Hace años, Jair Bolsonaro emergió en la escena brasileña como una figura totalmente fresca para el país. Un capitán militar retirado que copó los debates televisivos hasta obtener la suficiente popularidad para subir los peldaños de la política brasileña. Fue concejal, luego diputado y en 2019 se convirtió en presidente.
Su mandato estuvo lleno de polémicas, duras declaraciones contra sus contradictores, constantes peleas con la prensa y un trato más que cuestionado de la pandemia, la cual le costó la vida a más de 700.000 brasileños. Todo eso provocó que el presidente de derecha perdiera la reelección el pasado domingo en un reñido resultado con Luiz Inácio Lula da Silva, quien volverá al poder después de dejar el cargo en 2010.
A pesar de la diferencia de más de 2 millones de votos, las dudas y el mutismo llenan el ambiente de Bolsonaro. El mandatario permaneció en un silencio total durante todo el domingo y el lunes. El martes dio una corta declaración de menos de cinco minutos en la que se definió como un “defensor de la democracia” y ser alguien “apegado a las reglas electorales”, pero no se atrevió a aceptar la derrota.
Desde entonces, los fanáticos de Bolsonaro, alimentados por teorías de conspiración del mandatario, salieron a las calles reclamando un supuesto fraude electoral de Lula sin ninguna prueba. Pero lo más alarmante fue que durante las manifestaciones le pidieron de rodillas al Ejército que intervenga y no deje que el líder de izquierda tome de nuevo el mando de Brasil.
El presidente brasileño, mientras tanto, ha copiado la postura de uno de sus aliados políticos más cercanos, Donald Trump. Cuando el entonces mandatario estadounidense perdió las elecciones con Joe Biden, se dedicó a impugnar los resultados diciendo que hubo un fraude, que nunca pudo probar. Bolsonaro, consciente de los problemas judiciales de Trump por dicha actuación, prefiere apoyar las protestas, pero por debajo de la mesa.
Lo único que les ha pedido a sus seguidores es que reabran cuanto antes las carreteras bloqueadas, pues “perjudican el derecho de ir y venir” y a la economía. A las demás manifestaciones, Bolsonaro las defendió enfáticamente a pesar de la naturaleza radical de estas. “Las otras protestas, las manifestaciones que están ocurriendo por todo Brasil, son bienvenidas, son parte del juego democrático”, dijo el mandatario en una declaración.
Si bien el gobierno de derecha ha aceptado iniciar el proceso de transición del poder y sus ministros ya se reúnen con el equipo de Lula da Silva, no significa, ni mucho menos, que Bolsonaro esté claudicando a pesar de la derrota. Las presiones de su círculo cercano, del gabinete y de sus aliados políticos no dejan que un atornillamiento al poder ocurra, así lo quiera tanto el presidente como sus fanáticos más radicales.
El mandatario declaró en su momento que, sí perdía las elecciones, se retiraría de la vida pública para siempre, algo bastante improbable dada la gran cantidad de congresistas aliados que ayudó a elegir. Pero también tendrá que lidiar con la Justicia, que lo acusa de filtración de información confidencial, intentar interferir en la Policía Federal y múltiples declaraciones falsas.
Las dudas que el mandatario sembró durante el proceso electoral han provocado que el ambiente en el país esté en su punto más tenso. Aún le quedan dos meses de presidencia al líder de derecha, que parece querer seguir el mal ejemplo de Trump y quedarse en el poder a como dé lugar. Brasil le dijo que no, y eso aún no le cabe en la cabeza a Bolsonaro, que, entre pataletas, quiere seguir dando largas a la realidad: perdió en democracia contra Lula.