La fotografía de los soldados soviéticos que izaban la bandera de su país sobre lo alto del Reichstag, símbolo de la capital germana, le dio la vuelta al mundo. Las tropas de Stalin estaban en el corazón de ese Tercer Reich, que según Adolfo Hitler duraría mil años pero que apenas se sostuvo de 1933 a 1945. Si la porción oriental de Berlín iba a quedar para la Unión Soviética, la oeste era ocupada por los aliados occidentales. En esa primavera, estos "corrieron" hacia el este con la segunda intención de detener el avance de sus amigos del Kremlin. Incluso un controvertido general norteamericano, George S. Patton, fue destituido del comando del Tercer Ejército, por ignorar las órdenes de no actuar en la zona de influencia que, para él, quedaría para los comunistas. En Washington aún se pensaba en no molestar a Moscú, pero algunos, como el primer ministro británico Winston Churhill, ya preveían que, una vez eliminado el enemigo común, la discordia sería ahora entre los antiguos asociados. El enfrentamiento del mundo liberal capitalista con el socialista marxista estaba en ciernes: se preparaba la Guerra Fría porque, como dijo más tarde el mismo Churchill, una "cortina de hierro" caía sobre la Europa oriental. Al comenzar 1945 era claro que Alemania y el Japón, los dos mayores asociados del Eje, estaban a punto de ser derrotados. Meses antes el Führer había escapado a un atentado urdido por oficiales suyos, ya cansados del terco empeño, sobre todo a partir del exitoso desembarco aliado en Normandía. Hitler reprimió a los sospechosos, entre los que incluyó al famoso mariscal Erwin Rommel, ?el zorro del desierto?, mientras proseguía la persecución de los judíos. Sin embargo, la contundencia del avance aliado hizo que el 30 de abril llamara al almirante Karl Doenitz, comandante de la Armada, para nombrarlo sucesor. Poco después se suicidó tras casarse con su amante Eva Braun. Pocos días más tarde Doenitz se comunicó con el general británico Bernard Montgomery, para anunciarle la rendición incondicional. El armisticio comenzó a regir a las 12 de la noche del 8 de mayo. Tratar de encontrarle base ideológica al engendro hitleriano puede ser desproporcionado. Fue más bien una especie de voluntarismo surgido de un libro que en los años 20 escribió un autor de tercera llamado Moeller van der Bruck, exaltación del nacionalismo germánico, que cantaba las glorias del Sacro Imperio Romano y de la unificación liderada por Otto von Bismarck. A los nazis les sirvió como argumento para construir un régimen autoritario, vengativo hacia los vencedores de la Primera Guerra Mundial, totalitario, defensor a ultranza de las clases medias, antisemita, anticomunista, procapitalista y belicista, que proclamaba la superioridad de la raza aria y el sometimiento de los individuos al Estado. Pero desde luego, el Tercer Reich fue inseparable de la figura del Führer, jefe indiscutible, ser providencial e infalible, dotado de máxima autoridad: Adolf Hitler. El oscuro cabo había sido convertido en superhombre. De ahí que, por ejemplo, a raíz de los descalabros de su ejército en el frente oriental, se convirtió en comandante en jefe, por encima de sus más talentosos generales. Ello, en opinión de algunos historiadores, puede explicar al menos en parte su derrota. Hitler causó el peor conflicto que habían sufrido hasta entonces los seres humanos e hizo de su locura una concepción política. El destino de la Alemania nazi fue decidido por los jefes aliados en conferencias entre las que sobresale la de Yalta, en la actual República de Ucrania, en febrero de 1945. Allí asistieron el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, el primer ministro soviético Josef Stalin y el primer ministro británico Winston Churchill. Decidieron dividir a la nación germana en zonas a cargo de los vencedores, incluyendo a Francia, aunque su líder, el general Charles de Gaulle, no fue invitado. Además, los alemanes debían pagar reparaciones por los perjuicios causados, desnazificarse, desmantelar la industria pesada, juzgar a los jefes criminales en un tribunal internacional y rendirse incondicionalmente. Roosevelt y Churchill intentaron asimismo detener la ambición de Stalin de extender su influencia sobre Europa central y oriental, aunque no lo consiguieron. El segundo diría en sus memorias que el primero no supo darse cuenta de los secretos designios del Kremlin, pero muchos historiadores creen hoy que Stalin en realidad temía que su debilitado país se convirtiera en satélite de Estados Unidos. También decidieron otros asuntos como la entrada en guerra de la Unión Soviética contra el Japón. En realidad, Yalta iba a significar la fragmentación del mundo en dos bloques: uno, de enfoque capitalista, dirigido por Estados Unidos, y otro, comunista, manejado por la Unión Soviética. Sobre el papel en esa conferencia de los tres personajes se han hecho muchos comentarios. Roosevelt, presidente necesario para comprender la constitución de Estados Unidos en gran potencia, director de alianzas y planificador del conflicto en su fase final, es presentado por unos como pacificador, pero otros como Churchill, que pasaba por su amigo, como ingenuo y sometido a las argucias de Stalin. Hasta se ha dicho que él le entregó Europa oriental al soviético. Este, sobre todo al comienzo de la Guerra Fría, fue visto en Occidente como el villano de Yalta; habría sacado partido del mandatario norteamericano que estaba ya muy enfermo (moriría dos meses después). Churchill, según él mismo, aparece como el clarividente. Lo que no dice es que Roosevelt temía de él un afán por reconstruir el Imperio Británico. Sea lo que fuere, a partir de Yalta y de la rendición de mayo de 1945, Alemania quedó dividida durante 46 años en la República Federal, capitalista, con capital en Bonn, y la República Democrática, comunista, con capital en la porción oriental de Berlín. Una parte del territorio, más allá de la línea Oder-Neisse, se entregó a Polonia y a la Unión Soviética, de donde fueron expulsados la mayor parte de los alemanes. La frontera entre las dos Alemanias, como la que separó al dividido Berlín, se convirtió en el límite entre los dos grandes bloques ideológicos. Cuando los comunistas trataron de ahogar el sector occidental de la capital, desde Washington se ordenó un puente aéreo para abastecerlo (1948-49). En 1961 los comunistas construyeron un muro que separó a Berlín. Su destrucción, en 1989, fue el símbolo de la caída del comunismo, y el fin de la Guerra Fría. Esa Alemania que se creyó capaz de conquistar a Europa y al mundo carecía de las materias primas necesarias para su proyecto bélico: algodón, caucho, níquel y, al final de la contienda, petróleo. En cambio, los dirigentes nazis, cegados por su prepotencia, subestimaron los recursos de sus dos gigantescos enemigos, Estados Unidos y la Unión Soviética. Si la guerra relámpago o blitzkrieg, con la que tanto se lucieron sus innovadores generales como Heinz Guderian, hubiese terminado en el plazo imaginado por ellos, Alemania habría sido la ganadora. Pero los aliados, a partir de 1942, fueron capaces de neutralizar la superioridad germana en cuanto a vehículos acorazados de tierra, fuerza aérea y marina de guerra. Al mismo tiempo destruyeron el mito de la invencibilidad alemana al ser derrotada en batallas como El Alamein, norte de África, donde Montgomery demostró superioridad estratégica sobre el legendario Rommel. Por eso dijo Churchill: ?Antes de El Alamein nunca tuvimos una victoria; después de El Alamein nunca tuvimos una derrota?. Otro gran descalabro para el Eje fue el sitio de Stalingrado, donde casi 100.000 hombres debieron rendirse a los soviéticos. Asimismo, la idea hitleriana de que se podían hacer hasta cosas imposibles condujo a su nación a esfuerzos excesivos: entrar al vasto territorio soviético, pelear al mismo tiempo en Europa y el África septentrional, y sustituir a sus aliados italianos que resultaron incompetentes para sostener la guerra. Ha pasado a ser un lugar común decir que el gran error de Hitler fue abrir el frente contra la Unión Soviética cuando aún no dominaba a la Gran Bretaña. Se ha repetido que el Führer no aprendió la lección de Napoleón. Los expertos precisan que en Berlín no prepararon a los soldados que mandaron a la Operación Barbarroja. Además, el lado flaco de Hitler, su obstinación, se manifestó en sus órdenes de no retroceder jamás. Finalmente, otra causa que se esgrime para explicar por qué Alemania se rindió hace 60 años sería que el líder nazi no aprovechó la posibilidad de fabricar los novedosos aviones de propulsión a chorro que hubieran podido neutralizar a la aviación aliada que tantos destrozos le causó en los dos últimos años de la guerra. Más bien se entregó a fabricar cohetes V, cuyos efectos no resultaron determinantes. El destino del Reich de los mil años estaba echado.