Por Salud Hernández-Mora

Podemos estar ante el principio del ocaso de Estados Unidos como referente mundial. Con el amenazante empuje de las dictaduras china y rusa, con una Latinoamérica donde peligran las libertades, inquieta que a Joe Biden no lo sucederá un estadista que irradie respeto en cuanto pise la Oficina Oval de la Casa Blanca.

Con Trump está muy claro el cuerpo de ideas que defiende, ya que son las mismas desde que se lanzó a la arena política hace ocho años. Sin duda es un loco, errático, impredecible, pero es leal a su discurso.

Defiende un proteccionismo feroz, el no intervencionismo de Estados Unidos en problemas ajenos —menosprecia a Europa cuando habla de la invasión de Ucrania—, las energías convencionales y las armas. Y, con idéntica fiereza, desprecia a las instituciones de su nación, a los adversarios políticos y, en general, a cualquiera que no piense como él.

Representa, por tanto, lo contrario a las ideas del liberalismo. No cree en el comercio libre, ni en la no intervención del Estado, ni en la unión de Occidente como bloque de las ideas de la libertad frente a los autoritarismos que representan Vladimir Putin y el chino Xi Jinping.

En la campaña electoral, sin embargo, Trump ha moderado su discurso. Lo dejó en evidencia en las entrevistas con los “podcasters” Andrew Schulz, Joe Rogan y Theo Von.

Se muestra como un hombre cercano, sabe conectar y hacer olvidar su habitual carácter despreciativo, es hábil para leer a su interlocutor y llevarlo a su terreno. En la de Theo Von, por ejemplo, se interesa por su vida, por su adicción a las drogas y el alcohol, como un papá preocupado.

Trump ha entendido que la opinión de las nuevas generaciones no la forman CNN, Fox o cualquier otro medio convencional, sino los pódcasts como los arriba mencionados. Son creadores de contenido menos ideologizados, más transversales y con audiencias millonarias. En ellas puede pescar indecisos y convencer a republicanos que lo miran con recelo.

Pero habrá que ver si le resta votos las críticas sin paliativos de algunos de sus excolaboradores y de renombrados republicanos. Dick Cheney, que fuera vicepresidente de Bush, ha manifestado su voto por Kamala por el pernicioso efecto que ha tenido en Estados Unidos la desconfianza de Trump hacia las instituciones y haber convertido el Partido Republicano en una suerte de club trumpista. Aún considera que le robaron los pasados comicios y repite que, si pierde el martes, será por la misma razón.

En cuanto a Kamala Harris, después del debate con Trump, en el que engrandeció su figura —muy disminuida por una vicepresidencia con más sombras que luces—, no ha logrado exponer un camino recto y firme. Se contradice con excesiva frecuencia y cambia de ideas según la audiencia.

Es indudable que estamos ante una persona valiosa, pero con el defecto de pertenecer a la raza política camaleónica. Varía su discurso en demasiados temas fundamentales, según la audiencia y el momento: energía, China y comercio exterior, inmigración…

Sólo ha sido consistente en su defensa tanto del universo woke (aborto, LGTBI, etc.) como de las pymes. Su plan de fortalecimiento de la columna vertebral de la economía americana, orientado a recortes de impuestos y simplificación regulatoria para facilitar su desarrollo, aunque de tinte derechista, debería haber sido el eje de su campaña dada la importancia del bolsillo a la hora de votar. Pero su genuina ambigüedad y la insistencia en lo relativo al woke, que no atrae a los indecisos que necesita para ganar, le pueden pasar factura.

Tampoco la impulsa presentarse como el cambio, cuando ha sido vicepresidente y fiel al gobierno de Joe Biden, y la responsable de la política migratoria fronteriza, en la que cosechó un sonoro fracaso. Ni ayuda que fuese la sucesora tardía del presidente, sin tiempo para primarias ni para otra alternativa más consistente.

Por último, y aunque para un sector amplio de la sociedad sea relevante, el respaldo masivo a Harris de buena parte de los grandes medios de comunicación, minimizando sus errores y maximizando los de su adversario, o tildando a los votantes trumpistas de ignorantes, podría ser el abrazo del oso en los tiempos actuales. Para muchos, esas grandes empresas periodísticas son parte del sistema y, por ende, consideran que la protegen no por pensar que encarnará una presidencia serena, sin sobresaltos cotidianos, sino por considerarla una de las suyas.

En cuanto a América Latina, al margen de los intolerables insultos y amenazas de Trump a los migrantes, ha sido una cuestión marginal para ambos aspirantes. Tal vez porque Florida, el gran feudo latino, ya no es Estado clave a efectos electorales.

Kamala se ha limitado a rechazar el triunfo de Maduro el 28 de julio sin otra propuesta. De continuar la tendencia del gobierno al que aún pertenece, que liberó a Álex Saab y a los narcosobrinos de Cilia Flórez, y aligeró sanciones al petróleo, todo a cambio de nada, tendrá a la mafia de Miraflores frotándose las manos.

De Trump se puede esperar cualquier cosa, que estreche la mano de Maduro y olvide a Venezuela acto seguido, o que siga el consejo de su aliado Elon Musk y colabore en derrocar la tiranía a la fuerza. O que ladre y nunca muerda. Esa impredecibilidad también podría ser su fuerza si la supiera utilizar.

En suma, decepcionante panorama para la nación más poderosa del mundo y la gran defensora de las sociedades libres.