“Estamos racionando el agua en mi casa”, relata una atemorizada Daphné Bourgoin, de 42 años. “Y para mis hijos que tienen clases en línea, ¿hasta cuándo va a durar internet?”, se pregunta esta jefa de una empresa textil obligada a cerrar desde el lunes.
Este país caribeño nunca produjo suficiente energía eléctrica para responder a las necesidades del conjunto de su población e incluso en los barrios más acomodados de Puerto Príncipe, la empresa pública de electricidad solo asegura una entrega máxima durante unas pocas horas por día.
Los que pueden adquieren generadores: equipos costosos ahora inútiles ante la grave escasez de combustible provocada por las bandas armadas.
Falta de electricidad y de agua
La falta de diésel impide también a las empresas privadas asegurar la entrega de agua en camiones. Como para la electricidad, los habitantes construyeron en sus domicilios sistemas autónomos para el agua, ya que la red de tuberías no cubre el conjunto del área metropolitana. Sin ningún abastecimiento privilegiado, las estructuras hospitalarias se ven forzadas a reducir drásticamente su actividad.
“No hay electricidad en el hospital para hacer funcionar los aparatos, no hay combustible, no hay nada”, dice en creole Rachilde Joseph, estudiante de medicina en Puerto Príncipe. Esta mujer de 26 años, que se dio a conocer por publicar videos humorísticos en las redes sociales, ahora no tiene ganas de reír.
“Quisiéramos quedarnos en el país para ofrecer cuidados, sobre todo a la gente en provincia que los necesita tanto, pero el país no nos da esa oportunidad”, lamenta, antes de agregar que Haití “va lastimosamente a terminar por perder a todos sus jóvenes”.
Confrontados a un desempleo masivo, miles de jóvenes haitianos comenzaron a emigrar a América Latina desde 2014. Decenas de miles de entre ellos atravesaron el continente en los últimos meses, esperando instalarse en Estados Unidos al creer, erróneamente, poder beneficiarse de una política migratoria más benévola por parte de la administración de Joe Biden.
Pero unos 7.500 de ellos, reunidos a principios de septiembre bajo un puente en la frontera entre México y Texas, fueron finalmente expulsados hacia Haití por los servicios migratorios estadounidenses.
Esta ola de expulsiones masivas preocupó a organizaciones humanitarias acerca de su posible regreso a un país hundido en la incertidumbre tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse por un comando armado el 7 de julio.
“Estado fallido”
Ariel Henry, nombrado primer ministro dos días antes del magnicidio, dirige el país en forma interina, pero guarda silencio ante el empoderamiento de las pandillas en Puerto Príncipe, que paraliza toda actividad e impide el aprovisionamiento seguro de combustible.
“El Gobierno, que solo existe en el papel, no controla nada, ni siquiera el perímetro de sus edificios”, indica a la AFP el economista haitiano Etzer Emile, para quien “la crisis de combustible es el último ejemplo de un Estado fallido”.
“Como si la inflación disparada, el alza continua del dólar (sobre la gourde, moneda local), la inseguridad alimentaria, la fuga de cerebros, el secuestro no fueran suficientes, necesitábamos una grave penuria de combustible y un gobierno fantasma repleto de comediantes y despreocupados”, afirma.
Las pandillas cometieron más de 782 secuestros económicos desde el inicio de año, según el Centro de Análisis de Investigación en Derechos Humanos, que tiene su base en Puerto Príncipe.
Una de las bandas armadas más poderosas del país reclama 17 millones de dólares para liberar a un grupo de misioneros y sus familias –16 estadounidenses y un canadiense– secuestrados el 16 de octubre al este de la capital.
“Los dueños de nuestro destino y los que deciden nuestra vida ya no están en el Palacio Nacional, como fue el caso bajo la dictadura Duvalier: ahora son las pandillas armadas”, resume Etzer Emile, preocupado por lo que llama “la somalización a la haitiana”, en referencia al país africano preso de milicias armadas.
*Con información de la AFP.