De los cerca de ochenta estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa que el 26 de septiembre fueron atacados por sicarios y policías del municipio de Iguala, apenas un puñado salió ileso. El resto, la mayoría, sufrió en carne propia la violencia de unas fuerzas del orden cuyas lealtades son en México objeto de un intenso debate que ha trascendido las fronteras del estado de Guerrero –donde se desarrollaron los hechos–, y que amenaza incluso con marcar la presidencia de Enrique Peña Nieto. La gran pregunta que recorre la nación centroamericana es dónde están los 43 jóvenes que desde esa fecha se encuentran desaparecidos, y de los que se teme que puedan estar muertos –como seis de sus compañeros– o malheridos –como quedaron otros 25. Según los testimonios de los sobrevivientes, estos fueron detenidos por los mismos agentes que abrieron fuego contra los autobuses en los que se desplazaban, cuando daban una rueda de prensa ofreciendo su versión de los hechos. Con base en las declaraciones de los policías y de los sicarios detenidos dos días después de los hechos, se estableció además que durante la misma jornada de violencia las autoridades se los entregaron al cartel de Guerreros Unidos, una escisión del grupo de los Beltrán Leyva, que hasta 2008 perteneció al de Sinaloa. Según esos mismos testimonios, los estudiantes fueron ejecutados y enterrados en un cerro cercano a Iguala, conocido con el ominosos nombre de Cerro de la Muerte.
Fosa común en Iguala, México. Foto: AP Hoy, casi tres semanas después de los hechos, pese al hallazgo de varias decenas de cuerpos en varias fosas comunes excavadas, los estudiantes siguen tan perdidos como si se los hubiera tragado la tierra. Y la sociedad mexicana se pregunta a su vez ¿de quién son entonces esos cuerpos? ¿por qué nadie ha buscado a esos difuntos?¿cuantas fosas más hay en el país? ¿le importa al gobierno lo que está pasando? Como le dijo a SEMANA el periodista Arturo Cano, corresponsal del diario La Jornada en Iguala, “aunque se desconocen las razones del ataque, es claro que los hechos se dieron en un marco de abandono y de impunidad, pues los estudiantes pidieron ayuda en las instalaciones militares de Iguala, que les fue negada por los uniformados alegando que no tenían órdenes de hacerlo”. La brutalidad de los hechos recuerda algunos capítulos macabros de la historia reciente de México, como la masacre de 71 inmigrantes en 2010 a manos de Los Zetas, la muerte de 52 personas en el ataque al Casino Royale de Monterrey, o el fusilamiento de 22 presuntos narcos en el municipio de Tlatlaya a manos del Ejército, que las autoridades trataron de hacer pasar por hombres armados abatidos en un enfrentamiento. Sin embargo, la desaparición de los estudiantes se ha distinguido de esos casos por la profunda y creciente indignación que ha desatado en diversos sectores de la sociedad. Las reacciones internacionales tampoco han faltado, como lo indica una carta firmada por 16 diputados del Parlamento Europeo que se declaran “profundamente consternados” y exigen que “cualquier modernización del Acuerdo Global México-EU, prevista para 2015, se ponga en espera y que se revisen las áreas y los objetivos previstos para su liberalización”. A su vez, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, reconoció en una conferencia con los gobernadores del Fondo Monetario Internacional que hechos como los de Iguala “pueden tener un efecto sobre la percepción del país en general, en la comunidad económica, en la comunidad de inversionistas”.
Protestas el 17 de octubre, 2014, por la desaparición de 43 estudiantes en el estado de Guerrero, México. Foto: AP. Y aunque los familiares de los jóvenes aún conservan la esperanza de encontrarlos vivos, los indicios sobre su suerte son ominosos. El único de los desaparecidos del que se tienen noticias, Julio César Mondragón, apareció muerto y en unas condiciones macabras, pues le arrancaron el rostro y le vaciaron las cuencas de los ojos. Una imagen que hoy amenaza con reemplazar a la imagen de renovación y de dinamismo que el gobierno de Peña Nieto ha tratado de proyectar durante su mandato. ¿Un crimen de Estado? Si bien existen dudas sobre el destino de los estudiantes, cada vez resulta más claro que los policías que ejecutaron la balacera no son los únicos agentes estatales implicados en los hechos. Como le dijo a SEMANA el periodista José Reveles, conocido periodista mexicano autor de varios libros sobre el tema, como Levantones, narcofosas y falsos positivos, “en México no hay una línea divisoria entre la autoridad y la criminalidad. Hay por el contrario un gran vacío de poder, que favorece la impunidad y las respuestas gubernamentales caóticas, como la que hemos presenciado en Iguala, donde los encargados oficiales fingen investigar, pero sin llegar a ningún resultado. Y al respecto solo puede haber dos explicaciones: una incapacidad absoluta o un encubrimiento”. Los resultados de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre seguridad Pública elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía confirman ese diagnóstico. Según ese documento, publicado el 30 de septiembre, en 2013 la ‘cifra negra’ –o sea los delitos que no se denunciaron o que no fueron investigados– fue del 94 por ciento, dos puntos más que en 2013, cuando fue del 92 por ciento. Es decir, apenas uno de veinte delitos es debidamente indagado por la Justica. Y según la misma entidad uno de cada cinco mexicanos no denuncia los delitos, pues desconfía de las autoridades. A esos hallazgos se suman las denuncias de la ONG Alto al Secuestro, que informa que en los primeros nueve meses de 2014 ese delito aumento en un 36 por ciento con respecto al año anterior.
Compañeros y familiares de los 43 estudiantes desaparecidos protestan en Chilpancingo, Mexico, 7 de octubre, 2014. Foto: AP. Y en ese contexto de criminalidad galopante sobresale el caso de Guerrero, uno de los estados más pobres de la Unión Mexicana. Dentro de sus registros negativos, se encuentra una tasa de homicidios que triplica el promedio nacional, el primer lugar nacional en desapariciones y la presencia de cultivos de heroína de alta pureza. Es, a su vez, un territorio en el que se sospecha que el gobierno está infiltrado por elementos mafiosos, de lo cual dan fe las graves denuncias que pesan sobre el gobernador del estado, Ángel Aguirre, a quien se acusa de omisión y al cual hasta su mismo partido, el izquierdista PRD, le ha pedido que renuncie a su cargo. “Hay un foco muy específico de inseguridad en Iguala, y fuera de Iguala todo está en paz, hay gobernabilidad; la violencia está focalizada en Iguala”, se defendió el jueves en una reunión con la comisión de diputados federales que investiga las desapariciones. Sobre las razones por las que no ordenó la intervención de la Policía, Aguirre sorprendió a propios y extraños al explicar que no lo había hecho porque el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, no les respondió el teléfono. Abarca, que hoy se encuentra en el ojo del huracán, tras afirmar que “se encontraba en una fiesta” mientras se desarrollaban los hechos, pidió una licencia y desapareció junto con su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, la presidenta del sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF) de Iguala. Y aunque desde antes de su elección existían denuncias contra esa pareja por sus vínculos con el narco, la pertenencia de tres hermanos de Pineda Villa al grupo Guerreros Unidos los ha convertido en los principales sospechosos de la matanza. En la actualidad se encuentran prófugos y su partido, el PRD, realiza contorsiones políticas para desligarse de esa pareja, hoy impresentable. Por ahora, la prioridad de los mexicanos es que los 43 estudiantes aparezcan con vida. Pero los hechos de extrema violencia de Iguala son un síntoma de un problema mucho más complejo y arraigado. Como le dijo a esta revista el escritor Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto sobre los feminicidios de Ciudad Juárez, “la situación es grave, pero más grave aún es la tendencia gubernamental de relativizar los hechos, de desagregarlos, minimizarlos y difundir la idea de que todo es un problema de percepción negativa, que los actos de barbarie tienen una dimensión municipal, como insisten en reiterar sus voceros y académicos en la prensa nacional e internacional”.