En la Cumbre de las Américas elebrada en Panamá, un fantasma recorría los pasillos. Su mano invisible impide que se construyan calles, que los medicamentos lleguen a los hospitales o que los trabajadores reciban salarios dignos. Como los malos olores, no los detienen las clases sociales, las buenas maneras ni las fronteras. Se trata del viejo y conocido espectro de la corrupción, que en los últimos meses ha cobrado un protagonismo continental con escándalos de marca mayor en varios países de la región. Por las proporciones de su economía –de lejos la primera de la región–, pero también por los montos implicados, el caso de Brasil es el más grave. Desde 2013, cuando se registraron manifestaciones masivas contra la corrupción durante la Copa Confederaciones de fútbol, el país ha registrado varios escándalos de marca mayor. El primero de ellos, conocido como el mensalão, puso en evidencia que el oficialista Partido de los Trabajadores (PT) había usado cerca de 32 millones de dólares de fondos públicos para sobornar a políticos de otros partidos. Tras ocho años de investigación, nueve altos funcionarios del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva fueron condenados. Su sucesora, Dilma Rousseff, heredó buena parte del capital político de su mentor, pero también los problemas y las malas prácticas de su gestión. Hoy, la mandataria afronta una crisis ante la cual el mensalão parece un asunto menor. Desde antes de ser reelegida, a la presidenta la ha perseguido el petrolão, en el que un cartel de empresas constructoras sobornó a directivos de la petrolera estatal Petrobras para manipular las licitaciones de obras públicas y cobrar sobrecostos. Se teme que se hayan desviado hasta 3.700 millones de dólares en sobornos. Y aunque Rousseff no ha sido vinculada a la investigación, el 84 por ciento de los brasileños creen que sí sabía de la red de corrupción. Consecuentemente, su popularidad se ha evaporado y hoy se encuentra por debajo del 15 por ciento. Además, a finales de marzo la Operación Zelotes emprendida por la Policía reveló un esquema de corrupción en el Ministerio de Hacienda. Según la denuncia, algunos funcionarios públicos aceptaron y auspiciaron sobornos de grandes empresas, lo que habría conducido a una defraudación del fisco por cerca de 5.900 millones de dólares. De manera similar, México atraviesa una profunda crisis política motivada por dos escándalos de corrupción en el más alto nivel. El primero surgió por la desaparición de 43 estudiantes de escasos recursos en una escuela rural de Ayotzinapa, a 100 kilómetros de la capital. Las investigaciones revelaron que sus secuestradores y asesinos eran miembros de la Policía local, que actuaban bajo las órdenes del alcalde de la localidad, un protegido del gobernador del estado de Guerrero, donde se desarrollaron los hechos. Y el segundo alcanzó nada menos que a la esposa del presidente, Enrique Peña Nieto, quien según una investigación adelantada por el equipo de la periodista Carmen Aristegui (despedida sospechosamente) le compró a un precio por debajo del mercado una suntuosa mansión en el barrio más exclusivo de la capital. A finales del año pasado, el mismo equipo de investigación encontró que el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, también le había comprado a otro contratista del Estado una residencia con una tasa de interés inferior en más del 50 por ciento a la del mercado. Hoy, la popularidad del presidente se encuentra por debajo del 40 por ciento, su nivel más bajo desde que se posesionó en 2012. En Argentina, desde hace varios años hay fuertes sospechas de que la presidenta, Cristina Fernández, y su esposo y predecesor, Néstor Kirchner, se enriquecieron a costa del erario público. Y aunque el gobierno lo ha negado, la sociedad está profundamente dividida. El asesinato del fiscal Alberto Nisman, quien investigaba el atentado cometido en 1994 contra un centro comunitario judío que dejó 86 muertos (el más grave de la historia de Argentina), ha enrarecido aún más el ambiente. Por un lado, Nisman estaba a punto de acusar a la presidenta de encubrir al gobierno de Irán, uno de los principales sospechosos de haber organizado la matanza. Y por el otro, la investigación de su deceso ha estado plagada de irregularidades y de filtraciones que han fortalecido la sensación de que el crimen nunca se esclarecerá. A su vez, el caso ha terminado de enemistar a diferentes ramas del poder político, tal y como señala un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, que “duda del compromiso de la Argentina para combatir” la corrupción y cuestiona la “injerencia del poder Ejecutivo” en los procesos contra fiscales y jueces. Consecuentemente, las tres primeras economías de la región se encuentran estancadas en la zona media del Índice de Percepción de la Corrupción, publicado por la ONG Transparencia Internacional (TI), y se ubican peor que países asociados tradicionalmente a altos niveles de corrupción, como Liberia y Gabón. Por otro lado, en los 20 menos corruptos de la lista no aparecen países latinoamericanos, pero en la zona baja –y al mismo nivel de naciones en guerra abierta como la República Centroafricana y Yemen– se encuentran Paraguay y Venezuela. Importantes políticos de ambos países aparecieron en el escándalo de los Swissleaks con cuentas ocultas en el banco HSBC. El fenómeno no es nuevo. Como le dijo a SEMANA Elisabeth Ungar, directora de la oficina en Colombia de TI, “En gran medida, el impacto que han tenido los recientes casos de corrupción se debe a que tienen una mayor visibilidad gracias a las redes sociales. También a que los ciudadanos están menos dispuestos a tolerar ese fenómeno”. De hecho, según una encuesta publicada a finales de 2014 por el centro de estudios Pew Research Center, la corrupción es junto con la delincuencia el mayor flagelo que afrontan las sociedades de los 34 países encuestados. Y en América Latina, el 77 por ciento de los encuestados dijo que la corrupción es “un problema muy grave”, una percepción que se encuentra por encima de la media mundial. No les falta razón, pues hoy en día el fenómeno ataca prácticamente en todo el subcontinente, y muchos casos alcanzan al entorno de los mandatarios respectivos. Con problemas más o menos complicados están Michelle Bachelet, de Chile, Ollanta Humala, de Perú, Daniel Ortega, de Nicaragua, Horacio Cartes, de Paraguay. En el caso más dramático, el expresidente panameño Ricardo Martinelli se encuentra prófugo de la justicia y amenaza con enlodar a su sucesor, Juan Carlos Varela (ver imágenes relacionadas). En buena medida, el caso latinoamericano se explica por la entrada en las dos últimas décadas de una gran cantidad de recursos mineros o energéticos a las arcas de los gobiernos de la región. Lo que en plata blanca significa que se está robando más simplemente porque hay más recursos para robar. Y aunque esos ingresos permitieron un crecimiento económico sin precedentes, lo cierto es que en muchos países con controles fiscales poco rigurosos ese maná resultó contraproducente. En algunos casos, el cambio de ciclo económico ha tenido además graves consecuencias políticas. Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown, le dijo a esta revista que “en Argentina y en Venezuela los gobiernos han comenzado a comportarse como organizaciones criminales que solo buscan perpetuarse en el poder, pues esa es la única manera de garantizar que los responsables del robo al erario público no van a pagar las consecuencias”. A su vez, la llegada de las vacas flacas al continente ha tenido efectos en varios frentes, de los cuales el más visible es la reducción de las perspectivas de crecimiento económico a corto y mediano plazo. El miércoles, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) revisó a la baja el crecimiento de casi todas las economías de la región, que ya no crecerá 2,2 por ciento (como estaba previsto en diciembre), sino apenas un 1 por ciento, con algunos países en recesión como Brasil y Venezuela. Y eso, que significa menos dinero en los bolsillos de los contribuyentes, implica a su vez mucha menos tolerancia hacia los malos manejos del erario público. Como dijo a SEMANA Alejandro Salas, director regional para las Américas de TI, “si bien la corrupción es un tema recurrente dentro de las preocupaciones de las personas, también es cierto que si el fenómeno no las afecta directamente, en general conviven con ella. El gran desafío consiste en lograr que la ciudadanía demande activamente más transparencia y que, incluso en los periodos de bonanza, vea una relación directa entre los efectos del flagelo y su calidad de vida”. En ese contexto, la buena noticia es que la libertad de prensa y las movilizaciones sociales les han demostrado a muchos gobernantes que sus acciones deshonestas tienen consecuencias. En los países con regímenes democráticos, el daño que les han hecho a sus economías podría traducirse en una sanción en las próximas elecciones. Pero en los que tienen tendencias autoritarias, la imposibilidad de seguir repartiendo el botín podría radicalizar aún más a quienes están en el poder. Y no se pueden excluir que continúen las respuestas violentas en contra de quienes piden un cambio de gobierno.