“¡Ding dong la bruja está muerta! ¿Cuál bruja? ¡La bruja malvada!”, cantó Judy Garland en El mago de Oz, un clásico del cine de los años treinta. Setenta y cuatro años después, la ronda infantil resucitó en el Reino Unido. Más de 20.000 personas la compraron, muchos la piden en la radio y ya se encaramó en las listas de las canciones más populares. La meta es que estas viejas coplas lleguen al número uno y resuenen en todo el país, como un vengativo homenaje a la recién fallecida ex primera ministra británica Margaret Thatcher. Entre tanto, la pequeña casa esquinera en el norte de Inglaterra donde Thatcher nació hace 87 años y el Hotel Ritz de Londres, donde murió en una suite de 3.660 libras por noche, se llenaban de velas y de flores. Catorce años después de su paso por el número 10 de Downing Street las dos caras de la “revolución thatcheriana” se enfrentan como si el tiempo no hubiera pasado. Si para unos, como el primer ministro conservador David Cameron, “Thatcher salvó el país”, para otros como el diario liberal The Guardian “su legado es el de la división, el egoísmo privado, el culto a la avaricia, un patrimonio que no liberó el espíritu humano sino que lo encadenó mucho más”. Pero nadie pudo ignorar que, para bien y para mal, Margaret Thatcher impuso un nuevo mundo. Hija de un tendero de clase media baja, Margaret Hilda Roberts se crió en el olvidado y norteño Lincolnshire. Nunca nadie le regaló nada, todo se lo ganó a pulso, durmiendo un par de horas diarias, trabajando de manera obsesiva, imponiéndose con su ambición e inteligencia. Tenía que demostrar que una mujer que no había nacido en cuna de oro podía llegar a lo más alto. Que no importaban los obstáculos, sino la voluntad. Y claro, la agresividad. Llegó becada a Oxford, donde estudió Química. En la universidad empezó a coquetear con la política y dio sus primeras batallas para doblegar el clasismo y el machismo del Partido Conservador. Ahí conoció al millonario Dennis Thatcher, que le dio su apellido y un apoyo inquebrantable en todas sus guerras. Mientras criaba a sus dos gemelos, terminó una carrera en Derecho y se empecinó, a pesar de varias derrotas electorales, en buscar el poder. La clase media la volvió su heroína. Maggie, como le decían con cariño, encarnaba como nadie las angustias y las esperanzas de esos millones de británicos aquejados por la inflación, los impuestos, con la resaca del imperio perdido, cansados de responder por los demás y de que les dieran lecciones. Thatcher les vendió un conservadurismo combativo, individualista, un capitalismo popular y populista, marcado por el desprecio al intelectualismo. Como ella mismo dijo: “Mis políticas no están basadas en teorías económicas sino en cosas con las que yo y millones como yo fuimos criados: un honesto día de trabajo para una paga honesta, no vivir por encima de sus posibilidades, ahorrar, pagar sus cuentas y apoyar a la Policía”. Así Thatcher escaló todos los peldaños. A los 34 años era parlamentaria y dijo que la política laborista era un paso “no solo hacia el socialismo, sino hacia el comunismo”. A los 45 años era ministra de Educación y no le tembló la mano para suprimir la botella de leche que el gobierno les daba a los niños del reino. A los 50 años ya era la líder de la oposición. En 1979 llegó a lo más alto y partió la historia en dos al volverse la primera mujer en liderar el gobierno. Pero su batalla no era para revindicar el feminismo, que era inútil pues “algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a ellas se les hubiera ocurrido pensar en eso”, sino “por una sola razón: transformar una sociedad dependiente en una autosuficiente, pasar del país del ‘dame’ al de ‘hágalo usted mismo’, del ‘me siento y espero’ al de ‘levántate y avanza’”. Estaba lista para una cruzada sin cuartel contra todos los que atentaban contra la grandeza del país. La isla tenía una inflación del 25 por ciento, un déficit público elevado, acababa de pedirle un rescate al FMI y sindicatos que ponían a los gobiernos de rodillas. Para Thatcher “hago política por el conflicto entre el bien y el mal, y creo que al final el bien triunfará”. Su enemigo era el Estado benefactor, el intervencionismo, las grandes industrias nacionalizadas, el proteccionismo. El Reino Unido entró en un estado de guerra permanente. Thatcher privatizó el agua, la electricidad, el gas, los teléfonos, el correo, el transporte público, vendió la vivienda social. Redujo los impuestos, cercenó subvenciones y ayudas estatales. Una y otra vez repitió “there is no choice” (“no hay opción”). No importaron los disturbios ni los conflictos sociales, pues “no existe eso que se llama sociedad. Existen hombres y mujeres como individuos, y existen familias“. En 1984 anunció el cierre de las minas de carbón. Cientos de miles de obreros se embarcaron en una huelga de más de un año, que dejó muertos, arrestados e hirió por siempre el sindicalismo. Chris Skidmore, secretario del sindicato minero de Yorkshire, le dijo a SEMANA que “recuerdo que mi pueblo estaba lleno de policías, del toque de queda, del miedo. Thatcher no nos dejó más que pobreza y desespero. Acá nos condenaron a no tener opción. Lo peor fue que nos calificó de ‘enemigo interno’. Un insulto para mi padre que sacó carbón en la Segunda Guerra, para mi abuelo, que combatió en la Primera. Fue asqueroso”. Y mientras Thatcher castigó a los mineros, premió a los yuppies de la City. Impulsó el Bing Bang de las finanzas, que desreguló las transacciones de capitales. La locura se tomó la bolsa de Londres, que terminó siendo la más importante del mundo. Los bancos, y no las fábricas, se volvieron el verdadero motor británico. De puertas para afuera Thatcher trató de revivir el viejo imperialismo británico. Dejó morir de hambre en sus cárceles a militantes republicanos irlandeses y aplastó el Ejército argentino en Las Malvinas, una guerra neocolonial que le aseguró su primera reelección. Gran combatiente de la Guerra Fría, no dudó en aliarse con un personaje como Augusto Pinochet que “trajo la democracia a Chile” y acusó a Nelson Mandela de liderar una “organización terrorista”. Junto a Ronald Reagan, uno de sus grandes amigos, revitalizó el capitalismo y las ideas conservadoras, que ayudaron a sepultar la Unión Soviética. En 1990, después de 11 años como primera ministra, salió en medio de fuertes protestas. La dama de hierro dejó un país sin inflación, moderno, competitivo y atractivo. Pero también con más de-sigualdades, más pobreza y más divisiones. El ensayista británico Tony Judt escribió que “como sociedad, como economía, el Reino Unido de Thatcher era un lugar más eficiente. Pero, como sociedad, sufrió un cataclismo de desastrosas consecuencias a largo plazo. La prosperidad privada se vio acompañada de la miseria pública”. La cirugía a corazón abierto y sin anestesia del ‘thatcherismo’ se volvió un dogma. Richard Vinen, historiador y autor de Thatcher’s Britain, le dijo a SEMANA que “Thatcher fue parte de una transformación, de una tendencia que impulsó la economía de libre mercado, fue un ejemplo para muchos sobre cómo privatizar una economía”. La terapia de choque se replicó en Europa, América Latina, el mundo postsoviético e incluso influenció a los socialdemócratas, que no volvieron a poner en duda la preeminencia de las fuerzas del mercado sobre la sociedad. Los últimos años de Thatcher fueron difíciles. Sufrió varios accidentes cerebrovasculares y abandonó la vida pública. La demencia senil empezó a carcomerla y, según su hija Carol, no era capaz de hablar más de diez minutos porque se perdía y olvidaba las frases. Probablemente no se enteró de la profunda recesión que empezó en 2008, la peor desde la Gran Depresión, y que aún padecen millones de desempleados y desahuciados en Europa y Estados Unidos. Tampoco debió saber que el desplome empezó con la caída de grandes bancos que hicieron apuestas irresponsables, pues ya nadie los controlaba. Y que esa crisis mundial es la prueba fehaciente de que sus ideas triunfaron. ¿Pero a qué costo?  Una mujer de armas tomar Aunque nunca se revindicó feminista, Margaret Thatcher probó que una mujer determinada tiene la fuerza de imponerse por encima de cualquier cosa.  Cuando Margaret Thatcher se presentó por primera vez a unas elecciones en 1951 nadie, salvo ella, hubiera apostado un centavo por su carrera política. El problema no era su estilo, ni sus ideas, ni sus orígenes sociales, sino ser mujer.  Pero rendirse no era su estilo y a punta de terquedad llegó a la cima del poder. Ahí siempre nadó a contracorriente, intentando demostrar que no solo era igual que sus colegas masculinos, sino mejor. Y mientras iba en ascenso y se afirmaba como una política que se imponía, su feminidad era cada vez más atacada.  A cada paso la crucificaron como si fuera una mala madre, la nombraron “mujer más odiada del país” e incluso un colega de su propio partido preguntó “qué tan verdad es el rumor de que la señora Thatcher es una mujer”. Pero nunca cayó en la trampa de la víctima o de usar su sexo como argumento político. Probó, sin insinuarlo, que una mujer determinada podía con todo y con todos. Como dijo con sorna cuando buscaba volverse la jefa del Partido Conservador: “Tal vez no tengo tanta experiencia, pero tengo la habilidad femenina de cumplir con un trabajo y seguir adelante cuando todo el mundo se va y lo deja”.  Ahora que Thatcher murió, el debate sobre su legado político volvió a encenderse. Lo cierto es que, más allá de su herencia y de las consecuencias de sus 11 años en el poder, tal vez una de sus mayores obras fue imponer la idea de que el coraje femenino puede cambiar el mundo. Si ahora no parece muy revolucionario que una mujer lidere una gran democracia, eso se debe en parte a la tenacidad de Margaret Thatcher.