El pasado fin de semana, mientras el presidente Vladimir Putin exploraba en un submarino una embarcación rusa hundida durante la Segunda Guerra Mundial, el opositor Alexei Navalny sufrió una extraña reacción alérgica en la celda donde cumple una pena de 30 días por haber convocado una marcha contra el Kremlin. Aunque los médicos del hospital estatal dijeron que los síntomas de Navalny (hinchazón en la cara, rasquiña y sarpullido en varias partes de su cuerpo) correspondían a una reacción alérgica, el opositor ruso aseguró que nunca en su vida había sufrido de alergias a alimentos o polen. Por eso, sus médicos personales soltaron una hipótesis para nada descabellada en la Rusia de hoy en día: un intento de envenenamiento en prisión con un componente químico. El lunes, poco antes de que los médicos del hospital firmaron su salida, Navalny expresó sus temores en una entrada de su blog personal. Aseguró que no tenía sentido el diagnóstico de una reacción alérgica, pues en su celda no había ningún elemento que le pudiera producir ese tipo de malestar. Sin embargo, dejó en el aire una posible explicación: en algún momento del día, mientras salía de su celda para ejercitarse, un oficial pudo haber plantado algún agente químico para lastimarlo. A pesar de las sospechas, ya no hay manera de comprobarlas. En el hospital no le tomaron las muestras necesarias para detectar componentes extraños en su sistema, por más que sus médicos personales insistieron en hacerlo. Debilitado y todavía con malestar por sus síntomas, el opositor de 43 años tuvo que regresar al centro de detención donde deberá estar hasta mediados de agosto.
Las protestas del sábado 27 terminaron en fuertes choques con la policía de Moscú. La gente pide garantías democráticas para los políticos opositores. El caso de Navalny refleja un momento crítico en el presente político de Rusia. El Kremlin sigue empeñado en una persecución feroz a la oposición con la esperanza de que eso tape los grandes problemas por los que atraviesan el país y el gobierno de Vladimir Putin. Le puede interesar: Miembros de Rammstein se besan en Rusia y desafían a Putin Sería un error imperdonable para el Kremlin asesinar a un opositor tan visible como Navalny. Si bien en los últimos años varios opositores han muerto en sospechosas circunstancias, tal como pasó cuando balearon a Boris Nemtsov a las afueras del Kremlin en 2015 o cuando envenenaron al exespía ruso Sergei V. Skripal en Inglaterra, Navalny se ha convertido en un fuerte contrapeso de Putin y con sus denuncias sobre corrupción se ha ganado un importante apoyo popular. Su muerte podría desencadenar una serie de protestas que el Kremlin difícilmente acallará con fuerza. Además, y tal como lo señaló el propio Navalny, sería “estúpido” que el Kremlin decidiera asesinarlo en prisión, pues “el único sospechoso de su muerte sería el propio Estado”. Más bien, todo apunta a que con la repentina enfermedad le dieron un aviso para que se callara. El encarcelamiento de Navalny guarda una estrecha relación con las protestas que se tomaron las calles de Moscú el sábado 27 de julio. Ese día, miles de personas protestaron en el centro de la capital para rechazar la exclusión de 17 candidatos opositores en las elecciones de septiembre, que renovarán el concejo de la ciudad. A manera de excusa, la Comisión Electoral de Moscú aseguró que esos 17 candidatos, junto a otros más, habían conseguido “firmas falsas para postularse”, y por eso no podían competir. Sin embargo, grupos prodemocracia en Rusia han denunciado que se trataría de otra táctica más para restarle peso a la oposición en un país con un largo historial de censura y control. Lea también: Los blogueros rusos desafían el conservadurismo a golpe de rímel Las restricciones para criticar al gobierno han llegado a un punto de no retorno. Tan solo este mes, se confirmó que la versión rusa de 21 lecciones para el siglo XXI, del ensayista israelí Yuval Noah Harari, sufrió dos grandes modificaciones: en la dedicatoria cambiaron la palabra esposo por compañero (Harari es abiertamente homosexual) y suprimieron el pensamiento del autor sobre la anexión de Crimea. Por eso, varios expertos que han seguido de cerca los periodos presidenciales de Putin han afirmado que está llegando a un punto de quiebre. Uno de ellos, el británico Simon Tisdall, afirmó que el presidente “ha convertido a Rusia en un infierno donde no hay la más mínima pretensión de tener un proceso democrático serio”.
Vladimir Putin terminará su cuarto periodo presidencial en 2024, aunque el desgaste ya se nota: frente al 64 por ciento de popularidad durante la Copa del Mundo, hoy en día su favorabilidad es del 47 por ciento. Ante esa realidad, la gente ha reaccionado. Como no se veía desde 2012, año de fuertes protestas contra otra reelección de Putin, el pasado fin de semana los moscovitas se movilizaron masivamente, y el gobierno decidió reprimirlos. Detuvieron cerca de 1.300 manifestantes, de los cuales 20 quedaron heridos de gravedad. Moscú evidenció su inconformismo ante un gobierno que no soporta la disidencia, pero ha subestimado el descontento de la gente. Le sugerimos: Vladimir Putin, el mandamás del mundo El gobierno de Putin se ha desgastado precisamente por perpetuarse durante tantos años en el poder. La bonanza económica del gas y del petróleo, que tanto le ayudó al exagente de la KGB en sus primeros periodos, se ha esfumado. En vez de invertir en educación, salud y fomento del empleo, todo indica que esos excedentes han alimentado la corrupción estatal. Desde hace cinco años la economía rusa está estancada y el Banco Central del país anunció que esa tendencia se mantendrá por otro largo periodo. La pobreza ya afecta al 13 por ciento de la población y eso ha golpeado la popularidad del presidente. Parte de las razones que explican este desalentador escenario económico tiene que ver con el problemático comportamiento del gobierno en el plano internacional. Episodios como la anexión de Crimea desencadenaron duras sanciones económicas de las que el país todavía no se recupera. De igual manera, la interferencia en las elecciones generales de Estados Unidos en 2016 y el apoyo a regímenes como el de Bashar al Asad en Siria han golpeado seriamente la imagen de Rusia a los ojos de la comunidad internacional. Con esas decisiones, el país se ha aislado. Si bien Putin quiere cumplir su promesa zarista de volver a Rusia su condición imperial, su autoritarismo lo ha alejado de ese objetivo. ¿Qué aliado le queda? Claramente, China está más presente que nunca. No solo es un aliado económico importante (es el principal comprador de petróleo ruso) sino que incentiva las dudosas prácticas de vigilancia que tanto le gustan al Kremlin. La mayoría de las cámaras de vigilancia que hay en Rusia son chinas: el presidente Xi Jinping no tiene ningún problema con que su colega Putin vigile y monitoree a sus opositores. Sin embargo, tal como lo señala una reciente edición de la revista The Economist sobre las relaciones China-Rusia, la balanza está desnivelada. En esa relación, China es la potencia dominante y eso le resta autonomía a Putin, lo cual puede ser visto como un signo de debilidad en un político que ha cimentado su figura pública como la de un hombre duro y fuerte que siempre lleva la batuta. Se vienen tiempos agitados en Rusia. Internamente, crece el descontento y la oposición ya casi no le guarda temor a los ataques que pueda sufrir: están dispuestos a afrontarlos con la cabeza en alto. Ya hay demasiado cansancio y molestia acumulada, y figuras como Alexei Navalny o los grupos que defienden los derechos de la comunidad LGBT no parecen ceder fácilmente ante la presión o la intimidación. De hecho, el alcalde moscovita, Sergei Sobyanin, ha dejado claro que cualquier manifestante podría ser arrestado. Pero al cierre, los indignados capitalinos tenían previsto protestar de nuevo el sábado 3 de agosto. El autoritarismo imperial de Putin y sus envenenadas persecusiones a la oposición podrían, en el mediano plazo, pasarle una abultada factura de la ciudadanía y de la comunidad internacional.