El ambientalista Ígor Chastuj, de 18 años, sostiene un frasco frente a un desagüe del que brota un agua caliente y pútrida, cerca de la ciudad de Penza, en el oeste de Rusia.
“Huele a infusión”, bromea tras oler la muestra, mientras su mujer, Sonia, registra el olor y el color, amarillento, de la sustancia, junto a otros dos activistas, Alexéi Zetkin y Yakov Demidov. Ninguno llega a los 20 años.
El agua procede de una fábrica de papel cercana que ya fue multada por contaminar y su destino es un afluente del río Sura, a unos 600 kilómetros de Moscú. El líquido presenta niveles excesivos de cloro, hierro y materia orgánica.
“La gente que bebe esta agua, pesca en ella y se baña en ella debe comprender el peligro”, dice Ígor a la AFP. Las posibilidades de que eso suceda son escasas. Los grupos ecologistas como el de Ígor y Alexéi ya se enfrentaban a la presión de las autoridades y muchos fueron ilegalizados con la ola de represión que se desató tras el inicio de la ofensiva contra Ucrania en febrero de 2022.
Amenaza para el Estado
Ese fue el caso de las secciones rusas del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y Greenpeace, acusadas de ser “secuaces de Occidente” y de socavar la economía nacional.
Actualmente, sobreviven tan solo grupos ecologistas locales, de dimensión generalmente modesta, que tratan de continuar la lucha. “Lo que hacemos es legal e inofensivo, pero mañana podrían asociarlo con el extremismo o el terrorismo. La mínima transmisión de información puede convertirse en una supuesta amenaza al Estado”, observa Ígor.
Un camarógrafo y una responsable de comunicación de la empresa surgen inopinadamente y empiezan a filmar al grupo. Acto seguido, aparece un agente de seguridad. Para evitar un control policial, los jóvenes se repliegan.
A pocos metros, bajo los árboles varios hombres pescan apaciblemente en esas aguas contaminadas. El grupo inspecciona periódicamente ríos o basureros y luego, con apoyo de un activista mayor con conocimientos jurídicos, denuncian los incumplimientos de las leyes ante el Ministerio Público o la agencia de protección ambiental.
A veces, con un éxito sorprendente. En noviembre de 2021, cuando Ígor y Alexéi aún eran alumnos de secundaria, analizaron las aguas vertidas por esa misma empresa y enviaron los resultados a las autoridades, que confirmaron una contaminación masiva y multaron al director de la fábrica, miembro del partido del presidente Vladimir Putin.
Después de aquello, Alexéi fue expulsado de un grupo ecologista progubernamental por haber llevado a cabo una investigación sin el aval de sus superiores. En febrero de 2022, creó su propia organización, Eko-Start, y siguió organizando acciones con Ígor.
En cuanto terminan su operación frente a la fábrica de papel, ambos conducen a la AFP a un vertedero a cielo abierto, cerca de Penza, donde se amontonan verduras podridas, baterías eléctricas y desechos médicos. “Los dueños de este basurero son jerarcas de la región. Economizan evitando separar los residuos y almacenarlos según los reglamentos”, afirma Alexéi.
Pequeñas victorias
Ígor y Alexéi se conocieron en el Komsomol, las juventudes del Partido Comunista ruso, que responde ante el Kremlin a escala nacional, pero que en ocasiones hace oposición a nivel local.
Desde entonces, ambos abandonaron el Komsomol. Ígor se define como un “trotskista-internacionalista”, opuesto a los “estalinistas” y a la represión política. Su militancia es poco habitual en los tiempos que corren.
Actualmente, una parte de los jóvenes rusos evitan cualquier actividad disidente por miedo y otra se ha instalado en la indiferencia o el apoliticismo o bien apoya al régimen. Alexéi es consciente de esa realidad, aunque piensa que “si no haces política hoy, la política te alcanzará mañana”.
Según él, la intervención en Ucrania politizó a muchos jóvenes, empujándolos a comprometerse a favor o en contra. Los dos amigos alegan que el conflicto corre el riesgo de provocar nuevos problemas ecológicos en Rusia, dado que el gobierno flexibiliza las normas anticontaminación para apoyar a la economía y al complejo militar-industrial cuyas fábricas de armas funcionan a toda marcha.
La coordinadora de la ONG Bellona, Ksenia Vajrucheva, actualmente exiliada, cree que ya no existen organizaciones ambientalistas rusas lo suficientemente poderosas como para provocar “cambios sistémicos”. Alexéi Zetkin quiere creer que “dos o tres” asociaciones eficaces en cada región podrían “cambiar” Rusia con pequeñas victorias.
*Con información de AFP.