Casi nadie lo ignora. Argentina se convirtió en refugio nazi después de la guerra. Emblemático fue el caso de Adolf Eichmann, el agente viajero que en la monstruosa Solución Final fue el eficiente organizador de la red ferroviaria que transportó a seis millones de judíos a los campos de concentración. En 1950 arribó a Buenos Aires como Ricardo Klement. Trabajó en Daimler-Benz hasta cuando en 1960 agentes secretos del Mossad, servicio de inteligencia de Israel, lo secuestraron en la calle Garibaldi y lo llevaron a Jerusalén, donde fue juzgado y condenado a la horca.
En 1949 había llegado a Buenos Aires, con nombre supuesto, el médico Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, el símbolo del Holocausto que hizo infames experimentos con mellizos en el Konzentrazionslager Auschwitz y que personalmente inyectaba gasolina a prisioneros judíos vivos. Vivió diez años en Argentina, los últimos bajo su nombre verdadero, y luego pasó a Paraguay y finalmente se radicó en Brasil, donde en 1979 murió de un derrame mientras nadaba en una playa. En una entrevista con el periodista argentino Tomás Eloy Martínez, Perón reconoció que trató a Mengele: “Era uno de esos bávaros bien plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere… si no me equivoco se llamaba Gregor. Eso es. Doctor Gregor”. Mengele ingresó a Argentina con un pasaporte a nombre de Helmut Gregor.
El carnicero de Lyon, Klaus Barbie, jefe de la Gestapo famoso por su sevicia, desembarcó en Buenos Aires en 1950 con pasaporte falso antes de mudarse a Bolivia.
En total 180 criminales de guerra se refugiaron en el país austral, según la Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en la Argentina (Ceana), creada en 1997 por el gobierno del presidente Carlos Menem e integrada por historiadores independientes. Treinta de esos criminales de guerra eran alemanes, cincuenta croatas y cien eran belgas y franceses. Novecientas páginas tiene el informe de la Comisión.
Los 180 criminales nazis arribaron todos durante el gobierno de Juan Domingo Perón. “Es un hecho” -según Joseph A. Page, profesor de Georgetown University y autor de una biografía del presidente argentino- que Perón “nunca exhibió indignación moral alguna ante la enormidad de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los nazis”. En cambio consideró una infamia que los jerarcas nazis fueran sometidos a la justicia. Esa fue la palabra que utilizó, infamia, para referirse a los juicios de Núremberg, según las memorias que dictó frente a una grabadora en los últimos años de su exilio en Madrid. Los juicios se iniciaron en noviembre de 1945. Tres meses después Perón fue elegido presidente. ¿La acogida que dio en su gobierno a los fugitivos del Eje fue un intento de corregir la supuesta infamia que simultáneamente se venía cometiendo en Núremberg?
“¡Cuántas veces durante mi gobierno pronuncié discursos en contra de Núremberg, que es la enormidad más grande que no perdonará la historia!”, dijo Perón.
En esas memorias dictadas en Madrid y publicadas por el periodista y escritor español Torcuato Luca de Tena, Perón también anotó que si Hitler con cien millones de alemanes no pudo resolver el problema judío, ¿cómo podía él con 15 o 20 millones de argentinos?
La red que ayudó a Eichmann y a otros criminales de guerra y a nazis y oficiales alemanes a escapar de Italia hacia América Latina, fue dirigida a corta distancia del Vaticano por el obispo austríaco Alois Hudal.
Hudal, rector en Roma del Colegio Teutónico Santa María dell’Anima, escribió en 1937 un libro elogioso de Hitler, titulado Los fundamentos del nacional socialismo. En sus memorias no ocultó que desde 1945 se dedicó a ayudar a exnacionalsocialistas y fascistas y “especialmente a los así llamados criminales de guerra”. Para algunos católicos de la época el nazismo no había sido tan malo. Al fin y al cabo, al invadir la Unión Soviética en 1941 le declaró la guerra al comunismo ateo, enemigo jurado del catolicismo.
“Todos los días llegaban a Italia pequeños grupos de alemanes y austríacos: muchos de ellos eran exnazis o al menos exsoldados del ejército alemán que buscaban trabajo o pasajes para ir a las Américas, a Australia y a Nueva Zelanda”, según el historiador italiano Matteo Sanfilippo. Las redes que les permitían llegar a Italia desde Alemania y Austria y luego escapar a Suramérica fueron llamadas “ratlines”, rutas de las ratas.
También contribuyó a la fuga de nazis hacia América Latina la laxitud con la cual la Cruz Roja expidió miles de pasaportes a quienes desde el puerto de Génova querían abandonar Europa. Los protegidos del obispo Hudal le escribían desde tierras americanas agradeciendo sus gestiones. Casi todos desde Argentina, pero uno, Karl Hans von Kurz, lo hizo en 1948 desde Fredonia, Antioquia.
Los nazis no llegaron a Buenos Aires a tocar la puerta. El presidente Juan Domingo Perón organizó un verdadero comité de recepción, les facilitó el desembarco y a algunos los tuvo de huéspedes en la Casa Rosada.
Perón creó una Comisión de Potencial Humano para diseñar una política de inmigración que favoreció a criminales de guerra nazis condenados a muerte en sus países. Esa comisión sirvió “Para planear el rescate de criminales de guerra nazis”, según el escritor argentino Uki Goñi.
La Ceana (Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en Argentina) descubrió en archivos belgas la existencia de la SARE, Sociedad Argentina para la Recepción de Europeos. El hijo de Ludwig Freude que Perón nombró como secretario de informaciones de la Casa Rosada, Rodolfo Freude, sirvió de puente entre la SARE y las autoridades de inmigración argentinas.
A los inmigrantes que llegaban a Buenos Aires en el gobierno de Perón les preguntaban si eran comunistas o judíos pero no por su pasado nazi, según el libro Argentina y la Europa del nazismo.
Refugiados
Entre los condenados a muerte por crímenes de guerra que vivieron tranquilamente en Argentina se cuentan los belgas colaboracionistas Pierre Daye y René Lagrou, y el francés Georges Guilbaud. Cuando en 1951 murió el general Pétain, títere de Hitler en Francia, Pierre Daye y sus amigos organizaron en Buenos Aires el funeral por el líder de Vichy. La misa la celebró el cardenal argentino Santiago Luis Copello.
La División de Informaciones, autorizada por Perón, tramitaba el permiso de desembarco que para todos los extranjeros exigía la Dirección de Migraciones. Ese permiso se enviaba al consulado argentino, usualmente en Génova o Roma. Lo recogían los agentes del obispo Hudal. Una vez visado el permiso la Cruz Roja expedía el documento de viaje con el cual los criminales de guerra y los demás expatriados abordaban la nave en Génova.
El sacerdote croata Krunoslav Draganovic fue el traficante nazi de más éxito en el Vaticano después de la guerra, según Oki Goñi. A los croatas llegados a Argentina, Perón les dio empleo en la construcción de la Ciudad Evita y del nuevo aeropuerto internacional de Ezeiza.
Ante Pavelic, fundador de la Ustasa, organización fascista de ultraderecha responsable del genocidio en Croacia, fue uno de los beneficiados con la hospitalidad de Perón. Pavelic fue jefe del gobierno títere nazi-fascista croata que asesinó a 700.000 serbios, 30.000 judíos y miles de gitanos. Al morir, su capellán afirmó: “Pavelic fue un buen católico y murió con la consolación de los sacramentos”.
Según los historiadores argentinos Ignacio Klich y Cristian Buchrucker, entre los 180 criminales de guerra que llegaron al puerto de Buenos Aires estaban los equivalentes bielorruso, croata y eslovaco de Hitler, a saber, Radislaw Ostrowsky, Ante Pavelic y Ferdinand Durcansky.
Otro asesino acogido por Perón fue Josef Schwammberger, que vivió en Argentina bajo su propio nombre desde 1948 hasta 1990, cuando fue extraditado a Alemania y condenado por organizar la muerte de al menos 500 prisioneros y de un rabino en los campos de concentración en Polonia que comandaba. Su chofer declaró en el juicio que muchas veces Schwammberger utilizó su pistola para asesinar a grupos de judíos.
El capitán Erich Priebke, que participó en la masacre de las fosas ardeatinas en Roma en que fueron asesinados 335 civiles italianos, incluyendo 75 judíos romanos, vivió sin esconderse en Bariloche casi medio siglo hasta cuando en los años noventa lo descubrió un equipo de televisión de ABC News y fue extraditado a Italia.
“Demasiados colaboradores del aparato terrorista y genocida del nazismo lograron navegar en esa vasta y turbia corriente [de la inmigración]”, según el historiador argentino Cristian Buchrucker.
Buchrucker también escribió sobre Hitler y el antisemitismo: “El éxito real de la pretensión totalitaria nazi nunca estuvo en el logro de un 90 % de alemanes completamente entregados a la causa antisemita, sino en algo mucho menos homogéneo, pero efectivo en términos de ejecución de una política que culminó en un asesinato estatal masivo”.
Perón además les abrió las puertas a nazis y fascistas que no eran criminales de guerra.
El austríaco Reinhard Spitzy fue Hauptsturmführer de las SS y luego asistente personal del canciller alemán Ribbentrop. Al final de la guerra aparecía en las listas de los más buscados de los aliados, pero logró esconderse en monasterios trapenses en España y en 1948 un coronel argentino allegado a Perón gestionó los permisos para que él y su familia se radicaran en Argentina. Vivió en Entre Ríos como concesionario de Coca-Cola.
Vittorio Mussolini no fue un criminal de guerra, pero con la derrota del Eje este hijo de Benito Mussolini marchó a Argentina en 1946 con nombre falso. “Todos y cada uno de los fascistas que arribaron a Buenos Aires fueron acogidos por el régimen de Perón”, según el historiador italiano Matteo Albanese.
En el marco del favorecimiento a los nazis escapados de Europa tal vez no es casualidad que el primer director de migraciones de Perón haya sido Santiago Peralta Ramos, autor de un libro en que afirmaba que el pueblo argentino era víctima de los judíos.
Más marcado fue el antisemitismo de tres sacerdotes católicos conocidos desde los años treinta. Virgilio Filippo señalaba que la errancia judía era el castigo divino por matar a Jesucristo. Leonardo Castellani, autor de cincuenta libros, consideraba el antisemitismo un impulso natural y decía que a los judíos había que convertirlos y acogotarlos. Julio Meinvielle, autor del libro El judío, afirmaba que los pogromos, asesinatos masivos y las persecuciones de los nazis, eran prueba de que el judío había sido castigado por Dios, según Graciela Ben-Dror, autora de la obra Católicos, nazis y judíos: la Iglesia argentina en los tiempos del Tercer Reich. Señala Ben Dror que “El antisemitismo formaba parte de la cultura católica integral” de los años treinta a cuarenta.
Y a las víctimas… puertas cerradas
La Argentina de Perón que fue refugio de nazis contrasta con la Argentina que les cerró las puertas a las víctimas del nazismo.
Por decreto, 136.320 de noviembre de 1942 el presidente argentino Ramón Castillo autorizó la concesión de visas para mil niños judíos huérfanos menores de 14 años que se encontraban en Francia en campos de concentración. La decisión presidencial se tomó por petición presentada por la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA). El decreto se fue prorrogando por un tiempo, pero tenía enemigos en la burocracia argentina. En 1944 un memorando interno del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto celebraba que el decreto hubiera expirado, pues si hubiera sido prorrogado “Habría traído aparejada la entrada aproximadamente de 10.000 personas inasimilables en nuestro medio, pues a los niños, se hubieran sumado posteriormente los familiares de ellos.” Los niños eran huérfanos. Como es obvio, si no tenían padres porque habían sido asesinados en campos de concentración, era improbable que se encontraran otros familiares.
Leonardo Senkman, historiador argentino y profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, reveló este boicot del Gobierno argentino a niños huérfanos víctimas del nazismo en su libro Argentina, la Segunda Guerra Mundial y los refugiados indeseables.
La Argentina pudo haber desempeñado un rol destacado si hubiera deseado emprender una acción enérgica de rescate de refugiados, según Senkman. En su libro, el historiador dice con justificada amargura: “Nadie va a olvidar tampoco la responsabilidad que le cupo en América Latina a quienes rechazaron refugiados por razones étnicas y políticas, como el canciller brasileño Oswaldo Aranha; ni se olvidará la responsabilidad de los cancilleres argentinos José María Cantilo, Enrique Ruiz-Guiñazú y embajador Tomás Le Breton; como tampoco se olvidará al canciller colombiano liberal Luis López de Mesa, ni se omitirá el nombre del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, a pesar de su disposición a ayudar a exiliados republicanos españoles. Nadie olvidará ninguno de esos nombres ilustres.”