Cuando en la primavera boreal de 2022 las autoridades neoyorquinas le dieron luz verde para cultivar legalmente cannabis, Marcos Ribeiro pensaba que “había ganado el premio gordo” de la lotería, pero ahora que sus plantas florecieron, al igual que muchos otros productores, no sabe qué hacer con la cosecha.
En un invernadero de la isla Long Island, a dos horas en automóvil de la megalópolis plagada de rascacielos, el agricultor trabaja en la fase final de su cosecha de “Blue Dream” en medio de cientos de plantas frondosas y fragantes que pueden producir un kilo de flores de cannabis cada una.
“Es una variedad muy popular de la costa oeste (estadounidense), que se fuma durante el día. Mucha gente la prefiere porque no quiere quedarse adormilada”, explica sonriente, en medio del exuberante entorno.
Pero, de momento, el negocio no va como esperaba este hijo de inmigrantes portugueses. Crecido en Long Island, Ribeiro estudió arquitectura, luego montó una empresa de albañilería antes de pasarse al negocio del cáñamo y después al del cannabis.
Más de dos años después de la legalización del consumo de cannabis en el estado de Nueva York, Marcos Ribeiro, de 40 años, ha invertido “cientos de miles de dólares”, pero el mercado oficial, que se calculaba iba a movilizar miles de millones de dólares, sufre importantes problemas. “Todo este cannabis ha crecido y no hay tiendas donde venderlo. Es muy estresante”, suspira Ribeiro.
No es el único. En el estado hay ya más de 200 productores y solo 23 comercios legales que venden marihuana, en una región de 20 millones de habitantes que se extiende hasta Canadá. Según datos oficiales, unos 1,6 millones de adultos confiesa consumir el psicotrópico.
“Los productores podrían acabar cultivando una gran cantidad de producto que no podrán hacer llegar al mercado, generándoles una enorme presión fiscal a sus negocios ante las inversiones realizadas para el cultivo y procesamiento” del cannabis, advierte Andrew Rosner, vicepresidente de la Cannabis Association de Nueva York.
Según otra organización del sector, la Cannabis Growers Alliance, las pérdidas para los peores casos podrían ascender a millones de dólares.
Más de la mitad de los estados norteamericanos han legalizado el uso del cannabis recreativo y también el medicinal. Pero Nueva York cuenta con un ambicioso plan por el cual los consumidores -mayores de 21 años- deben disponer de hierba de calidad controlada y rastreable, cultivada localmente.
Para la apertura de comercios especialmente destinados a la venta, las autoridades han dado prioridad a las personas que fueron condenadas en el pasado por algún delito relacionado con la marihuana, con el fin de reparar el impacto de la represión que afectó de manera particular a gente de la comunidad negra y de origen latinoamericano.
Pero en agosto pasado, la justicia suspendió la apertura de nuevos comercios debido a la denuncia de militares retirados estadounidenses que se sentían perjudicados por estar excluidos del negocio.
La semana pasada, el estado de gobierno demócrata llegó finalmente a un acuerdo con los demandantes.
“Tenemos la intención de conceder licencias al menos a un millar de negocios en las próximas semanas y meses”, en particular para “aliviar a nuestros productores”, declaró John Kagia, director de política de la Oficina de Gestión del Cannabis.
Mercado negro
Mientras tanto, el aire de Nueva York ya está invadido por el olor a “hierba”, vendida de forma más o menos clandestina en un creciente número de comercios sin licencia.
Para vender sus primeras cosechas, Marcos Ribeiro se adaptó: en lugar de venderla como flores para fumar, la confió a un procesador certificado que extrae el aceite de THC, la sustancia psicoactiva de la planta para fabricar chicles de cannabis comestibles, de consumo muy expandido.
David Falkowski (46), otro productor de Long Island, conserva este aceite denso, de color cobrizo o marrón y olor potente, que también puede utilizarse para hacer lociones, cremas, líquidos para vaporizadores o bebidas de cannabis. Lo almacena cuidadosamente en grandes frascos depositados en un armario de malla metálica bajo llave dentro de un local prefabricado en su granja.
Nacido en el seno de una familia de agricultores, este hombre de físico grande y de trenzas rastas recogidas en un moño, siempre ha cultivado verduras y setas. Pero decidió diversificarse hacia el cannabis, en cuyas propiedades calmantes cree firmemente. Fue una cuestión de “supervivencia”, subraya.
“Gran parte de nuestra cosecha espera en estos frascos. Cada uno puede producir 10.000 paquetes de chicles o más. Pero para cubrir los costes de cumplimiento (de normas), extracción, pago a empleados, seguros e impuestos, necesitamos grandes volúmenes”, explica Falkowski. Resalta que han invertido “todos nuestros ingresos” en cannabis, en particular para financiar máquinas de extracción de THC.
“La idea original era sumar otra fuente de ingresos pero por el momento solo tenemos pérdidas”, sentencia David Falkowski.
Reportaje de la AFP