante de ropa usada traída desde Estados Unidos exhibe un pequeño cargamento en el maletero de su auto, mientras tres mujeres eligen qué prendas llevarse de regalo.

“Vamos a dar un poquito de lo que nosotros tenemos para nuestros hermanos haitianos”, dice. Otro grupo, conformado por seis miembros de una iglesia local llamada “Luz de Vida”, acudió con termos de bebidas frías y sándwiches, para compartir con los refugiados.

“Yo he estado en lugares donde no he conocido a nadie y créame que es algo muy, pero muy difícil (...) hemos tenido el mismo sentir que ellos ahorita tienen de la necesidad”, dice el pastor Roberto Montaño, de 33 años, quien también vivió como indocumentado en Estados Unidos años atrás.

Esta ayuda es vital para personas como Chickel, que está exhausta. “Me siento muy feliz, le digo gracias al Señor porque ellos tienen corazón. No nos dejan morir aquí sin comida”, dice.