El 14 de enero de 2011, una multitud clamaba en las calles de Túnez contra el régimen del presidente Zine El Abidine Ben Ali. Entonces, no se podía anticipar que ese sería el epicentro de un sismo geopolítico que cambió el mundo árabe. Ese día, después de 23 años en el poder, Zine El Abidine Ben Ali huyó con destino a Arabia Saudita mientras en la calle los manifestantes gritaban "Ben Ali lárgate", convirtiéndose en el primer dirigente de un país árabe en dejar el poder por la presión de las revueltas. Un mes antes, el 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante, se había prendido en fuego en Sidi Bouzid, centro de Túnez. Su inmolación fue el inicio de una revuelta que fue duramente reprimida y que dejó 338 muertos. Mohamed Bouazizi logró sobrevivir 3 semanas con el 90 % de su cuerpo afectado por las quemaduras y murió el 4 de enero del 2011. Cinco años han pasado desde eso y este país es considerado un sobreviviente de la "Primavera Árabe", ya que pese a la violencia y el asesinato de opositores, Túnez puede jactarse de haber gestado una transición a la democracia tras el derrocamiento de Zine El Abidin Ben Alí. Después de su caída, también lo harían los regímenes de Hosni Mubarak (en Egipto) y de Muamar Gadafi, en Libia, que estaban en el poder desde hace 30 y 40 años, respectivamente. El primero dejó el poder tras una revuelta que dejó 850 muertos y el segundo fue derrocado tras un levantamiento en Bengasi, en medio de una guerra civil que aún perdura hasta el día de hoy. Los ecos de la “Primavera Árabe” llegaron a Siria, donde el presidente Bashar al Asad reprimió duramente las protestas antigubernamentales, generando una revuelta que se convirtió en una guerra civil con un balance de 260.000 muertos y millones de desplazados. Pero el asunto no acabó ahí, pues el conflicto interno fue aprovechado por los yihadistas del Estado Islámico (EI) para implantarse en Siria, sembrando la semilla de una de las guerras más violentas y atroces de los últimos años, e ilustrando con crueldad las desilusiones que trajo consigo la "Primavera Árabe".

La guerra en Siria dio paso a la entrada del Estado Islámico al conflicto, elevándolo al panorama internacional. Foto: AFP Un momento en la historia "Estos fueron días emocionantes. La fiebre democrática se propagaba", recordó Hafez Ghanem, vicepresidente del Banco Mundial para Oriente Medio, en una obra reciente sobre el inicio de las revueltas. "Pero, ¿es posible que un país sin tradición democrática y con instituciones débiles se convierta en una democracia eficaz que mejore de manera inmediata las condiciones de vida de sus ciudadanos? La respuesta es manifiestamente negativa", constató. En Egipto, las esperanzas se desvanecieron rápidamente cuando el país volvió a ser dirigido con mano de hierro por el exgeneral Abdel Fata al Sisi, que derrocó mediante un golpe de estado al islamista Mohamed Mursi, primer presidente egipcio elegido democráticamente. El gobierno de Mursi desarrolló una implacable represión contra los Hermanos Musulmanes y otros grupos, que dejó más de 1.400 muertos. En Libia, dos gobiernos se disputan el poder desde 2014 y este vacío también ha sido utilizado por el Estado Islámico para instalarse en Sirte, ciudad natal del fallecido dictador Muamar Gadafi, en donde han instaurado un centro de adoctrinamiento a las causas de los yihadistas. Y en el Golfo, los conflictos entre facciones religiosas persisten, especialmente en Yemen, donde milicias chiitas controlan la capital y se enfrentan al gobierno apoyado por una coalición árabe.

La guerra en Libia tampoco ha parado. El 7 de enero pasado, extremistas islámicos detonaron un camión bomba que mató más de 50 personas. Foto: AFP "Con perspectiva, la Primavera Árabe fue un momento en la historia comparable con la caída del Muro de Berlín, en el sentido que hubo una redistribución de las cartas geopolíticas", explica Michael Ayari, analista del International Crisis Group (ICG). Túnez, a medio camino Contrariamente a otros países, Túnez logró que prevaleciera el consenso político, especialmente gracias al rol del cuarteto para el diálogo nacional, formado por la LTDH, el poderoso sindicato Unión General del Trabajo (UGTT), la organización patronal Utica y la Orden Nacional de Abogados, que en 2015 fue reconocido con el Nobel de la Paz. Sin embargo, a pesar de haber superado la transición política, el país aún se resiente y se confina en una situación marcada por la miseria social y la amenaza yihadista del Estado Islámico. "¿La revolución? Mire lo que me ha aportado", suelta Nessim, de 20 años, enseñando sus bolsillos vacíos mientras sus amigos se ríen. "Los estudios tampoco llevan a ninguna parte. Entonces tienes elección entre una formación profesional o ser albañil. En los dos casos, la sociedad te despreciará", añade el joven. A nivel nacional, el índice de desempleo supera el 15 % y entre los jóvenes diplomados alcanza el 32 %. Casi el doble en Sidi Buzid, una ciudad de 50.000 habitantes en el corazón de una región marginada económicamente. La libertad lograda con la revolución "está bien pero no nos da de comer", insiste una mujer de unos cincuenta años que vende ropa usada en el mercado y quiere conservar el anonimato. Como muchos otros, Mohamed Azri recuerda la era de Ben Ali: "no glorifico a la persona, pero nos vemos obligados a constatar que antes era mejor". "Mi hija es diplomada en química, no encuentra trabajo. Y yo me veo forzada a veces a vender una oveja para pagar la cuenta de la tienda. (...) No ha cambiado nada, los precios subieron", lamenta un agricultor mientras se calienta las manos en un brasero. Y además de la crisis económica, el país se enfrenta a una situación de inseguridad, con tres atentados en 2015 reivindicados por el grupo yihadista Estado Islámico (EI). El 13 de noviembre, la decapitación de un pastor de 16 años en el monte Mghilla, cerca de Sidi Buzid, horrorizó a todo el país. Unos yihadistas que afirmaron pertenecer al EI lo acusaron de ser un delator y obligaron a su primo a llevar la cabeza a su familia. "Era mi apoyo y el terrorismo me lo arrancó", declaró su madre Zaara, que vive en una extrema pobreza en Dauar Slatniya. "Tenemos miedo, pero no nos marcharemos", aseguró Jilani Soltani, un hermano del joven pastor. Con información de AFP