No solo destruyeron la salud de un millón de personas y provocaron miles de nacimientos con deformidades. Los 80 millones de litros de productos químicos que el ejército estadounidense lanzó en los años sesenta, durante la guerra de Vietnam, también devastaron 3 millones de hectáreas de selva del país asiático. Luego de 45 años del final de la guerra, las tierras siguen contaminadas, y los fetos, desarrollando anomalías.

Para describir la destrucción voluntaria de los ecosistemas durante este conflicto, el biólogo Arthur Galston habló en 1970, durante una conferencia científica, de ecocidio. Poco a poco, gracias al trabajo de activistas, científicos y juristas, el neologismo empezó a utilizarse para definir las acciones que deterioran el medioambiente a gran escala y de manera progresiva. Hoy, un grupo de reputados juristas internacionales redacta, en el marco de la campaña internacional Stop Ecocide, un concepto penal que permitiría judicializar los perjuicios ambientales. Entre ellos se encuentra el abogado británico Philippe Sands, que ha trabajado como consejero de la Corte Penal Internacional; y la zambiana Florence Mumba, jueza del tribunal para el genocidio camboyano.

El principal obstáculo es encontrar una definición consensuada. Dos grandes posiciones se enfrentan. Algunos juristas estiman que la intencionalidad es fundamental para determinar si una acción que degrada el medioambiente es un ecocidio; otros creen que lo que cuenta es el perjuicio, no su carácter deliberado.En el primer caso, la explosión accidental de la plataforma petrolera Deepwater Horizon –que provocó en 2010 un desastre ambiental en las costas norteamericanas– no podría ser juzgada. En el segundo caso, más radical, cualquier actividad que atente contra la Tierra podría ser objeto de acciones judiciales. Así, un constructor de vehículos que funcionen con energías fósiles podría ser enjuiciado por contribuir a la destrucción del mundo. “Si el ecocidio se vuelve una realidad, los líderes empresariales estarían obligados a adaptarse y a, rápidamente, reexaminar cómo hacen negocios y toman decisiones en nuestro planeta”, escribieron en una columna de opinión del diario The Guardian las activistas Jojo Mehta y Julia Jackson, fundadoras respectivas de los movimientos Stop Ecocide y Grounded.

Para la mayoría de defensores de su reconocimiento, el ecocidio entraría en las competencias de la Corte Penal Internacional, como es el caso de los genocidios, los crímenes contra la humanidad, de guerra y de agresión. Para ello, se necesitaría una adhesión internacional (hoy inexistente) a una modificación del Estatuto de Roma, reglamento de esa corte.Sin esperar una aprobación a ese nivel, los países tienen la posibilidad de modificar sus leyes nacionales. Por ahora, ninguna gran democracia reconoce el ecocidio. Recientemente, una asamblea por el medioambiente compuesta por ciudadanos franceses y creada por el presidente Emmanuel Macron planteó el reconocimiento legal de este crimen. Finalmente, el Gobierno se limitó a proponer un simple delito de contaminación. En el Reino Unido, el Gobierno respondió en 2019 a una petición ciudadana con 20.000 firmas para inscribir en la ley el ecocidio afirmando que las reglamentaciones actuales eran suficientes. En otros países, como Vietnam o Uzbekistán, la legislación castiga la destrucción de la naturaleza, pero la ausencia de instituciones democráticas sólidas en esas naciones deslegitima el actuar de la Justicia.

Por estas razones, el camino para reconocer el ecocidio es largo. La historia muestra que las leyes se han transformado radicalmente gracias a la tragedia, como si solo del horror la humanidad aprendiera lecciones. Fue el caso del genocidio, legitimado por la Organización de Naciones Unidas luego del exterminio de 6 millones de judíos por la Alemania nazi y de un millón de armenios por el Imperio otomano. Los activistas más pesimistas y apocalípticos esperan una catástrofe natural que obligará al mundo entero a condenar, sin ambigüedad, la destrucción del planeta.