Pocos nombramientos tienen tanta trascendencia en Estados Unidos como el de los magistrados de la Corte Suprema. Como se trata de cargos vitalicios en un sistema legal (el Common Law) basado en los antecedentes jurisprudenciales, los magistrados tienen un poder extraordinario que pueden ejercer hasta que así lo decidan. De su orientación ideológica depende en buena parte el rumbo del país en los temas más sensibles de la sociedad. De ahí que los presidentes consideren parte importante de su legado la manera como quede conformada esa alta corporación al final de su mandato.

Este propósito, por más que sea controvertible, es legítimo. Pero en el caso de Donald Trump ante la muerte de Ruth Bader Ginsburg adquiere tonalidades más oscuras. En efecto, el magnate el jueves se negó a garantizar que entregaría el poder si pierde con Joe Biden. Desde ese momento, varios observadores han señalado que, de haber una disputa electoral, el caso llegaría en última instancia a la Corte Suprema. Ello explicaría su renovada obsesión por tener unas mayorías sólidas allí.

Sea cual fuere su propósito, Trump anunció su intención de presentar este sábado al Senado una candidata conservadora a pesar de que faltan menos de seis semanas para las elecciones. En contraste, cuando murió el anterior magistrado, Antonin Scalia, Barack Obama no pudo hacer lo mismo por la oposición de los republicanos, a pesar de que le quedaban seis meses de mandato.

El Comité Judicial del Senado votaría por la nueva magistrada el 19 de octubre para que luego los republicanos en el Senado consigan la votación definitiva a finales del mes. Apenas unos días antes del pulso electoral entre Biden y Trump.

Hasta hace pocos días, el nombre Ruth Bader Ginsburg no le decía mucho a la mayoría de los ciudadanos del mundo. ¿Quién era esta mujer y por qué su partida podría cambiar el rumbo de la política en Estados Unidos? Esta legendaria funcionaria judicial, cuya vida motivó una película, se caracterizó por su carácter, su temple y su determinación para rebelarse contra los roles establecidos que la sociedad retrógrada de entonces había designado para las mujeres.

El país que deja la jueza al momento de su muerte, en buena medida gracias a sus batallas, es muy distinto al que a ella le tocó vivir. En sus años del colegio, Kiki Bader, como le decían sus amigos, tuvo una infancia y adolescencia encajada en los roles de género de la época. Sin embargo, un día antes de graduarse de bachiller, la muerte de su madre le cambió la vida.

Como se trata de cargos vitalicios en un sistema legal basado en los antecedentes jurisprudenciales, los magistrados tienen un poder extraordinario que pueden ejercer hasta que así lo decidan.

Su progenitora siempre había sido una estudiante estrella y por eso logró ingresar a una universidad. No obstante, sus padres la obligaron a desertar para pagarle la educación a su hermano. Ginsburg juró que en adelante iba a dedicarse a vivir la vida que le negaron a su madre. Se enamoró de su esposo Marty, de quien dijo que fue el primer hombre que se interesó en que ella “tuviera cerebro”.

Entraron casi al tiempo a estudiar a Harvard, en donde Ruth Bader se convirtió en una de las nueve mujeres de una clase con más de 550 hombres. Salió con honores de la universidad más importante del mundo y, aun así, por el simple hecho de ser mamá, muchos le cerraron la puerta. No obstante, se sobrepuso y tuvo vida llena de victorias en sus batallas por la causa feminista.

El presidente Bill Clinton la convirtió, en 1993, en la segunda mujer en llegar a la más alta dignidad: un asiento en la Corte Suprema. Desde esa tribuna, Bader fue determinante para cambiar los roles de género. Pudo conseguir que las mujeres fueran aceptadas en las escuelas militares, se encargó de ofrecerles condiciones de igualdad laboral y, por medio de sus sentencias, logró labrar el camino hacia una sociedad abierta que garantizara las mismas oportunidades para todos.

Ruth Bader Ginsburg se convirtió entonces en un símbolo cultural perdurable para la causa feminista. Pero más allá de su vida y de su legado, la muerte de ‘the Notorious RBG’ desató una crisis política e institucional sin precedentes. Su deceso no pudo llegar en un momento más turbulento del acontecer nacional.

La batalla

En ese país, la Corte es un verdadero contrapoder que, en varias ocasiones, supera el del presidente. El proceso de confirmación de un nuevo miembro es complejo y engorroso. El presidente lo nomina, luego viene una etapa de verificación de antecedentes y capacidad que los norteamericanos llama “vetting” y finalmente el Senado cita al nominado a una audiencia para interrogarlo y vota para dar la última palabra.

Evidentemente los demócratas, que hoy no tienen las mayorías en el Congreso, están haciendo todo tipo de malabares para evitar que Donald Trump designe a la que sería su tercera silla en la Corte. Si eso ocurre, esa corporación quedaría con una aplanadora republicana que marcaría la agenda de los años por venir.

Los miembros del partido de Obama y de Biden, que esperan que este último llegue a la Casa Blanca el 3 de noviembre, hacen hasta lo imposible para poner freno a las aspiraciones de Trump. Sin embargo, el presidente tiene la sartén por el mango y es prácticamente seguro que se quedará con ese escaño en la Corte. Trump ya anunció que tiene una lista de cinco finalistas y que designará a una mujer. Medios estadounidenses afirman que, según fuentes cercanas al proceso, es un hecho que la nominada será la juez Amy Coney Barret.

Amy Coney Barrett, jueza federal, y Barbara Lagoa, jueza de la Corte de Apelaciones.

Lindsey O. Graham, presidente del Comité Judicial del Senado, marcó una agenda agresiva para hacer la confirmación antes de las elecciones presidenciales. Según esa hoja de ruta, ese comité se reuniría para votar el 19 de octubre para que luego Mitch McConnell, el líder de la mayoría en el Senado, haga lo suyo y consiga que la votación definitiva tenga lugar a finales del mes. Apenas unos días antes del pulso electoral entre Biden y Trump.

De ser así, se trataría del proceso de confirmación de un miembro de la Corte Suprema más rápido de la historia. Una celeridad que ahora, con la novedad de la amenaza dictatorial de Trump, se vuelve más sospechosa. En promedio, desde 1990, entre la nominación y la votación en el Congreso transcurren 50 días. Los últimos dos jueces elegidos por Trump, Neil M. Gorsuch y Brett M. Kavanaugh, tomaron 47 y 56 días. Aun así la maquinaría republicana está alineada y, si nada extraordinario ocurre, el partido de Gobierno podría salirse con la suya.

Esto, a pesar de los múltiples videos que rondan las redes sociales en los que se ve a los más importantes líderes de ese partido afirmar todo lo contrario a lo que dicen hoy. Entonces consideraban un abuso intolerable que Obama pretendiera dejar su candidato a ocho meses del final de su gobierno. En ese momento, los republicanos argumentaron que con ese plazo tan corto la decisión tendría que quedar en manos del pueblo, que, por medio de su voto para la Presidencia, escogería la línea que en adelante debía imperar en la Corte.

Ahora que los papeles se invirtieron, los republicanos dieron un salto mortal triple y, sin siquiera sonrojarse, están haciendo hasta lo imposible para lograr que la nominada por Trump resulte elegida a menos de una semana de los comicios.

Trump anunció que presentará la candidata este sábado, a semanas de las elecciones. Cuando murió el anterior magistrado, Antonin Scalia (abajo), Barack Obama no pudo hacer lo mismo con Merrick Garland a pesar de que le quedaban ocho meses.

Para lograr su cometido, los demócratas tendrían que convencer a cuatro senadores republicanos de votar contra las pretensiones del presidente. Según los cálculos de los entendidos, en el mejor de los casos podrían persuadir a dos. Y uno de sus prospectos, Mitt Romney, que había votado por el impeachment de Trump, se les corrió a última hora.

Así las cosas, si nada extraordinario ocurre, gane Trump o gane Biden, la Corte Suprema de Estados Unidos tendrá en los años por venir una inderrotable mayoría conservadora. El asunto es crucial porque proyectaría una sombra de duda sobre una Corte que, en el peor de los casos, tendría el poder de respaldar los más oscuros deseos de Trump. Y porque le permitiría, de ganar de cualquier manera, acabar de desmantelar el sistema de salud conquistado en la era de Obama, solo para nombrar el tema más sensible para los norteamericanos más pobres.