Ana Belén Montes no se arrepiente de nada. Lleva más de diez años encerrada en una cárcel en Texas por enviarle secretos de Estado a Fidel Castro, pero no le importa. Como tampoco le molesta haber conspirado contra Estados Unidos, su patria. Ni le interesa lo que piensan sus colegas y jefes del Pentágono, donde fue por casi 17 años la principal analista de política cubana. Y le incomoda aún menos la traición personal a sus dos hermanos, ambos agentes del FBI. Pues Ana Montes tenía una causa. Y según escribió hace poco, “la prisión es uno de los últimos lugares en el que escogería estar, pero por algunas cosas vale la pena ir”. Aunque fue condenada en 2002, en ese entonces se filtraron muy pocos pormenores del caso, que los organismos de inteligencia consideran como uno de los escándalos de espionaje más dañinos de la historia. En las últimas semanas una investigación del periodista estadounidense Jim Popkin publicada por The Washington Post Magazine y la divulgación de nuevos detalles por el FBI, revelaron hasta qué punto la agente castrista Ana Montes comprometió los secretos de su país con un trabajo metódico, masivo y demoledor. Ana no tenía porqué terminar su vida compartiendo con reclusas asesinas. Nació hace 56 años en una familia de clase media alta puertorriqueña. Su padre, Alberto, era psiquiatra en el Ejército y andaba con su familia de base en base. Ana era una buena estudiante, esbelta y sonriente, la estampa del sueño americano. Pero la familia tenía un secreto. El doctor Montes era brutal con sus hijos, los corregía a correazos, era intolerante. Según el análisis psicológico que hicieron tras su arresto, Ana Belén aprendió a identificarse con los más débiles, a rechazar a los poderosos y relacionó el odio contra su padre con su trabajo en el Ejército. En 1979 se diplomó en Relaciones Internacionales en la Universidad de Virginia. Ahí la influyeron estudiantes latinoamericanos de izquierda. Era además una época convulsa, con guerras civiles en Centro América y dictaduras en el Cono Sur apoyadas por Washington. Al graduarse, puso la ideología a un lado y se vinculó al Departamento de Justicia, en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información, donde manejaba documentos confidenciales. Mientras trabajaba se matriculó en una maestría en la Universidad Johns Hopkins. Ahí, según reveló el FBI la semana pasada, conoció a Marta Rita Velásquez, otra puertorriqueña joven y brillante que rechazaba las políticas intervencionistas de la Casa Blanca en América Latina. Se volvieron muy cercanas, pero su complicidad fue mucho más allá de la amistad.Velásquez trabajaba con la Dirección de Inteligencia castrista y ubicaba agentes para La Habana. Ana Montes era perfecta: inteligente, bilingüe, de izquierda y con acceso a información reservada. En 1984 la puso en contacto con los servicios secretos cubanos y un año después la acompañó a la isla, donde la entrenaron en técnicas de espionaje. Un par de meses más tarde Velásquez, que también era funcionaria federal, la ayudó a conseguir un trabajo como analista en la DIA, la agencia de inteligencia del Pentágono. El destino de Ana Montes estaba sellado.Su carrera en el Pentágono fue meteórica. Rápidamente se volvió la investigadora principal para El Salvador y Nicaragua. En 1992 la nombraron jefa de Análisis Político y Militar de Cuba, donde sorprendió a todos sus colegas con su determinación y su sagacidad. Sus informes eran leídos por el estado mayor, el Consejo Nacional de Seguridad e incluso por miembros del Congreso. Estaba en contacto permanente con sus colegas de la CIA y del FBI que trabajaban sobre Cuba y tenía acceso a todos los documentos clasificados que existieran sobre la isla. Además, por su posición podía leer cientos de miles de reportes secretos de la red Intelink, donde 16 agencias federales de inteligencia comparten información nacional e internacional. Cuando caía la tarde, Montes no descansaba como sus colegas. Para no despertar sospechas, memorizaba todo en la oficina y lo rescribía en su casa en su computador portátil Toshiba. Luego entregaba la información en disquetes codificados a otros agentes. Para recibir órdenes sintonizaba su radio en la frecuencia 7887 AM. Ahí, en medio de la noche, le transmitían 150 números que introducía en un programa especial que los traducía al español. Una red de cabinas telefónicas, de mensajes en clave y de papeles que desaparecen al contacto del agua completaban su kit de espía. Para Castro, Montes era la agente perfecta. Discreta y soltera, no se relacionaba con sus colegas, que la veían como una adicta al trabajo. Y no solo informaba desde la cúpula, sino que influenciaba las decisiones que se tomaban sobre la isla. Pero el gobierno sospechaba que alguien los traicionaba.Solo sabían que el culpable tenía acceso a información sobre Cuba, que usaba un computador Toshiba y un par de cosas más. El investigador de contraespionaje Scott Carmichael cruzó los datos que tenía con las hojas de vida de miles de empleados de la DIA. Obtuvo más de 100 coincidencias, pero a Carmichael un apellido le quedó sonando: Montes. Cuatro años antes reportaron algunas actitudes sospechosas de la puertorriqueña y Carmichael la entrevistó. Aunque no comprobó nada, pensó que mentía.Sin embargo, nadie le creyó. Ana Belén Montes era una funcionaria ejemplar, respetadísima entre sus colegas, con una hoja de vida impoluta. El sabueso no se rindió e insistió con nuevos datos, fechas y pistas. Dos meses después le hicieron caso y lanzaron 50 agentes del FBI a la caza de Montes. La siguieron, la filmaron e incluso hurgaron su cuenta bancaria y supieron que compró un computador Toshiba el mismo que el espía cubano. Se jugaron el todo por el todo y registraron su apartamento cuando estaba de viaje, donde copiaron el disco duro del portátil. No tardaron en descubrir su contenido: documentos top secret, claves y evidencias de la doble vida. Se acercaba el final. Su caída se precipitó con los atentados del 11 de septiembre. Temerosos de que pasara información que terminara en manos enemigas, el FBI la arrestó diez días después en su oficina. No se resistió, sino que, según dijo un agente “salió totalmente tranquila, no diré que ‘orgullosa’, pero llena de serenidad”. Aceptó los cargos de espionaje, lo que le evitó ser acusada de traición y una posible pena de muerte. Y también salvó al gobierno de revelar los detalles del caso. Por ahora se sabe que entregó a cuatro agentes secretos en Cuba, que filtró la identidad de un sargento de las fuerzas especiales infiltrado en El Salvador y que, de manera indirecta, comprometió la acción de Washington en el mundo, pues Cuba transmitía o vendía lo que Montes conseguía a China, Corea del Norte, Rusia, Libia o Irán. Según se dijo el año pasado en una audiencia en el Congreso, fue “una de las espías más dañinas de la historia de Estados Unidos” y “es probable que las informaciones que transmitió contribuyeran a la incapacitación y la muerte de agentes norteamericanos”. Y no lo hizo ni por dinero, ni por amor, ni por ambición. Como le dijo al juez que la condenó a 25 años de cárcel, “obedecí mi conciencia por encima de la ley. Me sentí moralmente obligada a defender la isla de nuestros esfuerzos de imponerle nuestros valores. Solo puedo decir que hice lo que hice para contrarrestar una grave injusticia”.