En un avión militar y tras una sentida despedida en la que incluía una que otra lágrima, el saliente presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, partió rumbo a Estados Unidos en un simbólico adiós de sus seguidores, quienes miraban desde tierra despegar el BRS1 que aterrizó en Orlando, Florida, horas después.
Su viaje se dio después de una campaña por la jefatura de Estado tensa y polémica, y apenas unos días antes de que Luiz Inácio Lula da Silva se posesionara. Aparentemente, las aguas se habían calmado: Lula ya había levantado los brazos como nuevo mandatario del país y el pasado domingo cumplía su séptimo día en el cargo.
Sin embargo, la calma se rompió. Sorpresivamente, una horda de manifestantes con banderas amarradas en su cuerpo, como si fueran a alentar a la selección de fútbol, irrumpieron en la sede del Congreso, en la del Tribunal Supremo y en el palacio presidencial, en lo que fue calificado como el ataque más grave a la democracia brasileña en los últimos casi 40 años.
Inconformes por el resultado electoral, los simpatizantes del saliente presidente entraron a las sedes estatales destruyendo todo a su paso: muebles, obras de arte, ventanas, sillas y televisores. Incluso, el ministro de la Secretaría de Comunicación Social de Brasil, Paulo Pimenta, aseguró que hubo un robo de armas de fuego de la sala del Gabinete de Seguridad Institucional del Palacio de Planalto durante el asalto.
Como “enemigos de la democracia” fueron calificados los ciudadanos que invadieron las instalaciones, y las autoridades, encabezadas por el ministro de Justicia y la Fiscalía, iniciaron las respectivas investigaciones para esclarecer qué pasó. Una sospecha viene tomando fuerza: posiblemente fue una acción facilitada por un tercero dentro del palacio, algo que el mismo jefe de Estado ha confirmado, calificándolo como un cómplice que estaría dentro de las Fuerzas Armadas y de la Policía Militar del país.
“La puerta del Palacio de Planalto fue abierta para que la gente entrara porque no están rotas. Eso significa que alguien les facilitó la entrada”, dijo el presidente Lula.
El 93 por ciento de los brasileños condenaron los hechos de violencia de ese 8 de enero, según una encuesta de la consultora Datafolha, recogida por el diario O Globo. Asimismo, miembros del Partido de los Trabajadores habrían presionado al presidente para que cesara a su ministro de Defensa, quien, según el partido de gobierno, habría “subvalorado” las protestas que se llevaron a cabo entre el resultado de la segunda vuelta y la investidura de Lula.
“Todos cometemos errores”, fue la respuesta del primer mandatario del país, demostrándole su respaldo a José Múcio como jefe de la cartera de Defensa. “Se queda, confío en él”, dijo. Por su parte, el ministro de Justicia, Flávio Dino, se mostró confiado en que la cartera en cabeza de Múcio pueda investigar por qué hubo cierta negligencia del Gabinete de Seguridad Institucional al actuar de manera incorrecta durante la toma de las instituciones por los manifestantes.
Mientras avanzan las averiguaciones, las tensiones se reavivaron en un país muy polarizado. Los simpatizantes de Lula, incluso, han pedido que Estados Unidos expulse de ese país a Bolsonaro, quien padece las consecuencias de un ataque que sufrió hace unos años en medio de una campaña electoral. La seguridad en Brasil está siendo reforzada ante una nueva posible movilización de la ultraderecha, y Lula ha advertido que “cada gesto contra la democracia brasileña será castigado”.
Las autoridades se han dedicado a trabajar para tratar de controlar la situación y encontrar a los responsables. En efecto, la Fiscalía de Brasil le solicitó al Tribunal Supremo Federal que continúen las pesquisas contra algunos diputados bolsonaristas por alentar “actos antidemocráticos”, y el juez Alexandre de Moraes, del Tribunal Supremo de Brasil, anunció duras multas a quienes bloquean carreteras en vísperas de nuevas protestas en el país.
Las autoridades ordenaron desalojar a los bolsonaristas acampados a las afueras de las instalaciones del Ejército, donde cumplían dos meses desde los resultados de las elecciones en segunda vuelta exigiendo, desde ese momento, un golpe de Estado. ¿Hasta dónde llegará esta tensión?