Luis Inácio Lula da Silva regresa al Palacio Presidencial de la Alvorada, con 76 años, para liderar su tercer presidencial en Brasil, dejando atrás una de las más polarizadas campañas presidenciales en las que venció este domingo 30 de octubre a Jair Bolsonaro, actual presidente y un nacionalista de derecha.
La foto se repite justo después de 20 años, cuando Lula se convirtió por primera vez en el mandatario de los brasileños. El epílogo de una larga carrera política que había comenzado a finales de los años 70, cuando, siendo un combativo líder sindical del sector metalúrgico, agitó una de las mayores huelgas obreras del país.
Entre los años 1978 y 1980, en medio de la época más cruenta de la dictadura militar, Lula comandó las huelgas generales de los trabajadores en oposición al régimen. El líder sindicalista despuntaba para entonces como el líder de la oposición en su país.
Si bien para su primera elección, en 2002, era elegido con el 61 % de los votos, su figura como líder de la izquierda despertaba incertidumbre en otros miles de habitantes, que veían con preocupación una narrativa que durante años había criticado ferozmente a los sectores empresarial y financiero y a la clase política tradicional.
El ave fénix de la izquierda latinoamericana
Pocos creían que Lula da Silva podría acariciar siquiera el sueño de convertirse de nuevo en presidente del gigante suramericano.
El líder de izquierda hizo campaña con el desgaste a cuestas de un proceso judicial por corrupción en el sonado caso Lava Jato, en el que fue acusado de corrupción pasiva y lavado de dinero, que lo tuvo en la cárcel durante año y medio y le costó su candidatura en 2018.
A ese desgaste se sumaron también los sucesivos escándalos de corrupción que se destaparon en su gestión –el más mediático, relacionado con la supuesta entrega de sobornos de la multinacional Odebrecht, entre ellos un apartamento, a cambio de contratos públicos– y en la de su sucesora, Dilma Rousseff.
En medio de esa vorágine, se dio la muerte de su esposa, Marisa Leticia, en febrero de 2017, la pérdida de un hermano y un nieto de 7 años mientras estaba en prisión, y un cáncer de laringe que le fue detectado en 2011.
Pero, como un ave fénix, resucitó en la política. Aún sostiene su inocencia y la teoría de que detrás de su ‘viacrucis’ judicial había motivaciones políticas de sus adversarios.
Liberado en noviembre de 2019, Lula consiguió resolver sus problemas con la justicia después de que el Tribunal Supremo anulara su caso por errores e irregularidades procesales.
El exsindicalista mantuvo por un tiempo en suspenso su candidatura presidencial, la sexta en su carrera política, mientras cuidaba su imagen internacional con giras por el extranjero.
Pero luego decidió lanzarse de la mano del mismo movimiento político que fundó en 1980, el Partido de los Trabajadores (involucrado en graves escándalos de corrupción), de origen trotskista y socialista.
Cocinó además alianzas –como ya lo había hecho en el pasado con el Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)–, esta vez con Geraldo Alckmin, del Partido Socialista, a quien le ofreció la Vicepresidencia pese a que, hasta hace pocos meses, eran enconados adversarios políticos.
Superar la pobreza, bandera de campaña
A lo largo de esta última campaña, la bandera que enarboló Lula, tal como en 2002, fue la superación del hambre y la pobreza, en un país donde se estima que 33 millones de personas viven en esa condición.
Una narrativa en la que suele congraciarse con las clases menos favorecidas, recordándoles que, tal como ellos, él y su familia conocieron de cerca la necesidad.
Nacido en el pobre y árido nordeste brasileño, en un hogar de labradores analfabetas, trabajó de niño como vendedor ambulante y lustrabotas, pues la apremiante situación económica de su casa no le permitió continuar sus estudios a pesar de ser un estudiante destacado.
Ya más joven buscó empleo en São Paulo, la región más industrializada del país, donde se convierte en trabajador del sector metalúrgico y finalmente comienza a construir su carrera sindical y política.
A todos esos votantes les recordaba, una y otra vez, los logros de sus dos primeros mandatos (2003-2010): sacar a 20 millones de brasileños de la pobreza, ingresar a más de 30 millones a la clase media, convertir la economía del país en la séptima más grande del mundo, triplicar el número de jóvenes afro en las universidades y, claro, el impacto de “Bolsa Familia”, programa con el que llegó a 12 millones de hogares con la entrega mensual de hasta 60 dólares.
Un período de bonanza que le granjeó la simpatía de grandes líderes mundiales, entre ellos Barack Obama, que lo llamó en ese entonces “el político más popular del planeta”, y le permitió salir del Palacio de la Alvorada con un 87 % de popularidad.
Arropado por el mismo lema de “Sin miedo a ser feliz”, que hizo carrera durante su campaña de 2002, Lula podría conquistar por tercera vez la Presidencia, respaldado por una decena de partidos progresistas que se encargaron de suavizar ante la opinión pública la imagen del exlíder sindical, al que aún –pese a su absolución– muchos asocian con la corrupción enquistada en Petrobras y Odebrecht que desveló el juez Sergio Moro, a la postre ministro de Justicia de Jair Bolsonaro.
Gracias a esa renovada imagen, a su reciente campaña se unieron importantes actores del sector privado, que no olvidan los amplios beneficios que obtuvieron las empresas privadas en los primeros años del gobierno Lula, en una época de notorio crecimiento económico.
La promesa esta vez es hacer girar de nuevo la rueda de la economía, generar empleo con obras públicas y calentar el consumo con programas de distribución de renta.