Si no fuese por los rostros de las madres y la angustia que estos reflejan, parecería más un festivo de mercado al aire libre, con puestos de comidas, regalos infantiles, ropa y chucherías, en lugar de la línea divisoria entre dos países, uno de ellos en guerra. Todo lo que ofrecen es abundante, además de gratuito, y lo atiende una legión de gentes de distintas nacionalidades, empeñadas en aliviar en algo el drama de los miles de ucranianos que huyen de las atrocidades rusas.
“Me habría gustado tener algo así en mi país, Georgia, cuando libramos la guerra con Rusia (en agosto de 2008 y solo duró una semana)”, comenta con simpatía uno de los dos jóvenes de la antigua república soviética, encargados de repartir chocolates, bebidas y pequeños detalles que han traído desde su capital, Tiflis, para los niños ucranianos. “Es una delegación oficial, nos envía nuestro gobierno y estamos aquí para ayudar”, explica.
También los venezolanos habrían soñado con ese mismo recibimiento fronterizo, en lugar de verse obligados a un espantoso éxodo a pie de cientos y miles de kilómetros hasta las ciudades colombianas o de otros países latinoamericanos donde afincarse.
A pocos metros de los georgianos, son chicos holandeses los que llaman la atención de los pequeños ucranianos y les señalan con la mano lo que tienen para ofrecerles. “Un grupo de amigos teníamos planeado ir de vacaciones una semana, pero vimos las noticias y decidimos venir en los coches a este lugar para dar chocolates y caramelos a los niños, y café a sus madres”, señala uno de ellos.
También hay en otros lados pizzas, perritos calientes, sopas, guisos de carne, frutas, lo necesario para que ninguno de los que dejan atrás su hogar y sus padres, maridos o hermanos varones se quede con el estómago vacío.
“Busco cinco pasajeros para completar el cupo de dos autobuses que van a Alemania”, explica el conductor de uno de los vehículos, armado de un cartel en inglés y ucraniano detallando el recorrido. Agrega que se trata de viajes financiados por unos ciudadanos alemanes del común, espantados al ver las imágenes en televisión de la crueldad de las huestes de Vladimir Putin y el sufrimiento de tantas víctimas. “Esperamos poder mandar otros dos o tres más adelante para recoger a más familias”, anuncia.
Son 80 los kilómetros de recorrido entre Leópolis y la frontera polaca, una de las rutas más transitadas tanto por las familias que escapan de la guerra, como por los voluntarios que canalizan las ayudas internacionales que envían a Ucrania desde distintas partes del planeta. Aunque los primeros días reinaba el caos, con el paso del tiempo las autoridades de ambos países han logrado agilizar los trámites para evitar las colas interminables.
En cuanto los ucranianos entran a Polonia, deben caminar un corto trayecto, flanqueado por los puestos citados y las oficinas de organismos internacionales, como OIM (Organización Mundial de Migraciones), instaladas en tiendas de campaña, hasta dar con una línea de autobuses urbanos, dispuestos para ellos, que salen en cuanto se llenan. En menos de media hora los dejan en la estación central de la monumental Przemysl, en el sureste de Polonia, o en el adyacente parking de autobuses.
La estación también parece una agitada torre de Babel de voluntarios. Unos norteamericanos, disfrazados de animales para alegrar a los niños, arman tanto escándalo con su entusiasmo por divertir a los pequeños que una de las señoras que dispensan billetes suplica, muy molesta, que bajen el tono. “No puedo más, es así todos los días, todo el día”, me dice con un suspiro de reproche. Pero debe ser de las pocas que se queja porque todo el recinto despide un aire de solidaridad contagiosa. “Repartimos unas cuatro o cinco mil comidas diarias”, le dice a este medio un sacerdote con un distintivo de Cáritas, una de las organizaciones más activas.
Los ucranianos solo deben mostrar su pasaporte para que les den sin pagar los billetes de tren a la ciudad que requieran. Si no tienen un destino de antemano, les dirigen a los centros de acogida en Polonia para, más adelante, buscarles un asentamiento en alguna ciudad de la Unión Europea.
“A mi madre y a mí nos encantaría instalarnos en Holanda, donde sea”, dice Jaroslav, que viaja con su madre y su hermano de diez años, y aún no tienen definido su lugar final de residencia. Solo saben que no quieren pasar mucho tiempo en ningún centro.
Cuenta que su padre los condujo hasta la frontera y volvió a Kiev, donde tienen su hogar. “A mí me encanta Kiev, es un sitio fantástico para vivir porque es una capital muy animada, espero que podamos volver pronto. Pero ahora a mi madre, que le encanta ir en bicicleta a todos lados, le gustaría que fuéramos a Holanda, que es el paraíso para eso”, relata.
Estudiante del primer año de Sistemas y gran gimnasta, como se puede apreciar en los videos que me muestra, confía en encontrar trabajo como entrenador y en algo relacionado con internet porque no quiere vivir de limosnas. “En la Universidad de Kiev nos han informado que podemos seguir las clases de manera virtual para no perder el curso. Pero en dos meses cumplo 18 años y, si la guerra sigue, volveré a Ucrania para luchar por mi país”, sentencia.
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