Ilse Düring tenía 13 años cuando los vidrios volaron ante sus ojos y el olor a humo se coló hasta su casa. Todavía recuerda que la pastelería Frau Baron quedó destruida y no puede evitar las lágrimas cuando se remite al 9 de noviembre de 1938. Esa noche prometió no regresar a Berlín. Los nazis destruyeron sinagogas y locales judíos y los cristales quedaron sobre las calles que ella jamás volvió a pisar.Después de eso, los Düring tuvieron que vender -o más bien regalar- todas sus pertenencias para buscar un futuro lejos de la Alemania de Hitler. En cuanto decidieron irse a Bélgica, perdieron su nacionalidad y no se volvieron a escuchar las canciones que Karl, el papá de la familia, solía tocar todas las tardes en su piano de cola.De niña, a Ilse le gustaba vestirse de blanco; ahora, lo único que tiene de ese color es el pelo que resalta entre las flores que adornan su casa. No se consideraba judía. De hecho, ella y su hermana Marion fueron bautizadas y todos los inviernos celebraron la navidad.
Kalr y Else Düring con sus dos hijas, Ilse y MarionSi se sentían judíos o no, eso no le importó a los nazis. Las leyes eran claras y bastaba con que una persona tuviera un único abuelo judío para que se le considerara como un sujeto no grato dentro del Reich. Ante eso, ni la Cruz de Hierro que Karl obtuvo después de la Primera Guerra Mundial los salvó de la bestia que se avecinaba.Tras la ‘Noche de los cristales rotos’, se fueron de Alemania con 10 pesos de Reichsmark en el bolsillo y caminaron durante siete horas en una noche fría hasta llegar a una zona neutral. No había tiempo para descansar ni comer y debieron tirarse al piso varias veces para evitar ser vistos por los oficiales nazis. Le puede interesar: El último sobreviviente de una red que salvó a cientos de judíosEn Bruselas los acogió el tío Hein, quien trabajaba como secretario de un comité católico de ayuda para refugiados alemanes y austriacos. Allí encontraron un amparo, pero la situación era difícil y el dinero que recibían no los escudó de las noches de hambre.Por suerte, las niñas tuvieron garantizado el almuerzo en un colegio público al que asistieron por un tiempo. Como estudiantes, conocieron personas valiosas, tanto que cuando las leyes antijudías se implantaron en Bélgica, Ilse no fue la única de su clase que tuvo que coser a su ropa una estrella amarilla que la identificaba como judía: “todo mi curso se la puso y marchamos por la avenida principal de Bruselas.”, recuerda.El 10 de mayo de 1940, cuando el ejército nazi inicia la ocupación de Bélgica, al padre de Ilse lo llamaron para presentarse ante las autoridades. Nadie se despidió, pero ese fue su último adiós. Su destino: un campo de concentración en el sur de Francia, donde estuvieron alrededor de 5.000 refugiados alemanes más.Los días pasaron para las mujeres Düring y poco después la guerra fue a golpearles a la puerta nuevamente. Eran los oficiales nazis preguntando por ellas. Afortunadamente, no las encontraron y eso les dio chance de ir a buscar cobijo en la casa de unos campesinos belgas. No estuvieron más de 15 días allí, hasta que el tío Hein encontró un lugar para mantenerlas a salvo.Ilse y Marion pasaron tres años en un convento, sin poder salir, y lejos de su madre. Entraron con identidades falsas y, únicamente, la madre superiora sabía por qué estaban allá. Les tocaba usar delantales negros que daban casi al piso, medias blancas y zapatos negros, una combinación que a Ilse no le fascinaba. Veían clases de economía y derecho; también de cocina, de coser y hasta de planchar.Los bombardeos en la ciudad las obligaron a esconderse varias veces en los sótanos y a cantar para que los más pequeños no sintieran el terror de los cielos. Fueron momentos difíciles, pero las hermanas Düring encontraron la manera de entretenerse haciendo cartas ilustradas que Hein le llevaba a su madre. Marion las escribía e Ilse las dibujaba y hoy esas memorias las guarda el Museo Judío de Berlín.Las cartas eran lo suyo. Apenas salió del convento, el 3 de septiembre de 1944, quiso escribirles a muchos jóvenes de todo el mundo para convocar un grito por la paz. Su ideal era unirlos a todos bajo el mismo mundo en el que no cabía la guerra y logró muchas respuestas que la llenaron de esperanza. Solo había un problema logístico: ¿quién pagaba las estampillas? Por esta razón, la iniciativa murió cuando el tío Hein le dijo que ya no le iba a dar más dinero “para esa pendejada”.El grito por la paz hoy lo hacen miles de personas judías y no judías que se unen para recordar y evitar que algo así vuelva a suceder. En Israel, todo se detiene cuando suenan las alarmas el 27 de Nisán, según el calendario judío. Los carros frenan en medio de las autopistas y durante dos minutos todos permanecen de pie para conmemorar la Shoá, el genocidio que cambió la historia judía. En Polonia, más de diez mil judíos hacen una marcha de tres kilómetros, desde el campo de exterminio de Auschwitz hasta Birkenau, como un tributo de silencio a todas las víctimas. En la diáspora, las comunidades les cuentan a los más jóvenes las historias de sus abuelos, encienden la vela de la esperanza y entonan el Hatikva, el himno de su tierra ancestral.
Este año, en Colombia, y en 350 ciudades más, las calles se llenaron de camisetas blancas que marcharon por la vida y los sobrevivientes, como Ilse, se unieron para recordar lo que el nazismo fue capaz de hacer con ellos, con sus familias y con seis millones de judíos más. En el centro de Bogotá, el pasado 23 de abril, más de 1000 personas se sumaron a un evento liderado por comunidades cristianas para gritar ¡nunca jamás!Le recomendamos: Así llegaron los judíos a América LatinaLo hicieron como parte de una iniciativa que surgió en Tübingen, Alemania, hace diez años, que busca redimir el daño que causó la Iglesia durante la Guerra y evitar que el silencio vuelva a ocasionar tragedias similares. Y es que muchos sectores eclesiásticos respaldaron al gobierno de Hitler, algunos para evitar la expansión del comunismo soviético, y otros porque culpaban a los judíos por la crucifixión de Jesús. Además, el acuerdo oficial entre el Vaticano y el Reich, firmado en 1933, impedía que grupos católicos alemanes se unieran para protestar en contra de los nazis.Así pues, ante la Catedral Primada, con la voz agitada, y de frente a Ilse, Serina Klotz se atrevió a pronunciar las palabras que sus antepasados, portadores de la esvástica, no quisieron ni recordar: “No sé si mi bisabuelo y mi abuelo estaban del lado de los perpetradores, de los observadores o de los apáticos. Y no sé hasta qué punto los alcanzó la culpa, lo que sé es que el silencio nos ata. Y si las víctimas no pueden escucharlo de su boca, yo sí voy a expresar el perdón que ellos no dan”.Ilse ya perdonó, más no olvidó. Hoy tiene 92 años y trata mantenerse con una sonrisa que combina con sus ojos azules llenos de vida. Tiene 10 bisnietos y se considera más colombiana que alemana. Aquí conoció a su esposo, en 1947, a los ocho días de haber desembarcado en América con un pasaporte de la Cruz Roja. Al principio, no quería venir. Le habían ofrecido la gerencia de SKF, la compañía de diseño Suiza, y tenía un novio al que no quería decirle adiós.Al llegar, se alojaron en Teusaquillo, en casa de una tía que solo pudo ofrecerles camas sin colchón y una estufa de carbón. La señora tenía un salón de té, ubicado en la carrera séptima con calle 23, que les alcanzaba para vivir a medias en la casita donde Ilse hacía la labor de Cenicienta. Por esto, buscó emplearse lo antes posible y así llegó a la firma López-Dávila, una importadora de maquinaria donde ejerció como secretaria en inglés.Le puede interesar: La niña alemana: el libro que rescata un episodio olvidado del HolocaustoCuando el 9 de abril desdibujó las calles de Bogotá, aquel salón de té, poco parecido a los europeos, se esfumó al igual que el sustento de las Düring. Sin embargo, como caído del cielo apareció Jorge Alvarado, un excompañero de trabajo de Ilse, en una camioneta llena de alimentos para todos. “Esto me impactó y fue suficiente para prestarle atención”, recuerda de aquel momento. Se tardó tres años en darle el sí, pero después de eso la historia duró 64 años más.Hasta que se casó, trabajó en el Royal Bank of Canada y consiguió unos pesos extras en la 20th Century Fox. Prometió tener a todos sus hijos antes de los 30 y cumplió con su cometido. Tuvo cuatro y hoy las fotografías de ellos están en los rincones de su casa floreada. Le gusta colorear mandalas y aun no olvida las clases de diseño que recibió cuando joven. Viste con elegancia, usa un collar de perlas y trae una alegría que no duerme.
Foto: Diana Rey Melo/Semana.