En un crimen que parece de película, quedó retratado cómo se mueven los hilos de la política internacional contemporánea. El 2 de octubre de 2018, el disidente y periodista Jamal Khashoggi ingresó a la Embajada de Arabia Saudita en Estambul, Turquía, pero nunca salió. El acérrimo crítico del príncipe realizaba los trámites para consumar su segundo matrimonio, por lo que acudió a la embajada de su país para solicitar el certificado de divorcio de su vínculo anterior. El miedo se apoderó de la pareja cuando el periodista fue al lugar por primera vez, pero su temor se disipó al ser recibido de manera cordial. Días después, Khashoggi regresó para recoger el documento, pero no quedó rastro de él. Tras su desaparición, las autoridades turcas acusaron a Arabia Saudita del asesinato, aunque el Gobierno saudí lo negó. Meses después, funcionarios turcos filtraron una supuesta grabación de la embajada que apuntaba a la tortura, degollamiento y desmembramiento de Khashoggi.

Las grabaciones de las cámaras de seguridad muestran que Khashoggi ingresó a la Embajada de Arabia Saudita, en Turquía, y no salió.

El periodista escribía una columna mensual para el diario The Washington Post. Allí solía criticar al nuevo príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, quien veía al columnista como una piedra en el zapato. Khashoggi resaltaba en sus artículos las duras medidas del régimen en contra de los disidentes. El suceso revivió cuando Estados Unidos desclasificó un informe de la CIA que asegura que el asesinato del periodista fue ordenado por Bin Salman. El documento dice: “Basamos esta consideración en el control que Mohamed bin Salman tiene en el reino saudita desde 2017, en la participación de uno de sus asesores directos en el hecho, así como en las prácticas violentas del príncipe heredero para silenciar disidentes”. Tras la fuerte revelación, los principales líderes castigaron el crimen y prometieron tomar medidas. Pero las amenazas, al parecer, se las llevó el viento, y la impunidad entró en escena.

El caso expuso el aura de protección que tienen Arabia Saudita y Bin Salman. En su momento, el entonces presidente Donald Trump dijo que Estados Unidos impondría castigos severos si se demostraba su participación en el crimen, y Joe Biden prometió, en la campaña electoral, castigar a los líderes saudíes. Pero desde la Casa Blanca se limitaron a “exhortar a Arabia Saudita a desmantelar” la Fuerza de Intervención Rápida, una unidad de élite de la que formarían parte siete de las 15 personas de la operación contra Khashoggi. Por lo demás, el portavoz de la diplomacia estadounidense, Ned Price, se negó a castigar a Bin Salman para evitar, por supuesto, una ruptura de sus relaciones con Riad.

Arabia Saudita ha acumulado reservas superiores a US$700.000 millones mientras que Venezuela acumula US$20.000 millones, pese a que la dependecia de la renta petrolera de ambos países es superior al 40%.

La influencia de Arabia Saudita es clara. Es el principal exportador de petróleo, según la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep). Imponer sanciones podría aumentar y desestabilizar los precios. Asimismo, Estados Unidos y Arabia Saudita comparten acuerdos de ventas de armas que alcanzan los 110.000 millones de dólares, con posibilidad de extenderlos hasta 350.000 millones en los próximos diez años, el convenio más grande de la historia estadounidense. Y, por si fuera poco, las potencias occidentales dependen de Arabia Saudita en su lucha contra el extremismo y el terrorismo en la región. Todo ello predispone cualquier decisión en torno a la pieza clave en Oriente Medio.

Como le dijo Gabriel Ben-Tasgal, periodista y analista político experto en Medio Oriente, a SEMANA: “Estados Unidos es energéticamente independiente y no necesita a Arabia Saudita, pero un castigo a Bin Salman puede desencadenar otra Primavera Árabe”. Y agrega: “En Medio Oriente gobierna quien tiene fuerza física, no hay democracias. Biden dice que va a intentar tener relaciones con Irán, pero una semana después lo ataca. Su mensaje es ‘yo no soy Obama, aprendí de él, pero no estoy dispuesto a cometer los mismos errores que provocaron problemas en el Medio Oriente’”. Al final, el control de Medio Oriente, la lucha contra el terrorismo y los multimillonarios contratos en juego pesan más que los derechos humanos. En la práctica, es mejor llevar la fiesta en paz.