El espectáculo que brindará este fin de semana la familia real de Gran Bretaña e Irlanda del Norte está llamada a ser pomposa, exacta como un reloj, deslumbrante. Sin embargo, como sucede con toda escenificación, hay unos entretelones y episodios colaterales que pueden ser tan interesantes como el propio acto.
En más de mil años de coronaciones en la Abadía de Westminster, su carácter sagrado y solemne se ha visto contrastado por momentos y cuadros truculentos, desde la primera, cuando Guillermo el Conquistador inició la tradición en ese templo.
El primer monarca de la casa de Normandía se ganó el trono en batalla, así que los ánimos estaban caldeados. Los soldados que lo custodiaban afuera del templo, unos totales extranjeros en el país no comprendieron el alborozo con que, por costumbre, los ingleses vitoreaban al rey coronado, pensaron que se trataba de un intento de asesinato al monarca y respondieron quemando a la multitud y sus casas.
Cuando le tocó el turno a Ricardo I, en 1189, la ceremonia se vio ensombrecida por aparentes manifestaciones de ultratumba, como murciélagos revoloteando alrededor de la cabeza del rey y las campanas de la abadía sonando misteriosamente, por sí solas.
En 1308, durante los festejos de Eduardo II, la multitud se salió de control y se desató una estampida, que resultó en la muerte de Sir John Bakewell.
De los 41 reyes que han subido al trono desde Guillermo el Conquistador, solo dos no fueron coronados, Eduardo V y Eduardo VIII. El primero, porque su tío, Ricardo III, lo depuso y encerró en la Torre de Londres junto con su hermano, el duque de York. Es el célebre episodio de “los príncipes en la torre”, cuyo desenlace todavía no se termina de aclarar, aunque lo más probable es que hayan sido asesinados por su malvado pariente.
Las trifulcas conyugales también han ido a parar a la abadía. Jorge IV tenía un matrimonio equiparable con el de Carlos y Diana, con Carolina de Brunswick-Wolfenbüttel, a quien no dejó entrar para ser coronada junto a él. Fue un drama, pues ella era amada por el pueblo, cuyos intentos de que se le hiciera justicia fueron en vano.
La coronación de Carlos se llevará a cabo pasado un tiempo prudencial de duelo por su madre, Isabel II, hace ocho meses. Ella misma esperó año y medio después de la partida de su padre, Jorge VI, para su ceremonia, en 1953. Empero, eso no siempre ha sido así. Edgar I subió al trono en 957 y solo fue coronado quince años más tarde. En cambio, Harold II ciñó la corona al día siguiente del ascenso, en tanto que William el Conquistador lo hizo el mismo día.
En 1761, la coronación de Jorge III fue opacada por una cadena de “errores y estupideces”, de acuerdo con las crónicas. Por eso, su hijo, Jorge IV, se obsesionó con que la suya fuera la más brillante. Así es famoso por tener la más cara y extravagante de la historia. Solo la corona que se mandó a hacer tenía más de 12.000 diamantes.
No obstante, él no ha sido el único derrochador, los hubo que reemplazaron el agua por vino en las tuberías para agradar al pueblo, en tanto que el vestido de la esposa de Jorge II, Caroline de Ansbach, llevaba tantas incrustaciones de piedras preciosas, que hubo que idear una polea que le levantara la falda cada vez que debía arrodillarse durante el rito.
Guillermo IV, en cambio, recibió las arcas tan vacías de Jorge IV, que no quería ser coronado y hubo que obligarlo. La verdad, se murmuraba, era que quería ahorrar el dinero para pagar las joyas de su esposa, la reina Adelaida. De hecho, fueron tales las economías que aquella fue bautizada como “la media coronación”, por las drásticas reducciones.
Si la coronación de Victoria I hubiese sido tomada como presagio de lo que sería su reinado, se hablaría de un desastre y no del éxito que fue. Los actos fueron fallidos porque no hubo ensayos (como los que ha hecho Carlos en estos días), así que abundaron de nuevo los errores y accidentes, en un programa cargado de cambios de ropa, muebles y objetos. Un fiasco fue que la ceremonia se detuvo porque se armó una discusión sobre el dedo en que se le debía poner a la reina el anillo que reciben los monarcas ese día. Tomada la decisión, la prenda le quedó pequeña y se quejó de lo doloroso que fue ponérsela. Además, se le llamó “la coronación de un penique”, porque la joven reina hizo énfasis en el ahorro, con medidas como mandar a componer solo una pieza musical para la ocasión.
Como un elemento de propaganda de la monarquía, siempre ha sido un reto poner estos fastos a la vista del público que no puede contemplarla en vivo. Para eso, pintores y dibujantes la captaban para luego hacer libros sobre el tema que se vendían con buenos resultados. En el siglo XVIII, las compañías teatrales subían a escena, con gran éxito también, durante meses, obras que recreaban los sucesos de la abadía.
Cuando los medios de comunicación avanzaron, la realeza fue renuente a dejarlos entrar con sus micrófonos y cámaras. En 1902, Eduardo VII se negó a que fuera grabada con un gramófono. Su hijo, Jorge V, solo permitió que se tomaran fotos de algunos momentos. En el caso de su sucesor, Jorge VI, en 1937, fue transmitida por radio y algunos apartes fueron filmados para ser presentados en salas de cine.
La última coronación anterior a la de este sábado fue moderna y casi perfecta, pero tampoco faltaron los inconvenientes, como lo contó el biógrafo Gyles Brandreth en su libro Elizabeth: An intimate portrait. Las damas de honor de la reina sufrieron los raspones en sus delicadas pieles porque sus vestidos no llevaban forro y la sedas eran ásperas. La reina tuvo que contener la risa ante las torpezas de un anciano noble que debía ayudarla en un cambio de ropa. El príncipe Felipe, de su lado, no mostró su característico buen humor, sino que se dedicó a sabotear al fotógrafo, nadie menos que el gran Cecil Beaton, quien, harto, le espetó, mientras que Isabel no sabía dónde ponerse: “Señor, si no le gusta como lo estoy haciendo, entonces tome las fotos usted”. Este sábado, una nueva versión de la solemnidad se escribirá para la historia, con todo y sus chascos incluidos.