Con una derrota estrepitosa a cuestas, Barack Obama respiró hondo y trató de parecer sensato. “Los he oído”, les dijo a los ciudadanos. Y agregó: “Felicito a los republicanos, que han hecho una gran campaña. Los líderes políticos tenemos como obligación trabajar de forma conjunta para resolver los problemas de la gente”. De esa forma se manifestaba el presidente de Estados Unidos el miércoles 6 de noviembre, 24 horas después de la debacle de su partido en las elecciones donde se renovaban la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Pero por dentro sabía bien que los comicios habían sido un referendo sobre su gestión, y se había rajado dramáticamente. De su “yes we can” (“sí podemos”) y de sus camisetas con la palabra “hope” (“esperanza”) no quedaba ni el recuerdo. Para los estadounidenses, Obama era un presidente frágil, sin carácter. Hace una semana, solo el 44 por ciento de ellos tenía de él una imagen favorable, de acuerdo con el más reciente sondeo de The Washington Post y ABC News. La paliza del martes fue monumental. Según los últimos datos, los republicanos lograron ampliar su diferencia sobre los demócratas en la Cámara de Representantes hasta alcanzar los 244 escaños de un total de 435, es decir 64 por encima de sus adversarios, un margen que no veían desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pero el mayor descalabro para Obama y los suyos ocurrió en el Senado, donde el Partido Republicano, que desde 2007 se encontraba en minoría, barrió literalmente y ahora cuenta con 52 de las 100 curules. Esto, en plata blanca, significa que los dos años y casi tres meses que le restan a Obama en la Casa Blanca los tendrá muy cuesta arriba no solamente porque se quedó sin aliados a la hora de sacar adelante los proyectos de ley en el Capitolio, sino porque un Senado hostil le puede frenar los nombramientos más importantes dentro del gobierno y en los altos tribunales. La Constitución gringa otorga a los senadores la función de “advice and consent” (“asesorar y consentir”) por la cual deben darles el visto bueno a quienes el presidente designe como magistrados de la Corte Suprema de Justicia, ministros, embajadores y decenas de cargos de alto rango. Conclusión: Obama ha quedado, pues, a merced de los republicanos. El presidente también pasó el martes un trago amargo en los comicios para 36 de las 50 gobernaciones. Lo más complicado tuvo lugar en tres estados tradicionalmente demócratas: Maryland, Massachusetts e Illinois, estado del presidente y donde él mismo hizo campaña. Y un detalle para mayor preocupación de Obama: la reelección en Florida del republicano Rick Scott. Semejante panorama dificulta las posibilidades de los demócratas para las elecciones presidenciales de 2016, a lo cual debe agregarse el descontento de los hispanos con un presidente que no ha impulsado la reforma migratoria que les prometió y que les abriría la puerta a 11 millones de indocumentados para regularizar su situación. ¿Cómo será, entonces, el resto del gobierno de Obama si hasta ahora los republicanos se han constituido en el ‘partido del no’? De entrada, pinta enredadísimo. Como dijo Peter Schechter, antiguo consultor político y director del programa de las Américas de The Atlantic Council, un think tank de Washington, “es probable que los republicanos le bloqueen parte de la agenda, aunque existe otra tesis según la cual ellos, si quieren volver a la Casa Blanca en 2017, tendrán que trabajar con él y demostrar que pueden echar a andar buenos proyectos”. Para saber la verdad habrá que esperar unos meses: Obama también puede ejercer el veto y frenar las leyes que le envíen los republicanos. Entre tanto, lo único claro es que el resultado del martes fue para los demócratas lo que escribió The Economist: “Una masacre”.