Evo Morales en Bolivia, Ricardo Rosselló en Puerto Rico, Joseph Muscat en Malta, Adel Abdelmahdi en Iraq, Saad Hariri en Líbano, Abdelaziz Buteflika en Argelia, Omar Al-Bashir en Sudán, entre otros, hacen parte de la larga lista de presidentes que han tenido que dimitir en respuesta a las protestas ciudadanas en los últimos meses. A ellos se une un grupo no menos numeroso de mandatarios que están en la cuerda floja por la misma inconformidad popular. Sebastián Piñera en Chile, Jovenel Moïse en Haití, Jimmy Morales en Guatemala o Abdelfatah Al-Sisi en Egipto conforman ese penoso grupo de quienes ven su gobierno tambalear y sus países hundirse en profundas crisis políticas, sociales y económicas.
Las razones de ese descontento transnacional tienen semejanzas en las diferentes orillas, como apunta Amnistía Internacional en su último informe sobre violación a los derechos humanos. Las razones que la entidad percibe como motor principal de las protestas son la corrupción, el alto costo de vida, la falta de libertad política y la desigualdad. Habría que decir que las personas salen a las calles, principalmente, cuando las economías de sus países se afectan por malas decisiones políticas y el dinero ya no alcanza para suplir las necesidades más básicas. Esto aplica a todos los casos actuales, salvo al de Hong Kong, que sin duda responde a un rechazo tajante a pertenecer a China y a perder todos los derechos democráticos que adquirieron desde 1997. Sin embargo, Carolina Jiménez, doctora en estudios latinoamericanos de la Universidad Autónoma de México, le dijo a SEMANA que hay que ser muy precavidos con borrar las singularidades y problemas históricos de los demás países. Y que no todo, “porque se parezca”, pertenece a la misma bolsa.
LOS DÉBILES. “Me preocupa incluso utilizar lugares comunes como decir que estamos frente a una nueva Primavera Árabe o que hay un efecto espejo mundial. Eso es una miopía histórica. Estoy de acuerdo con que hay un desencantamiento generalizado y un agotamiento con el neoliberalismo, como advierten varios teóricos. Es evidente que el capitalismo no ha logrado salir de la crisis desde 2008. Sin embargo, esto no se trata de una moda que imita a otros países o de una cosa fugaz. Se trata de problemas particulares e históricos que se develaron en un mismo momento”, asegura Jiménez.
Ahora, la coincidencia temporal -como ya había dicho SEMANA en ediciones anteriores- tiene que ver con el auge de las redes sociales que ha permitido amplificar y globalizar las inconformidades, lo que da la sensación de homogeneidad y similitud. Por eso, es frecuente ver consignas alrededor del mundo con frases como: “Francia se solidariza con los líderes asesinados en Colombia”, “Chile apoya al pueblo boliviano”, “El mundo despertó”, o “Todos en un solo cacerolazo”.
En ese sentido, para muchos analistas tampoco es válido decir que los golpes de ahora son iguales a los de finales del siglo XX, liderados en su mayoría por militares que utilizaban la fuerza para derrocar a las autoridades civiles y a cualquier atisbo de disidencia. En ese momento, esos regímenes se mantuvieron a punta de disciplina, orden y, sobre todo, miedo -como sucedió durante las dictaduras de Brasil, Argentina y Chile- y los mayores afectados fueron precisamente los civiles. En los últimos diez años el término “golpe” ha adquirido otras connotaciones, como advierten Andrés Malamud y Liev Marsteintredet en su artículo “Golpes con adjetivos”. “Ahora abundan todo tipo de calificativos: golpe suave, parlamentario, constitucional, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil”. Eso, aunque parecen simples diferencias lingüísticas, tiene grandes implicaciones fácticas. Los golpes recientes casi nunca suponen rupturas dramáticas y violentas con el status quo. A veces incluso desembocan en las mismas formas políticas y económicas, pero con diferentes rostros. Es decir, los manifestantes –hoy mayoritariamente ciudadanos comunes– piden que se destituya al mandatario de turno, pero que el poder lo asuma el presidente de la Corte Suprema, el vicepresidente en funciones o el líder del Congreso y no una junta militar, como pasaba antes.
LOS ATORNILLADOS.
Asimismo, exigen remover a algún político elegido democráticamente, pero, de inmediato, convocar a nuevas elecciones, como sucedió en Bolivia. En el fondo, a lo que le apuntan las protestas de las últimas dos décadas, aunque suene paradójico, es a que el orden constitucional y democrático se mantenga, a pesar de todas sus falencias. Ahora, no por eso hay que desconocer los peligros de cualquier tipo de golpe y, sobre todo, cuando la evidencia histórica demuestra sus fallidos resultados en casi todos los casos. Así lo expone Carlos Bravo Regidor, analista político y columnista mexicano, en su último texto sobre el periódico la Expansión de México. “No hay tal cosa como un “golpe democrático”: puede haber golpes contra gobiernos autoritarios o liberales, populares o elitistas, pero el resultado de un golpe nunca ha sido el surgimiento de un régimen más libre que el derrocado por el golpe en cuestión. Promover o condonar métodos antidemocráticos para “rescatar” a la democracia no solo es un sinsentido; es, ha sido, una apuesta fallida y hasta contraproducente”, asegura. Por eso, en un momento tan álgido como el actual, ni los líderes civiles ni los políticos deberían tomarse a la ligera o instrumentalizar la idea del golpismo para generar incertidumbre o socavar las democracias. Incluso cuando hubiera intenciones benevolentes detrás como las de tumbar a un dictador- los ciudadanos deberían tener muy claro las implicaciones que eso podría tener y adecuar primero el terreno para una transición democrática.
De lo contrario, las protestas se convertirán en parte del paisaje y los mandatarios atornillados en el poder seguirán pululando. Al tiempo que otros caen como mariposas dejando el terreno libre para el caos de los populistas y autoritarios.