Hubo reuniones durante semanas, ahora por videoconferencia. También chats cifrados que no pararon nunca de intercambiar mensajes. Llamadas sin parar. Había que lograr un consenso y, especialmente, lograr alineaciones. Los principales partidos de la oposición venezolana sabían que no iban a participar, llevaban meses afirmando que el evento que el Consejo Nacional Electoral, controlado por Nicolás Maduro, ha convocado para el 6 de diciembre es una farsa, un parapeto, una trampa “cazabobos”. Pero una cosa es decirlo y otra casarse con ello. La Constitución venezolana establece que en 2020 toca renovar el parlamento electo en 2015. Así que desde que comenzó el año todos los interesados comenzaron a trabajar en el asunto. En el chavismo lo importante era dejar correr el reloj, y “llegar vivos” políticamente hablando hasta ese escenario. Mientras tanto, operar la burocracia a fin de darle a sus adversarios todas las razones para dividirse y entrar en el sempiterno debate interno entre participar o no en una actividad convocada por el chavismo.
La expresión “farsa electoral” empezó a estar en boca de la dirigencia opositora hace muchos meses. Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional y reconocido como presidente encargado del país por casi 60 naciones, lo dijo el 29 de febrero. Reclamaba entonces falta de condiciones, y aún las imposiciones de quienes usurpan el poder nacional.
Muchos se preguntan qué pasará con Juan Guaidó, cuya legitimidad internacional emana de su calidad de presidente de la Asamblea. Lo que llegó después vino a solidificar esas posturas: el régimen secuestró los símbolos de los partidos políticos opositores, nombró a plumazo nuevas autoridades electorales, extendió los estados de emergencia que le permiten gobernar sin controles desde 2016, y aprovechó la cuarentena radical por la pandemia para establecer estados de sitio y de represión. Mientras tanto, siguió haciendo gala del peculado de uso al reafirmar que las estructuras estatales están al servicio del partido hegemónico, el PSUV. Pero con una fecha dispuesta para las votaciones, se necesitaban definiciones de cara a la opinión pública y a los aliados. Desde los grandes partidos no tenían mucho margen de maniobra, por lo menos formalmente. Después de todo, la comunidad internacional no reconocerá lo que resulte de ese evento, y allí están sus principales apoyos actuales. Un mes antes, ya habían presentado un pliego de exigencias para considerar que los comicios serían legítimos y no “actos simbólicos ni simulaciones de participación”. Entre las condiciones incluyeron garantizar el voto sin coacción o intimidación; cesar las inhabilitaciones y el enjuiciamiento de dirigentes políticos; respetar los partidos políticos; conformar un CNE por consenso parlamentario; respetar a testigos electorales; hacer una campaña electoral equitativa y revisión auditada de las nuevas máquinas. Pasado un mes, confirmaron que el poder no movió un dedo para atender uno solo de esos puntos. Eso pesó. ¿Para qué mantener una exigencia por condiciones democráticas si está claro que el régimen no está dispuesto a ceder en nada?
Por otra parte, están las posturas de los aliados internacionales y de actores de peso global. El Grupo de Lima, el Grupo Internacional de Contacto, Estados Unidos y la Unión Europea han expresado su rechazo a unas elecciones parlamentarias en 2020 sin condiciones libres ni justas, lo que imposibilita su reconocimiento. ¿Contradecir a quienes te dan soporte o al menos reconocimiento de legitimidad? Imposible. Las directivas de los partidos políticos tomaron la decisión el fin de semana, comenzando por los cuatro grandes (Primero Justicia, de Henrique Capriles; Voluntad Popular, de Leopoldo López; Acción Democrática, y Un Nuevo Tiempo) y luego con conversaciones con quienes representan a las demás toldas. Era necesario mostrar músculo, cantidad, un número grueso. No consultaron a la militancia, y dentro de las propias cúpulas hubo y hay resistencias. Algunos lo hacen en silencio, respetando las disciplinas partidistas. Otros lo divulgan, como el diputado José Gregorio Correa, de Primero Justicia, quizá el partido con mayores complicaciones internas al respecto.
Leopoldo López es el líder del Partido Voluntad Popular. Entre la treintena de partidos políticos que suscribieron el documento para anunciar su negativa a sumarse a la “farsa” de diciembre, se destaca la ausencia de La Fuerza del Cambio. Se trata de una organización política de bajo perfil fundada por el excandidato presidencial Henrique Capriles, en paralelo con su partido Primero Justicia. Usaron la tarjeta para sumarle votos de independientes en 2013 y ha acompañado a las candidaturas opositoras desde entonces. Y la usaron además en 2017 cuando los partidos tradicionales tampoco aparecieron en el tarjetón, pero sus militantes escogieron alcaldes.
Capriles se ha mantenido en la banca, por ahora, pero lleva meses asomando postura en favor de la participación, de la movilización, de no extender más las “fantasías” desde la Asamblea Nacional y el llamado gobierno interino. Eso sí, aún no ha terminado de fijar posición. En Primero Justicia, en que una diputada afirma que Julio Borges es el “jefe político” pero Capriles es “el líder”, están atentos a lo que hará. Él se alista para convertirse en un movilizador y articulador de cara al voto. Pero quizá le falte tiempo. Después de todo, en apenas días deberán inscribir candidaturas, y armar campañas en el país no es cosa fácil. De querer hacerlo, varios grupos de la sociedad civil se le han acercado para proponerle nombres, estructuras y apoyos “de abajo hacia arriba”.
Julio Borges es presidente de la Asamblea Nacional desde el exilio. Eso sí, un acercamiento con “la oposición de la oposición” –esa que se ha aliado con el Gobierno para convocar elecciones– está descartado. Por ahora, Capriles suelta píldoras, y continúa de reunión en reunión, sin responder directamente preguntas de la prensa al respecto. Mientras organizaciones de la sociedad civil, y la militancia opositora en general, esperan por definiciones de qué hacer entonces, los jefes partidistas informan que anunciarán una ruta “en los próximos días” que contribuya a “ponerle punto final a la dictadura”, según dijo la diputada Delsa Solórzano. Este miércoles iniciaron consultas regionales y sectoriales con el fin de definir estrategias “reales y no simbólicas” para lograr restituir condiciones electorales.
A la par, el chavismo se organiza para un proceso electoral en pandemia, con todos los indicadores de contagios y muertes en franco ascenso, y con una ficha clave: un recurso judicial introducido por académicos para suspender las elecciones por incumplir normas legales. La demanda pasó el primer filtro y ahora está sobre el escritorio de un magistrado clave de Maduro. Un as bajo la manga que puede servir de excusa para retrasar, suspender o reconfigurar la convocatoria electoral. Entretanto, muchos se preguntan qué va a pasar con Juan Guaidó, cuya legitimidad internacional emana de su calidad de presidente de la Asamblea. Pero, por lo visto, pesa demasiado la experiencia de 2015, cuando la oposición, tras años marginada del órgano legislativo por decisión propia, sorprendió al mundo al ganar la mayoría en la Asamblea. Pronto las ilusiones democráticas quedaron sepultadas cuando Maduro le quitó las funciones en favor de una supuesta asamblea constituyente, y la convirtió en un organismo prácticamente fantasma. Hoy los opositores, exasperados por la falta de garantías, parecen renunciar a las urnas, y a lo ganado hasta ahora con Guaidó, para derrotar al régimen de Maduro. Cómo lo intentarán en lo sucesivo permanece aún en el misterio.