Cuatro casas en el oriente de Jerusalén son el florero de Llorente que tiene a Israel al borde de una guerra civil. Las viviendas, ubicadas en el barrio Sheikh Jarrah, son el detonante –y el símbolo– de una división profunda entre judíos y palestinos que, como en la época de la colonia en Colombia, solo necesitaba de una excusa tan superficial como un florero para desatar una revuelta que cambiaría el curso de la historia.
En el caso de Israel provocó una semana de violencia –por tierra y aire– que aterra al mundo debido a sus repercusiones geopolíticas y, que al cierre de esta edición, dejaba más de 100 muertos de lado y lado. Lo que sucede en Sheikh Jarrah lo resume la historia de Samira Dajani, quien vive en una de las casas en disputa.
La musulmana, que hoy tiene 70 años, se mudó al barrio cuando tenía 5 años, allí se casó, tuvo hijos y nietos. Sus padres nacieron en Jerusalén cuando era Palestina bajo el mandato británico; pero en 1948, momento en que Naciones Unidas declaró a Israel un Estado, los Dajani fueron expulsados de su casa y vivieron como refugiados en Jordania. Así fue hasta que el Gobierno jordano –que quedó con el control de Jerusalén oriental– les ofreció una de las casas en Sheikh Jarrah para resolver su condición de exiliados.
Los Dajani y sus seis hijos, entre ellos Samira, moraron en paz hasta que en la guerra de 1967 Israel anexó esa zona de Jerusalén al Estado judío, y poco después aparecieron los dueños originales de la propiedad. Se trataba de una asociación que compró la tierra en 1876, y en 1967 la vendió a judíos extremistas que, más que vivir ahí, lo que querían era mantener su presencia en la ciudad que ellos consideran la capital del pueblo judío.
El litigio por esas casas lleva muchos años en la Corte Suprema de Justicia. Esta instancia resolvió que las personas que viven ahí serían evacuadas, pero una combinación de elementos hicieron que el solo anuncio de la evicción fuera el detonador en Oriente Medio. Varios elementos convirtieron el asunto de las cuatro casas en uno que significó la peor violencia en esa zona del mundo desde 2014.
Esta semana los musulmanes conmemoraron el día más sagrado del mes de Ramadán, que coincidió con el Día de Jerusalén, cuando los israelíes celebran haber retomado el control de la ciudad en 1967. Las autoridades trataron de evitar que los sionistas que marchaban por la ciudad amurallada se encontraran con los musulmanes que oraban en la mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado para su religión. Pero desviar la marcha no impidió los enfrentamientos entre palestinos y la policía, que además de dejar más de 200 heridos, sumaron agravios a la tensa situación.
Ante la información de un posible atentado en Jerusalén, los israelíes bloquearon el paso de cientos de peregrinos a la mezquita. Eso, adicionado a las imágenes de soldados judíos en el templo, provocó indignación y rabia. Ojo por ojo, diente por diente; eso dice la ley bíblica del talión, y en esta zona del mundo aplica perfectamente.
Tras los disturbios en el templo, desde la franja de Gaza lanzaron, en cuestión de cinco minutos, 130 cohetes contra el sur de Israel, dejando un saldo inicial de dos civiles muertos (ya van siete). El ejército israelí, argumentando el derecho de su país a su legítima defensa, bombardeó 700 blancos del grupo Hamas en la franja de Gaza. Los ataques dejaron 30 muertos (hoy son más de 90), entre ellos 28 niños y por lo menos 500 heridos.
Israel asegura que los menores murieron por cuenta de cohetes palestinos que cayeron dentro de su mismo territorio, lo cual niegan en Gaza. En los días siguientes, desde la franja proyectaron hasta 1.800 cohetes contra Israel, disparando las alarmas de guerra en el territorio. El ejército reaccionó destruyendo un edificio de 12 pisos que tenía, entre otras cosas, oficinas de Hamas, y el viernes entraron por tierra a Gaza con sus tanques y artillería. “Estamos peleando en dos frentes”, afirmó el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, para explicar cómo los episodios de esta semana son diferentes a los enfrentamientos pasados.
Su ejército y su fuerza área, respaldada por el Domo de Hierro que intercepta el 90 por ciento de los misiles en pleno vuelo, se preparan para una campaña aérea y terrestre de varios días.
No obstante, es el segundo frente el que más preocupa. En las calles de Israel, en especial en ciudades con alta presencia de árabes israelíes, se han registrado enfrentamientos entre palestinos y judíos que hasta hace poco vivían en paz. El levantamiento de los árabes israelíes significa para el Gobierno de Netanyahu un conflicto interno, y de ahí que se esté usando por primera vez en esa nación el término guerra civil. Los árabes israelíes son palestinos cuyas familias se quedaron en Israel tras la creación del Estado judío en 1948 y que obtuvieron ciudadanía israelí. Son casi 2 millones de personas, 21 por ciento de la población de ese país; el 80 por ciento son musulmanes. Se quejan de ser “ciudadanos de segundo grado”, en especial desde que Netanyahu decretó la llamada ley del Estado judío, que otorga mayores derechos a los judíos que a los musulmanes.
Esta vez los árabes israelíes se aliaron con los palestinos de Gaza y Jerusalén Oriental, y mientras unos mandan cohetes, los otros enfrentan a su enemigo cara a cara. La ciudad más afectada por los enfrentamientos es Lod. Su alcalde, Yair Revivo, denominó la violencia contra hogares, sinagogas y vehículos como “la noche de los cristales de Lod”, haciendo referencia a los pogromos contra los judíos en la Alemania nazi. “Estamos lidiando con una guerra civil sin razón. Por favor, detengan esta locura”, dijo el presidente israelí, Reuven Rivlin.
Aunque su llamado cayó en oídos sordos, pues las agresiones de lado y lado no dan tregua. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, rechazó un cese al fuego con Hamas por considerar que primero deberían acabar con el arsenal que, dice, tienen amasado en Gaza. Pero reconoció que es la violencia interna la que más le preocupa: “No tenemos mayor amenaza que estos pogromos, no tenemos más opción que restaurar el orden usando la fuerza necesaria”.
Rivlin, su presidente, expresó su miedo ante un conflicto interno: “Más que ningún peligro que nos llegue desde el exterior, una guerra civil pondría en peligro nuestra existencia”.