Yo conocí a Hugo Chávez en 1994 tras su frustrada rebelión militar en Caracas. Descubrí su figura en un ejemplar de la revista Cambio 16 y al leer su perfil encontré coincidencias en nuestros ideales. Ambos éramos bolivarianos y de izquierda no ortodoxa así que me propuse contactarlo y traerlo al país para que nos hablara de su lucha y conociera la nuestra. Le escribí, lo llamé y le dejé varias razones hasta que por fin coincidimos por teléfono. Ganarme su simpatía no fue fácil, le hablé de mi militancia por más de 12 años en el M19 y del operativo en que robamos la espada de Simón Bolívar, pero nada. Solo logré atraer su atención cuando lo invité a conocer Bogotá a nombre de la Fundación Cultural Simón Rodríguez. En ese momento cambió su tono de voz y me preguntó, ¿estamos hablando del seudónimo de Samuel Robinson, el tutor ideológico de Bolívar? Yo le respondí que sí y cuadrar su visita a nuestro país fue cuestión de logística. En menos de nada llegó a Colombia y se quedó con nosotros por ocho días en la pensión de la Juventud Trabajadora de Colombia (JTC), en el centro de Bogotá. En esa semana llegué a conocer varias facetas insospechadas de su personalidad. Era increíble su capacidad de trabajo, su hambre de conocimiento y su memoria prodigiosa. Chávez permanecía despierto leyendo hasta altas horas de la madrugada y se levantaba muy temprano, no dormía más de cuatro horas. Supe con agrado que el colombino que más admiraba en lo político era a Jorge Eliécer Gaitán. También descubrí con agrado su carisma. Ese abrazo que le dio al canciller Elías Jagua cuando estaba camino a su última intervención médica en Cuba, ese era el verdadero Hugo Chávez: un hombre carismático, espontáneo y que no temía dar en público un abrazo rompehuesos a sus amigos y seguidores. Él disfrutaba particularmente de sus charlas con las señoras del tinto y con todo aquel que estuviera dispuesto a hablar y a escuchar. Era difícil no sentirse fascinado por su forma de ser, su capacidad oratoria y sus ideas, su deseo de justicia y equidad. Chávez no era nada pretencioso. Era un hombre de lavar y planchar. En esos días también conocí su amor por la música y su faceta más festiva. Resulta que por casualidad la visita de Chávez coincidió con su cumpleaños número 40. Entonces decidimos celebrarlo con una noche de tragos y bohemia. Un grupo de música llanera amenizó la fiesta y poco después de que el conjunto arrancara, Chávez tomó el cuatro y empezó a tocarlo y ha acompañarlo con su voz. Fue un momento inolvidable pero eso no impidió que al otro día, temprano a las siete de la mañana, saliéramos para el Puente de Boyacá. De ahí salió la foto en la que aparezco con el hoy alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, y con Hugo Chávez, con Clío, la musa de la historia, sentada a sus espaldas y escribiendo la historia del país naciente. Quién iba a creer que el coronel Chávez, como le digo, se iba a convertir en el presidente de su país, que iba a dejar una huella tan profunda en Latinoamérica y que hoy yo estaría en duelo por su pronta partida a raíz de un cáncer que pudo prevenirse. Es absurdo pero él siendo jefe de estado descuidó su propia salud, todo por defender los derechos de los descamisados. Por eso hoy quienes lloran su partida son las mujeres indígenas, los hombres afro y los más humildes. Hoy, acongojado por la muerte de Chávez y a punto de viajar a Caracas para asistir a su sepelio, estoy más convencido que nunca de que Hugo Chávez es un hombre que no solo logró el poder, ya entró en el mundo de la gloria. Él convenció a la guerrilla de que sus métodos eran anacrónicos. Cuando se firme la paz en Colombia la elite, que ha sido tan despiadada con Chávez, tendrá que reconocer que él fue el verdadero arquitecto de la paz.